jueves, 29 de diciembre de 2011

Todo tiene un límite


Pasó nomás. Julio pensó que iba a zafar, que tal vez milagrosamente no lo escucharía más. Prefirió creer que era algo finiquitado. Pero no. Ese fue su gran error.
Quizás por eso no le prestó atención a su irrenunciable psicóloga cuando le advirtió unos días antes, con toda la comprensión del mundo: “Trata de tomarlo de otra manera. Con calma. En definitiva, es algo bueno… ¿O vos no lo ves de esa manera, Julio? No, no me contestes ahora. Llévatelo así, trabajalo en tu casa y lo seguimos la próxima sesión”.
Pero la cita para la semana siguiente iba a ser demasiado tarde. Julio no pudo trabajarlo, ni siquiera soportarlo. Firmemente se propuso superarlo… Pero no. No fue posible. Y no lo logró porque, en definitiva, todo tiene un límite, ¿o no? Y el de Julio había sido arrasado bastante tiempo atrás.
Es cierto que voluntarioso como es, fue aguantando día tras día cada acometida durante las últimas 2 o 3 semanas. Extrajo paciencia de donde ya no quedaba y, airoso, repitió su gentil sonrisa de compromiso.
Porque cuidado, él se daba cuenta que se trataba de algo bueno, correcto, hasta cariñoso, como se lo quiso presentar su psicóloga. Por eso le puso tanto empeño y voluntad a la cosa. Intentó soportarlo estoicamente. Pero todo tiene un límite.
Lo que realmente lo sacaba de las casillas no era el hecho en sí -generoso y civilizado como sabía-, sino la incansable y monótona repetición carente de interés. Porque en definitiva, creía, ya no era más que algo falto de contenido sincero, era apenas un latiguillo impulsado por un automático acto reflejo de la voz.
Ante ese descubrimiento fue que decidió hablarlo por primera vez con la psicóloga aunque, a la segunda sesión en que tocaron el tema, ambos comprendieron lo que podía ocurrir. Y como dice el saber popular, “si algo puede pasar, pasará”. En este caso, por supuesto, pasó. 
Porque, como pensaba Julio, todo tiene un límite. ¿Cuántas veces se puede escuchar el redoblar de las campanas o el sonoro alerta de un teléfono? ¿Cuántas veces se soporta la misma película en la televisión o hasta cuándo un ser humano aguanta el golpe de un martillo en la pared? Todas preguntas que Julio se hizo para aprobarse a sí mismo luego de cometido su acto de intolerancia.
Una pena realmente, porque él estaba convencido de que lo había superado. De que ya no podría ocurrir, de que nadie iba a repetirlo. Pero, volvió a pasar. Contra todos los pronósticos -o no tanto- sucedió y, lamentablemente, se desencadenó la ira. Ese particular destello de furia acumulada que desbordó a Julio.
Porque tampoco hay que exagerar, no fue “un día” como en la película esa de Hollywood. Fue sólo un instante, un minuto en el cual lo superó la cruda sinceridad de su inconsciente. Harto, seguramente, de tanto escucharlo durante los últimos días.
La cuestión es que aquella tarde del 31 de diciembre, Julio iba a ir a lo de sus padres en auto. Pero como hacía calor y tenía tiempo todavía, se decidió por una pacífica caminata. Mala, pésima decisión, ya que surgía la posibilidad de cruzarse con alguien durante el trayecto. Alguien no deseado, alguien que dijera... "Eso". Alguien que usara palabras vacías de sentimiento y deseos sinceros.
A unas pocas cuadras de comenzar su travesía, Julio se cruzó con un ex compañero del colegio que no veía desde la fiesta de egresados, 30 años atrás. Una tras otra se fueron sucediendo las frases hechas provenientes de la incansable boca del ex compañero y, cuando el repertorio llegaba a su fin y Julio respiraba pausado para superar un último escollo, se produjo la catástrofe.
No va que el tipo -muy suelto de cuerpo- le pone una mano en el hombro, le agrega dos palmaditas y, con su sonrisa más hipócrita le suelta la fatídica frase.
El pobre muchacho lo debe haber dicho como al pasar, más por costumbre que por otra cosa. Pero eso, precisamente, fue lo que alteró a Julio. Y ese vacío de emoción, esa falta de veracidad en el significado, se convirtió en el detonante. Una mecha que se consume junto a un polvorín.
¡La cara que puso el hombre! Se habrá pensado que Julio estaba loco de remate y, muy probablemente, en ese instante cualquier evaluación psiquiátrica lo hubiera confirmado. Un demente. Un enajenado. Un irascible que se dejó llevar por sus impulsos más básicos y violentos. Un hombre convertido en catarata de improperios e insultos.
¡Pobre ex compañero de colegio! ¿Qué se iba a pensar que le contestarían así? Por lo menos, se dijo Julio más tarde, se llevó una buena anécdota para la sobremesa.
Pero el tipo estaba más preocupado por alejarse de ahí que en llevarse alguna historia divertida. De hecho, salió corriendo para la vereda de enfrente, sin mirar al cruzar la calle, ni nada. ¡Qué julepe!
Minutos antes, el casual ex compañero había comenzado a despedirse de Julio para seguir tranquilo su marcha: “Un gusto verte”, dijo. Después, pensando ya en cualquier otra cosa, agregó: “Felicidades y a ver si nos juntamos antes de que termine el año”.
¡Pum! Como si se tratara de una Molotov con piernas, Julio se encendió en milésimas de segundos y a los gritos, haciendo montoncito con una mano, le respondió: “Por qué no te juntas con la re calcada concha de tu hermana, boludo. ¡No nos vimos en 30 años y ahora querés que nos juntemos antes de las 12 de la noche! ¡Te voy a cagar a trompadas, boludo! ¿O me estás cargando? ¿Para qué mierda me decís eso? ¿Querés quedar bien? ¡Anda a quedar bien con la concha de la lora! Forro de mierda…”
La poca gente que pasaba cerca se quedó petrificada, a la espera de presenciar algún tipo de pelea callejera. Pero no tuvieron suerte, todo quedó ahí ya que el hombre salió disparado como una flecha.
Julio quedó agotado y aliviado a la vez. Le ladró lo que hasta entonces venía germinando en su interior desde principios de diciembre, cuando todo el mundo te dice la misma frase carente de verdadero significado. Porque los que realmente se van a juntar o desean hacerlo con alguien, creía Julio, no esperan a que termine el año, ni tiran un azaroso “a ver si…”.
¡No señor! No es necesario. ¡Se dice para quedar bien! Si se ven o no, a nadie le importa. Total, hay por delante 11 meses para que se olviden, hasta el próximo diciembre en que nuevamente dirán la tediosa frase para volver a quedar bien con alguien que, sin dudas, no les interesa en lo más mínimo.
Lo cierto es que una vez consumado el bochornoso y arrebatador acto, Julio dio media vuelta y siguió su camino silbando, con ambas manos en los bolsillos y sonriendo satisfecho. 
No veía la hora de contárselo con lujo de detalles a la psicóloga. Aunque ya sabía lo que ella le iba a decir.


