lunes, 8 de junio de 2009

La gripe y las musas



Cuando era chico, enfermarme de gripe o algo por el estilo era una de las mejores cosas que podía pasarme. De hecho, puedo decir que esperaba ansioso: Una o dos veces durante el año me dejaba atrapar por el volátil y caprichoso virus. Y eso me hacía muy feliz.
Eran otros tiempos. Unos días en cama sin hacer absolutamente nada, faltar al colegio, recibir más atención de mis viejos, visitas de abuelas que te miman y hasta ver cumplidos los más imposibles caprichos. Conseguía los menúes menos frecuentes en mi casa, dormía a piacere y me daba panzadas con dibujitos animados, con la tele sólo para mí. En blanco y negro, eso sí.
Al atardecer, me dedicaba a decorar los “Kalkitos” -sólo para mayores de 35- que me traía la abuela como “premio consuelo” por… ¡Estar enfermo! ¡Era genial!
Esta semana caí en los brazos de la gripe y, la puta madre… ¡Qué diferente es ahora!
Si hasta parece otra enfermedad.
La fiebre no te deja abrir los ojos que se esconden de la luz, tenés dolores en todo el cuerpo -desde el cabello hasta la última uña del pie-, la tos parece perforarte la espalda y rasquetearte la garganta y, encima, todo el líquido que tenemos en el cuerpo te sale como cataratas por la nariz.
Te jode hablar por teléfono pero en tu oficina no lo entienden y llaman 3 o 4 veces para saber dónde guardas la grapadora. Fijar la vista en la pantalla para leer unos e-mails es un castigo de la Camorra y los programas de TV, sinceramente, no te motivan siquiera a encender el aparato.
Un punto aparte merece el “autoabastecimiento”. Ese breve recorrido hasta la cocina para un pequeño té con limón parece un calvario muy fácil de declinar. Ni hablar si tenés que prepararte algo de comer. Ahora entiendo por qué de chico engordaba con la gripe y de grande, adelgazo.
Pero como si todo esto fuera poco, hubo otra consecuencia nefasta para mí. Esta vez, la gripe dio a mis escasas Musas la mejor excusa para negarme su visita: “No sea cosa que nos contagiemos” habrán pensado y, entonces, no vinieron.
De todas formas, las sigo esperando porque alguna vez llegarán. Ya sea por error, perseverancia o simple insistencia.
  
* NOTA al PIE: Quiero aclarar que este texto lo escribí ayer, domingo, sin imaginar siquiera que hoy lunes se produciría esta hecatombe mundial ante el avance de la gripe porcina.

lunes, 1 de junio de 2009

Anti monotonía

 
A veces, pienso en lo aburrido que debe ser vivir en ciudades como Helsinki, Berna o Copenhague donde uno va al Banco, por ejemplo, y ni siquiera debe formar una fila para ser atendido. Lugares extraños, donde salir con los minutos justos para cualquier destino no encierra ninguna incertidumbre sobre la puntualidad de llegada debido a que el transporte público funciona correctamente. Metrópolis indiferentes a uno, donde las calles y autopistas están preparadas para el flujo diario de vehículos.
Ni siquiera lo puedo imaginar. Aunque reconozco que alguna vez tuve fantasías al respecto. De masoquista nomás, porque yo -afortunadamente- vivo en Buenos Aires: Urbe No Apta para personas aficionadas a la monotonía.
Un lugar donde cada día y cada actividad representan un permanente desafío y el más absoluto misterio en cuanto a su desenlace. Aquí, por ejemplo, tirarse unos 45 o más minutos en la fila para un trámite -por sencillo y breve que parezca- jamás resultará tedioso.
Mínimamente, en ese lapso usted hará catarsis con sus compañeros de espera, se quejará de lo tarde que recibió la boleta que quiere pagar, debatirá acaloradamente sobre sus gustos futbolísticos, se fastidiará ante la incomprensión de sus ideales políticos, se informará de las noticas más recientes y, por supuesto, se le revelarán todos los detalles y guarismos sobre las condiciones climáticas para el resto de la semana.
En algunos casos, incluso, encontrará espacio para la reflexión filosófica al escuchar a ese oráculo de sabiduría ubicado delante de usted en la fila y que, guiñándole un ojo picarescamente, no deja de repetir con autosuficiencia: “Si venís ni bien abren o cuando están por cerrar, te evitas toda la espera porque no hay nadie”. Ante tremenda expresión de sapiencia, no queda más que preguntarse modestamente: “Y si sabes eso, ¿para qué mierda venís al mediodía y te comés esta fila, pelotudo?”
Otro aspecto clave para esquivar la monotonía ciudadana se da cuando hay que moverse de un lugar a otro. Como si se tratara de los mismísimos mandamientos divinos, uno debe repetirse incansablemente: Nunca podrás tomar el mismo camino dos veces seguidas porque alguna de las calles estará cortada, habrá huelga de subte o el colectivo cortará camino y modificará espontáneamente su recorrido habitual (¡Sin avisar, por supuesto!). Obviamente, siempre llegarás tarde a tu destino por más que hayas tomado la precaución de salir antes.
Un caso particular y muy reciente es que en los bares ya no podes decir esa pintoresca frase de “servime lo de siempre” debido a que cada semana te cambian el mozo. Que lo echaron, que consiguió algo mejor o que por fin encontró un puesto de lo suyo -bioquímica o comunicación- después de pasar años como camarero. Algo parecido a lo que sucedía antes con los taxistas que eran todos arquitectos o ingenieros. Casualmente, otro claro ejemplo de anti aburrimiento nacional. El conductor de un taxi argentino jamás lo dejará relajarse durante el trayecto porque seguramente lo sumergirá en un raro diálogo-monologado para explicarle las adversidades que debe enfrentar detrás del volante en estos turbulentos días.
En fin, que en Buenos Aires hasta el acto más pequeño y rutinario se vuelve un enigma a resolver en cada jornada. Pero, nobleza obliga, a su vez eso la convierte en una ciudad muy divertida.
Hacer una fila, entretiene o educa. Viajar en transporte público constituye un saludable ejercicio aeróbico y hasta detenerse en cualquier esquina durante un instante puede resultar inspirador. Al menos, lo suficiente como para escribir unas líneas sobre la "Reina del Plata".