jueves, 22 de diciembre de 2011

Errores de Piratas


Vicente Marras se libró desesperadamente de los fuertes brazos que lo sujetaban. Después, saltó a tierra firme y corrió sin mirar atrás, por el muelle, hasta perderse entre la gente que vagaba por el mercado del puerto.
A sus espaldas, contra el atardecer que se dibujaba en el horizonte del mar, el barco se bamboleaba plácido, todavía anclado.
El desalmado Capitán Valbuena revoleaba su espada por lo alto, gritando y maldiciendo a cada uno de sus brutos piratas. A uno de ellos, incluso, le estrelló el periscopio en la cabeza.
- Suelten amarras -repetía desquiciado, una y otra vez-. Me refería a que levanten las cuerdas para que zarpe el maldito bergantín, gilipollas. No que dejen libre a nuestro prisionero condenado a muerte por alta traición al código de piratería.
El sol era ya un recuerdo bajo el azul oscuro del océano cuando la voz gruesa y desalmada del Corsario español todavía retumbaba en la proa del galeón.
Sus salvajes bucaneros, otrora implacables seguidores en cientos de batallas y aventuras, se miraban unos a otros sin entender aún cuál había sido exactamente el error.


jueves, 15 de diciembre de 2011

Un padre hecho y derecho


Betito pasaba las tardes de verano frente a la televisión, esperando el permiso de mamá Betty para salir a jugar en el fondo. Sabía que antes tenía que bajar el calor, justo cuando el sol empezaba a meterse detrás de los sauces, en esas siestas interminables en Bragado.
Así pasaban los días en la descascarada casa, cerca del puente de la vía. Ahí fue creciendo Betito bajo la estricta mirada sobreprotectora de Betty. Aunque, cada vez más, el pequeño también disfrutaba del cariño cómplice de su hermana, Matilde, nueva esclava de los caprichos del menor de la familia.
Sin embargo, nada de esto pasaba con su padre, Ramón Alberto Astudillo. Don Beto, para todo el mundo. Con él, el chico mantenía una relación distante, de respeto inquebrantable y admiración incondicional.
A pesar que Don Beto sólo manejaba el tractor de la Municipalidad para alisar caminos de tierra en el campo, su hijo lo veía como un héroe que luchaba contra el malvado barro, líder de unas imaginarias fuerzas oscuras que deseaban dominar las calles del pueblo. Esa historia le había quedado por un cuento que le inventó Betty, cuando era un crío y no se quería dormir temprano.
Pero por sobre todas las cosas, de aquellos tiempos de niñez, lo que más guardaba el chico era la admiración hacia la figura paterna. Por lo general, una figura ausente, es cierto; pero bien notoria cuando volvía a la casa, a la hora de cenar. ¡Qué respeto que imponía ese hombre! Nunca hizo falta levantara una mano tan siquiera, a pesar de las interminables cagadas que se mandaba Betito. Si estaba el padre presente, alcanzaba con una mirada de lejos nomás. O, si no, la simple amenaza de Betty: “Ya vas a ver cuando llegue tu papá”. Santo remedio.
Así fue la cosa hasta que Betito cumplió los 15. Entonces, por fin, su padre le habló directamente después de cenar: “Desde el lunes, usted se viene a trabajar conmigo al corralón”.
De nada le sirvió esa mirada en busca de rescate maternal. Ella giró y siguió lavando los platos. Su hermana tampoco pudo ayudarlo ante semejante situación.
Betito agachó la cabeza en señal de resignación y, sin comer el postre, se fue directo a su cama para digerir el destino impuesto. No terminar el colegio parecía ahora un daño irreparable y eso que nunca fue bueno para el estudio. Ni le gustaba, claro. Pero la sola posibilidad de eternizarse en el corralón municipal, lo abrumó. Por lo menos al principio. Porque después, quizás por ese respeto a la investidura paterna, el chico dejó de darle vueltas al asunto y comprendió en que ese sería el camino a seguir. El único a la vista.
Poco a poco, Don Beto le enseñó a arreglar los motores de los tractores y Betito, como ya lo llamaban todos, sobrellevó sus primeros meses como empleado municipal ocupando también el puesto de cebador oficial de mates para toda la peonada del corralón. Hasta Don Braulio, el capataz, le había tomado cariño y lo mantenía ocupado con algunas changas en el pueblo.
Betito se había tomado muy en serio su nuevo rol y disfrutaba mucho más aún al ver lo contento que estaba su padre, que no paraba de contarle a todos cómo el hijo aprendía a ganarse la vida.
Cada vez que llegaba alguien, el pibe salía corriendo a buscar agua para la pava y, minutos después, ya estaba arrimando el primer amargo a los presentes.
Se lo veía pícaro, además. Y no era para menos. Estar todo el día alrededor de los hombres hizo que escuchara historias, conociera hazañas y aprendiera cuentos que "para su edad eran subidos de tono", como le confesaba Betty a su comadre, Vilma. Hasta que una noche, muy preocupada, le solté a su esposo:
- Beto, el chico anda repitiendo cosas feas, que todavía no tiene que saber, viste. ¡Tené cuidado, por favor, con lo que aprende en ese lugar! ¡El otro día lo pesqué contándole un chiste verde a la hermana! ¡No te rías, que es chiquito todavía!
Betito se ponía colorado como un tomate al escuchar a su madre. Don Beto, en cambio, se hinchaba de satisfacción: “¡Qué chiquito ni chiquito! Este ya es todo un hombre. En cualquier momento, mirá…”. Y prefería dejar la frase sin terminar por la cara de pánico y temor que ponía su esposa.
Pero el hombre, en secreto, ya estaba decidido. Y cuando su hijo cumplió los 16 se encargó de convertirlo en un hombre de verdad. Una tarde de verano, a la hora de la siesta, Don Beto mandó al pibe para que ayude a la señora que atendía el comedor del corralón.
Si se enteraba Betty lo mataba, seguro. Hasta era capaz de venir a sacarlo a escobazos, con los pantalones por los tobillos y todo. Pero, por suerte, nada de eso sucedió porque el debut sexual del pibe quedó como un secreto juramentado entre padre e hijo. Al menos durante cierto tiempo.
Betito se moría de ganas de contárselo a su hermana, por ejemplo. Aunque creyó que no lo entendería, tan soñadora ella: ¡Si todavía hablaba de príncipes azules y esas otras boludeces que piensan las chicas! ¡Qué le iba a andar contando que la Turca lo había hecho entrar a la pieza del fondo!
- Pasá, pasá. ¡No seas tímido! Tu papá ya me contó que me estuviste espiando en el vestuario la otra vez -dijo la voz dulzona de La Turca. Era cierto, sí. Pero dicho de esa manera parecía algo muy sucio, por lo que el chico no pudo contener la vergüenza. Y esa inocencia adolescente hizo asomar la sonrisa tierna de la mujer.
- Vení -le repitió-. Vení que ahora me vas a ayudar a cambiarme de ropa.
Sin darse cuenta, Betito estaba con las manos sobre los enormes pechos de la Turca; sintiendo, además, cómo ella deslizaba una de las suyas al interior holgado del pantalón. Después todo transcurrió de la mejor manera posible, gracias a la sabia experiencia de la mujer.
Le costó dejar la cama aquella tarde. No podía creer lo que había ocurrido. Acaso existía algo más lindo, se preguntaba mientras terminaba de vestirse. Y cuando por fin dejó la pieza y caminaba solitario hacía su casa, se sintió uno más del corralón. Un hombre hecho y derecho, igual que su padre.
Por supuesto, no contó nada de lo que había ocurrido y Don Beto, compinche,  tampoco preguntó. Le alcanzó nomás con ver la mirada pícara y cómplice de su hijo al llegar al hogar, justo un rato antes de que Betty los llamara a todos para cenar.
Algún tiempo después, sin embargo, Betito confesó todo a su madre y a su hermana mayor, que ya andaba por el segundo año del Magisterio y había aprendido que los príncipes venían más desteñidos que azules. No lo hizo para vanagloriarse de su hombría, ni nada de eso. No. Fue más bien por indignación. O desilusión.
Sucedió que una tarde, lejana de aquella otra inolvidable, decidió pasar por lo de la Turca como solía hacer de vez en cuando. “Venís a perfeccionar la técnica”, le decía ella sonriente al invitarlo a entrar.
Pero ese día nadie abrió la pesada puerta de madera y vidrio. Él solito empujó el picaporte y se quedó perplejo, mudo. Casi hasta se olvida de respirar cuando encontró a la Turca desnuda en la cama y a su lado, más derecho que hecho, Don Beto.


miércoles, 7 de diciembre de 2011

APENAS UN BESO

2º puesto, Concurso “50 años del Instituto San Luis Gonzaga”
Gral. Las Heras (Bs. As.). Diciembre 2011. 
Seudónimo: Osvaldo Raymonda.

Esa mañana, tempranito, te vi pasar desde la ventana. El pasto aún estaba blanco por la escarcha de otro invierno y vos ibas tan apurada como siempre. Llevabas la carpeta entre los brazos, el cabello largo atado en una trenza, el guardapolvo encima de las rodillas y las medias azules caídas. Poco te preocupaba que al entrar al colegio, Miguel u otro preceptor te llame la atención. 
Me puse muy nervioso cuando te vi. Como en cada encuentro, en realidad. Casi tanto, como la primera vez, ¿te acordás? 
Vos eras nueva en el cole y justo, pero justo, caíste en mi curso. Recuerdo que estábamos en clase de matemática, con el cabezón Bianchini, cuando te presentó la Vicedirectora. Después de verte, te juro, no logré resolver más cuentas ni ecuaciones. 
Como todo lo nuevo en un pueblo desacostumbrado a las novedades, te convertiste en la sensación ni bien sonó la campana del primer recreo. Mientras bajábamos las escaleras para llegar al patio, no parabas de responder preguntas de mis compañeros: De dónde venías; por qué te cambiaron de escuela y no sé cuantas otras más. Así descubrí que vivías a dos cuadras de mi casa y, aún no entiendo cómo ni por qué, desde ese día volvimos juntos del colegio.
Es cierto, el trayecto por la avenida lo hacíamos con los demás chicos pero cuando doblábamos en Lozano, sólo éramos vos y yo. No me importaba nada más. Ni la mirada cómplice de Doña Elvira, cuando nos cruzaba con su changuito de camino al supermercado. O el asombro en los ojos de Don Santiago que, desde la puerta de la tienda, me  seguía con la vista durante toda la cuadra, para contarle  luego a mis padres. 
Pero para mí, nada ni nadie existía alrededor. Durante esas cuatro cuadras eras mía, sólo mía, y entre nervios e inocencia solamente me salían comentarios del colegio: “Que la Chuchú es bravísima, que la nueva de geografía parece piola y que el viejo Roy nos quiere enseñar inglés a golpes de escritorio”. ¡Un idiota insuperable, lo sé!
Pero en realidad deseaba decirte lo hermosa que te veías, que me habías vuelto loco de amor con tu sonrisa desde que atravesaste la puerta del aula, atrás de la Vice, aquella primera mañana en que te vi. ¡Pero no me salían! 
¿Por qué no enseñan también esas cosas en el secundario? Si a esa edad hasta parecen más urgentes y útiles que saber el relieve de la región Mesopotámica o la conformación de un ecosistema. 
En cualquier caso, cada día que recorríamos esas cuadras sentía que estaba soñando. Hasta empecé a despertarme más temprano para hacer también el recorrido de ida con vos. Pobre mi vieja, el susto que se pegó. Con lo que le costaba despertarme antes, pensó que tenía sonambulismo. 
Así pasé las semanas siguientes, disfrutando de tu compañía. ¡Nunca le recé y agradecí tanto a San Luis Gonzaga! Todo me parecía una fantasía. 
Quizás por eso me asombré tanto cuando, finalmente, me animé a decirte que me gustabas y vos, tan segura de todo como eras, me estampaste un beso en la boca. 
Estábamos atrás de los grifos, pegaditos a la sala de mecanografía y no te importó en absoluto que nos vieran. Sólo sonreíste, satisfecha con tu osadía. En cambio yo me quedé paralizado, sin decir palabra por veinte minutos más o menos. Es que fue mi primer beso, ¿entendés? Nunca quise preguntarte si también lo fue para vos.
Después, por supuesto, todo siguió el camino lógico de aquellos tiempos de amores incipientes y breves. Días inolvidables de uniformes celestes y grises, de noches de Manicomio, de horas tiradas con los amigos en la esquina del Club Social, filosofando pavadas y viendo pasar las tardes desde la contemplación más desinteresada. 
Esa edad extraordinaria en que un desamor no hería de muerte porque vivíamos despreocupados de todo. Éramos, apenas, estudiantes de Secundario.
Por eso hoy, cuando te vi pasar nuevamente, me apuré para salir a la calle y alcanzarte como hacía cada mañana de camino a la escuela. 
Aunque ahora ya no llevas carpetas entre tus brazos. La mujer que pasa por delante de mi ventana terminó el colegio hace treinta años... Pero aún no consigo olvidarla.


lunes, 21 de noviembre de 2011

Sábanas blancas


El sol calido de marzo empezaba a ocultarse, a fundir su alma con la noche. Como tantas otras tardes, el amplio ventanal de la habitación todavía permanecía abierto. Solamente una suave brisa, que llegaba desde la playa, inundaba el ambiente con su fresco aroma de mar.
Habían concluido los preparativos para el esperado encuentro. Unas pequeñas velas desparramadas por aquí y por allá. Unas sábanas blancas sobre la alfombra y una botella de vino junto a sus respectivas copas. Se acercaba el momento.
Él no podía disimular sus expectativas. Ella, en cambio, llegaría unos minutos más tarde, segura de sí misma, aunque con mucha ansiedad. Ambos, eso sí, tratarían de dominar sus impulsos y controlar la respiración para no demostrar fuertes emociones.
Un reloj lejano marcó la hora acordada. La puerta se abrió y, frente a frente, sus miradas se unieron más allá del tiempo, en un universo añorado de promesas y deseos.
Una tenue luz de luna, incipiente aún, le daba a la noche ese toque romántico imprescindible. Y la cena, casi sin importancia, pasó demasiado rápido. Las pequeñas velas ya quemaban sus cabos y las sábanas, arrugadas, imploraban por los cuerpos desnudos de los amantes.
Entre penumbras, él se quito la camisa y ella dejó caer su vestido. Él la tomó suavemente por los hombros y deslizó sus manos, con dulzura, hasta la cintura. Ella, alargando los segundos en la eternidad, desabrochó el pantalón de su enamorado para escurrir la mano expectante. Él sintió que su piel se estremecía. Todos los sentidos explotaron en varias direcciones y, con el mayor deseo del mundo, acercó su boca a la de ella para sentir el húmedo sabor de sus labios.
La tibieza del sol de verano era ya un breve recuerdo que, cómplice de la aventura, cedió la posta a un mágico manto azul salpicado de estrellas. Las velas no ardían desde hacía horas y la persistente brisa no alcanzaba para refrescar el calor del lugar.
Dos amantes. Una pasión. Dos cuerpos. Un encuentro.
Finalmente, aquellas agotadas sábanas blancas consiguieron rozar la piel de los enamorados. De aquellos dos que quisieron fundirse, uno con el otro, siguiendo el ritmo lento del vaivén de las olas.
Dos apasionadas figuras detenidas en el espacio, entre el sol y la luna.
Dos sombras unidas por los incansables latidos de sus corazones. 
Una música persistente. Dos almas agitadas al amanecer. Y unas sábanas blancas...


lunes, 14 de noviembre de 2011

El último beso

En toda historia de amor hay, por lo menos, un beso.
En la frente, en la boca o lanzado desde lejos.
Soñado, deseado, esperado… Siempre un beso.
También debería existir la tácita obligación
de un último beso.

El Metro cerró la puerta y aún se podía escuchar la voz grabada desde el vagón que anunciaba: “Próxima parada, Alvarado”. Se sabía de memoria la frase después de ver pasar los últimos 6 o 7 trenes. Llevaba casi dos horas sentado al lado de Elena, en un banco de la estación Cuatro Caminos. Allí sería la bifurcación: él seguiría hasta Tetuán, a casa de su amigo; ella tomaría la combinación que la dejaría en el Aeropuerto de Barajas para regresar a su país.
Se habían conocido el día anterior. Religiosamente intercambiaron e-mails, números de teléfonos y las obligadas promesas de un eminente reencuentro. Ambos estaban de vacaciones en España. Él llegado desde Estocolmo y ella desde Bogotá.
Aquella mañana, casi mediodía, Elena tomaba unas últimas fotos en Plaza Mayor cuando él se le acercó para invitarla unas cañas. Dicen que hubo un relámpago en la zona cuando se cruzaron las miradas. Fue una atracción irremediablemente instantánea.
Siguieron juntos el resto del día y pasaron la noche en el hostel de la calle Huertas, donde se hospedaba ella. Al amanecer, ambos bajaron tomados de la mano por las escaleras de la estación Gran Vía. Decidieron que no se despedirían en el aeropuerto. Ninguno soportaba las despedidas, por eso era mejor hacerlo de manera casual: Al bajar del metro, cada uno tomaría una dirección diferente.
Pero no lo lograron. De las tres horas de antelación que Elena calculó para tomar su avión, pasaron dos sentados en el banco de aquella estación. No había demasiadas palabras sino cariños, abrazos, caricias, besos. Se volvieron a juramentar mutuas visitas y, de pronto, se hizo un profundo silencio que duró unos minutos. Entonces, él le robó otro beso. El último. Porque ella se puso de pie y abordó decidida el vagón del Metro que cerró sus puertas apenas subió.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El loco Zavarrita


Gustavo Zavarra deambula todo el día por la calle. Va de un lado a otro, sin rumbo fijo ni sentido alguno. Unos lo llaman cariñosamente “Zavarrita” y otros, menos piadosos, lo conocen como “el loco Zavarra”. Casi todos se burlan de él y muchos incluso se aprovechan de su delirante inocencia. Pero a él no le importa, porque Gustavo Zavarra encuentra un claro sentido a su incansable vagabundear: Contar la historia de un crimen.
No se le conoce una casa o domicilio desde hace años. Duerme en un banco de la plaza o, cuando llega el frío, se refugia en una de las salas de la estación de trenes. Lleva la ropa sucia y rota. El cabello largo le llega hasta los hombros y su abundante barba termina casi en el centro del pecho. De vez en cuando, algún que otro vecino sensible le acerca un plato de comida o le estira unos pesos para comprarse algo. Sin embargo, eso último no es la mejor opción ya que él se lo gastará en un tetra que le sirva para calentar el pico. Porque tiene mucho que decir.
Hace 15 años que le cuenta su historia a quien se lo cruza. O la grita a un auditorio imaginario, trepado al monumento de un prócer, frente a la municipalidad. O en cualquier esquina. Sinceramente, el lugar es lo de menos.
Cada día, aunque llueva o el sol derrita el asfalto, Zavarrita camina sin parar. Hasta se adentra en los senderos rurales, en esos caminos intransitables por el barro donde no llegan ni los punteros políticos más populares.
Otras veces se queda en la puerta del Banco, a la salida de misa o en la entrada del Supermercado. Aunque su lugar favorito es frente de la Comisaría. Todas las tardes se lo puede ver por ahí, respetuoso y altivo, vociferando su historia.
Al principio, quizás para ganarse la simpatía del Comisario, un Cabo recién llegado le pegó unos gritos y, dicen, hasta un culatazo con el revólver. Pero los vecinos lo vieron y fue tal el revuelo que se armó en el pueblo que tuvo que salir el oficial por la radio local pidiendo disculpas. Desde ese momento no se animan ni a labrarle un acta por disturbios en la vía pública.
Sucede que cada uno de los vecinos conoce su relato, vivió de cerca la historia verdadera de lo que sucedió y, de alguna manera, se sienten cómplices de la injusticia al sostener el silencio. Por eso lo defienden. Por culpa y cargo de conciencia. Pero a su vez le prestan poca atención por la calle porque prefieren hacerse los boludos para olvidar. Para tapar sus miedos, para no recordar aquello que permitieron y dejaron sin condena. Era más sencillo, más seguro, mirar para otro lado y seguir con la tranquila vida pueblerina. Pero él no olvida, no. Ni se lo permitirá a ellos.
Después de tanto tiempo, en un pueblo de provincia desolado por el irremediable abandono del estancamiento, las palabras de “Zavarrita” suenan casi a fábula. Parecen una de esas leyendas que los abuelos relatan a sus nietos antes de dormirse. Pero su historia es verdadera y nadie como él lo sabe.
Él vivió y sufrió esa historia. En cambio, los demás la sienten aún ajena, como una herida abierta cobarde y traicionera. Porque su relato habla de un crimen que ocurrió realmente y que todos callaron por temor a los culpables. Y los gritos iracundos de Gustavo, a toda hora y en cualquier lugar, existen para recordarle a la gente el triste asesinato de su hermano, Andrés. Una muerte que, 15 años después, desconoce todavía a los culpables. Pero sabe mucho de impunidad.  
En su desequilibrada batalla callejera, Zavarrita pregona sobre abusos de poder político y económico, de corrupción de las autoridades o de negocios turbios con personajes intocables de la alicaída alcurnia local. Pero las figuras influyentes, salvo en Fuenteovejuna, siempre encuentran los caminos para salir indemnes. Siempre… A pesar de Gustavo Zavarra y su quijotesca lucha, que aún sigue.

martes, 1 de noviembre de 2011

San Juan y Boedo


Al final, me quedé viendo el partido afuera del bar, cerca de la esquina de San Juan y Boedo. Miraba la televisión por una de las ventanas, de cábala nomás, porque justo hicimos el gol cuando había salido a fumar. Así que no tuve más remedio que seguir ahí afuera. Para qué andar desafiando a la desgracia, pensé.
En más de 100 años de historia, con muchos triunfos y más derrotas, San Lorenzo de Almagro nunca ganó la Copa Libertadores. Después de todo ese tiempo, finalmente, esa noche estaba jugando la ansiada final. Enfrente tenía, nada más y nada menos, que al temible San Pablo brasileño y, como siempre, era un partido bravo contra los "brasucas". Obviamente ellos eran favoritos, pero como esto era fútbol y se jugaba en cancha neutral, podía pasar cualquier cosa.
Y parecía que esa trillada frase iba a ser verdad nomás, porque cuando promediaba el segundo tiempo, el 9 nuestro intentó la heroica y encaró a los defensores afuera del área grande. Uno, dos, tres… Hasta que justo cuando se perfilaba para sacar el remate de zurda frente al arco, el 2 de ellos se le tiró a los pies y mandó la pelota al córner.
“¡Penal!” Gritaron los más optimistas. “...Si no entró ésa”, lamentaron otros que también observaban desde afuera del bar. La cuestión que el referí señaló tiro de esquina y santo remedio.
Entonces, centro al primer palo, la peina apenas el Petizo Ortiz y, por detrás  del malón aparece solito nuestro capitán, el Toti Zamudio, que con los ojos bien abiertos le mete el frentazo para clavarla de pique al suelo contra el palo derecho.
¡Golazo! ¡Vamos todavía! ¡Gol carajo!
- Ahora -gritaron unos más conservadores- todos a defender para aguantar el resultado.
El milagro parecía posible. ¡Qué nervios, la puta que lo parió! Desde que salí a fumar ya llevaba como 8 cigarros más. El tiempo parecía ir marcha atrás y encima, el árbitro colombiano no pitaba ni una a favor nuestro, como para enfriar un poco la cosa con un tiro libre.
¡Vamos, vamos que ya termina! ¡Reventala a la tribuna, hermano! ¡Cobrá una para nosotros, hijo de puta! Intercaladas, arengas y puteadas se sucedían unas a otras, como un rosario inacabable.
Reconozco que de a poco me fui alejando del vidrio, como si mi distancia fuera a impedir el empate. Pero bueno, en esos momentos uno recurre a cualquier cosa para alcanzar una victoria que estaba ahí, a minutos… ¡Si no fuese porque los brasileños se venían con todo! ¡Me cago en la gran siete, carajo! Nos tenían en un arco y del lado de adentro, casi.
De tanto recular, calculo que ya andaría por el cordón de la calle cuando un tipo se me acercó, haciéndome una seña, para ver si le convidaba un cigarrillo. Era gordo, de mi altura, llevaba una mano en el bolsillo de un jean gastado, como si buscara el encendedor. Lo extraño fue que no estaba angustiado como el resto.
- ¡Gracias, pibe! -dijo cuando le estiré un Marlboro- Usted no tiene idea cómo se extraña el vicio-. La verdad en ese momento no tenía idea de muchas cosas, así que le respondí con una media sonrisa de compromiso.
- ¿Cómo van? -agregó, señalando con el mentón para donde estaba la tele.
- Gana San Lorenzo 1 a 0 y deben faltar 5 minutos a lo sumo -le contesté sin prestarle demasiada atención.
Andaría por los 55 o 60 años y era pelado, aunque conservaba un poco de cabello gris sobre las orejas, que se unía con una abundante barba del mismo color. Por un instante, me pareció reconocerlo de algún lado, como si me recordaba a alguien, pero en esa noche no estaba para pensar y seguí pendiente del partido.
- Quédese tranquilo que por fin vamos a ganar la Copa.- Me aseguró con una templanza conmovedora. Tanto, que le creí y todo.
- ¡Dios lo escuche! -imploré en un deseo más profano que religioso, sin sacar la vista de la televisión, donde justo indicaban 4 minutos más de descuento.
A pesar de los nervios, alcancé a escuchar la extraña respuesta del tipo mientras se apartaba de mi lado: “Ya me escuchó, pibe. Fue lo primero que le pedí ni bien me lo crucé allá arriba”.
En ese momento, los de la transmisión dirigieron las cámaras hacia la tribuna donde estaba el actor Viggo Mortensen, llegado exclusivamente desde Hollywood para presenciar el histórico partido. Un fanático como pocos el gringo ese, aunque medio hincha pelotas también.
Poco después se desató la locura. El referí, muy a su pesar, señaló el centro del campo. No lo podíamos creer: ¡San Lorenzo campeón!
Recuerdo que empecé a saltar y a gritar desaforado. Me abracé con cuanta persona tenía cerca, todavía afuera del bar. Con la miraba busqué al Gordo que se me había acercado antes pero no lo encontré. Y entonces, como si se tratara de una epifanía, de una revelación divina, me acordé: El tipo era igualito a Osvaldo Soriano, el escritor ese que era hincha del Cuervo. Pero resultaba imposible porque yo sabía que él estaría celebrando en el otro barrio, rodeado de ángeles con túnicas azulgranas.
En esas cosas pensaba cuando, finalmente, la confusión dejó paso a la emoción y me largué a llorar como un chico, agarrándome la cabeza.
Después, vi como llegaba gente de todas partes. Se juntaban en la esquina y se abrazaban unos a otros. Señoras, señoritas, viejos, jóvenes, chicos… Estaba todo el barrio y había de todo. Banderas, bombos, papelitos, cornetas y gritos, muchos gritos y canciones. Cientos, miles de gargantas explotaban desafiando a la noche. Y a la historia.
Pensé de nuevo en el Gordo Soriano y me quedé con la vista clavada en el cielo. Me lo imaginé abrazado a mi viejo, felices, celebrando.
Después, me dejé llevar por ese delirio tan deseado, incomprensible y soñado...


martes, 25 de octubre de 2011

Cuestión de tiempo



Te comunicaste con la casa de Agustín, después de la señal dejame tu mensaje. ¡Piiiiiiiiiiiip!

- Hola, Agus, soy yo. ¿Estás por ahí? Bueno, espero que escuches esto antes de salir para el aeropuerto. Me hubiera gustado decirte en persona una cantidad enorme de cosas que escribí para vos. Pero ahora, junto al teléfono, preferí dejarlas sobre la mesa y que me invada la espontaneidad. Sí, ya sé, pensarás que soy una cagona.
De cualquier manera, tengo una sola cosa para decirte. Pero antes, me gustaría que sepas que te hubiera dado mi alma, mi corazón y todo mi amor; aunque dicho así, acá, suene a tan poco.
Sin embargo, hoy siento que el destino atropelló nuestra relación y la dejó tirada, moribunda, al costado del camino de la vida.
Ese mismo sendero que hoy te llevará tan lejos de mí, tanto que me parece que jamás podré alcanzarte para abrazarte y decirte cuánto te amé. Cuánto te amo todavía.
Porque aunque parezca ridículo, siento que sos mi gran amor. El hombre de mi vida. Esa persona con la cual soñé en mis fantasías adolescentes creyendo, contra todos los comentarios, que iba a llegar algún día.
Y finalmente llegó el hombre de mis sueños. Vos, que supiste despertarme con un beso en la boca, como pasa en los cuentos.
Ahora todo cambió y por más que quiera, no tengo la opción de volver atrás. Tampoco lo haría, creo. Cometería el mismo error y, no lo dudes, también volvería a… 

¡Piiiiiiiiip! 
Usted utilizó todo el tiempo disponible. Gracias.


lunes, 17 de octubre de 2011

Estaba sola


Cuando miró alrededor, estaba sola. "Qué pasó", reflexionó. Iba a ser un encuentro más, como tantos otros. Él le diría cuánto la había extrañado y ella le respondería con un cariñoso “te amo”. Él, la sorprendería con una delicada flor y ella, apasionada, lo besaría.
Pero una cosa llevó a la otra y, sin darse cuenta, estaban peleando como nunca lo habían hecho. Él se hartó, ella le reprochó. Él se sinceró y ella no lo aceptó.
Luego de un instante advirtió la soledad que la envolvía. Indudablemente había quedado sola. Aún desorientada, permaneció de pie un rato más junto al gastado banco de madera de la plaza.
Finalmente, reaccionó. Indignada y triste, se fue a su casa.
También abandonada, testigo de la ruptura, la flor quedó sobre aquel banco. Ignorada, desconcertada y desechada. Estaba sola.


lunes, 10 de octubre de 2011

Jubilados

"Usted hágame caso y después me cuenta”, dijo Arturo con seguridad pero sin sacar las manos de los bolsillos por el frío de la tardecita. Ese año, el otoño había llegado antes, tal vez apurado al igual que ellos para darle un cierre a la cuestión.
Es cierto que no quedaba mucho tiempo y Arturo, viejo lobo de mar, sabía que su socio no aguantaría una situación así. "A nuestra edad, la presión de tomar una decisión podía resultar determinante", meditaba.
El resto de los jubilados reunidos en la plaza tenía la vista atenta en ellos dos. Por eso, con toda la tranquilidad del mundo, Arturo interrumpió la explicación que intentaba su amigo y, mirándolo a los ojos para transmitirle su confianza, insistió:
- Hágame caso, Evaristo. Dele con todo a la rayada que yo después arrimo al bochín.
El partido de bochas parecía sentenciado.


lunes, 3 de octubre de 2011

La vuelta de Jacinto Poseidón Arrieta

La vida de un deportista profesional es un continuo ir y venir de buenos y malos momentos, sobre todo en el mundo futbolístico. Sólo unos pocos pueden vivir un éxito perenne.
Ese camino de gloria sempiterna sólo fue construido para que lo recorran aquellos tocados por la misteriosa y caprichosa “varita mágica” del destino: los cracks, genios, habilidosos, distintos y maestros de este popular deporte.
Por eso este periódico matutino se enaltece al dedicarle su crónica central a uno de esos iluminados. Un ídolo -con todo el esplendor de la palabra- que anunció su regreso a los estadios nacionales: Jacinto Poseidón Arrieta. O simplemente “Cachetazo”, como le pusieron sus pares adolescentes. Ese “arlequín endemoniado” que regalaba malabares con la redonda desde sus precoces 13 años, engalanando las divisionales inferiores en aquella recordada escuadra de Sportivo Central.
Y pensar que el siempre ingrato ambiente llegó a calificarlo de “perdido”, “abandonado” y “fiestero” cuando una que otra vez lo vieron salir de los burdeles de Rumania, a las 8 de la mañana. Creyeron que las cifras de su pase internacional lo habían desorientado. ¡Pero, Por Favor! Por qué no explicaron mejor que eran épocas difíciles en el Steaua de Bucarest y el sistema comunista no estaba preparado para albergar a una luminaria como Cachetazo. Pero como el Ave Fénix, tapándole la boca a todos, Jacinto hizo de tripas corazón y en unos pocos meses demostró que estaba más allá de lo terrenal. Se repuso de las calumnias y suspensiones para dar la gran sorpresa del mercado europeo de pases. En una transferencia histórica para la época, fichó por el Atromitos FC de Grecia y nuestro embajador de la pelota partió hacia la mitológica ciudad de Peristeri.
Desafortunadamente, la metrópoli griega aún no había evolucionado lo suficiente para cobijar tanta magia. Entonces, cuando muchos hacían fila para sepultarlo en el cementerio de los fracasos anunciados, llegó el merecido y justo reconocimiento. El poderossísimo fútbol italiano posó su selecta mirada sobre la fulgurante estrella para incorporarlo sin escalas en la Società Sportiva Scafatese Calcio, de la por entonces incipiente Divisione Girone C.
Así, el arribo al calcio de Jacinto Poseidón Arrieta representaba un importante quiebre en su carrera. Si bien a su llegada nomás estuvo parado 6 meses por un desafortunado tropezón mientras bajaba por la escalinata del avión de Alitalia, los cronistas deportivos recuerdan todavía hoy sus legendarios enfrentamientos con el mismíssimo Silvio Berlusconi.
Incomprensiblemente, el por entonces Presidente del imbatible Milán, ante los requerimientos de los periodistas del Giornale di Scafati (diario que cubría la campaña del Scafatese), se empecinaba en declarar que “no conocía a nadie llamado Jacinto Poseidón Arrieta”.
Imperdonable. Increíble. Una bravuconada más del ahora Primer Ministro Italiano. Un provocador con todas las letras que intentó llevar a Cachetazo al terreno de los ataques mediáticos. Afortunadamente, nuestro abanderado -conocedor de escándalos- jamás entró en ese juego perverso e indecente porque, entre otras cosas, no entendía ni una palabra de la lengua del Dante.
Cuestiones idiomáticas al margen, Cachetazo tuvo tardes apoteóticas con la casaca esmeralda del “Scafa” y la cittá tutta lo adoró, lo idolatró y hasta lo canonizó como “San Schiaffo”, patrono futbolístico de la ciudad.
Eran sábados conmovedores en el Stadio Comunale con los tifosi coreando su nombre desde la tribuna. Y nuestro compatriota, señores, hábil para interpretar los códigos tribuneros, devolvía ese cariño con de su rendimiento en el inmaculado terreno de juego: En esa primera campaña finalizó con cuatro goles en su haber. Una de tantas proezas que, sin dudas, repasaremos en futuras ediciones.
Pero hoy, queridos lectores, queremos agradecer a este “zurdo derrochador” que dejó el viejo continente -donde gozaba de grandes comodidades- para volver a la tierra que lo vio nacer. Seguramente, su llegada al club Claypole colmará de inacabables y pertinaces destellos de calidad a la Primera D Nacional.
 

lunes, 26 de septiembre de 2011

La tortuga de Esquilo



Como cada mañana, a las 6 en punto se encendió el radio-reloj-despertador. Esta vez sonaba de fondo la canción “nunca más”, de Disidentes. Qué irónico, pensó. Él deseaba con todo su corazón un “nunca más” para esa pesadilla que lo invadía cada noche, de manera persistente y endiablada, durante las últimas semanas.
Las imágenes eran perfectas, nítidas y escalofriantes, como sacadas de una película de Hitchcock. Un pasillo oscuro y gris que desembocaba en una sala pequeña y cuadrada. Un desvencijado ventilador de techo de madera giraba cansino. Tres o cuatro sillas desparramadas en los rincones. Flores, olor a humedad y un ataúd negro ocupando el centro de la escena. En su interior, él. Pálido, con aire de paz eterna en el rostro y una media sonrisa forzada seguramente por el tipo de la funeraria.
Luego, la más absoluta oscuridad que sólo se rompía por su agitada respiración al despertar, sobresaltado, en mitad de la noche.
Maldita la hora en que accedió a ese ridículo pedido de Paula. Para qué carajo quería él consultar a una vidente. “Dale, no seas aburrido. Vienen Martín y Lola, también. ¿O les digo que te da miedo?”, lo chicaneó ella. ¿Miedo, yo? ¡Por favor! Respondió él, sin pensarlo mucho.
Ahora era demasiado tarde. Todavía no entendía para qué mierda fue. Por boludo, nomás. Por hacerse el machito, el que no cree en esas cosas del destino.
Y así terminó aceptando la propuesta de Paula. Definitivamente un idiota con mayúsculas. ¡Qué necesidad tenía! Si incluso habría podido quedarse en la puerta, fumando. O esperándolos en el coche. Pero no, el muy valiente entró. ¡Y primero que todos!
Desde entonces, y como cada mañana desde ese putísimo día, se despertaba serio y pensando en la horrible pesadilla. Nada quedaba de aquella sonrisa ganadora con la que miró a Paula antes de entrar al departamento de Madame Labouche.
Las palabras de la vieja le rebotaban en la cabeza: “Veo todo oscuro en tu línea del futuro. Veo… tu final”, había sentenciado la muy hija de puta, mirándolo a los ojos. Sin compasión, ni anestesia ni nada. Y eso fue todo lo que habló con él.
- Si lo veía ¿para qué carajo me lo dijo? ¿Yo se lo pedí? ¡No! Pensé que me iba a decir las pelotudeces que dicen siempre en las películas: Veo dos mujeres en tu vida; vas a tener un cambio grande en el mediano plazo; alguien cercano te dará una buena noticia… ¡Esas son las cosas que tienen que decir los adivinos! -se gritaba frente al espejo, encerrado en el baño.
Como el horóscopo, sostenía él, cuestiones ambiguas que le caben a cualquiera y, fundamentalmente, que generen alegría y esperanza. Pero jamás la mala onda y desesperación que le transmitió esa vieja mal parida, con eso lo del “final oscuro en tu futuro”.
- ¡Me cago en Madame Larousse o como se llame! ¡Como si fuera poco, me cobró 200 pesos! ¡Para cagarme la vida, nomás! -se reprochaba también.
Habían pasado tres semanas de absoluta desazón. Semanas en las cuales iba a la oficina como un sobreviviente, con el alma absolutamente vacía. No prestaba atención. Todo se reducía a un solo y patético pensamiento: ¿Cuándo?
Porque el “cómo”, ya se lo había anunciado la vieja del turbante.
- Tratá de no manejar en la ruta, nene. En el campo, sobre todo, que se cruzan vacas o caballos -le aconsejó Madame Labouche, mientras él salía hecho una furia del cuarto, dando un portazo.
Al principio, aterrado, directamente dejó de usar el auto. Después, hasta le dio miedo caminar por la calle porque creía que algún coche accidentalmente podía subirse a la vereda y atropellarlo.
Luego, poco a poco, las escenas se fueron haciendo más complejas y ridículas a la vez, hasta que mandó todo a la mierda y volvió a usar el auto y dejó de prestar atención al asunto. Se cansó de intentar anticiparse. Solamente le molestaba esa pesadilla de mierda.
Por lo demás, hasta bromeaba con Paula sobre la situación, aunque su mujer lo retaba diciendo que no debía tomárselo en broma. Que a ella, Madame Labouche  le había pronosticado "un regalo para la cocina" justo antes que su mamá le comprara el microondas la semana pasada.
- Pero si te lo prometió para el casamiento hace tres años -le recordó él, más incrédulo todavía.
- ¡No seas así! ¡No te burles! O te pasará como al griego ese de las ovejas, que leí el otro día en una revista -lo increpó ella una mañana.
- ¿Qué decís, ahora? No me jodas más, que todo este quilombo fue por hacerte caso a vos y a las pavadas que se te ocurren por leer la Cosmopolitan!
- Si, vos culpame a mí, pero te digo que por lo menos estás avisado y podes ser precavido. No como al griego que, de la nada, lo atropelló una tortuga. No me sale el nombre pero ya me acordaré...
“Cartón lleno” pensó él y le regaló su mirada más burlona. Después de contenerse unas cuantas barbaridades, reflexionó, unió todas las pistas que le daba ella y le resumió la historia. Le costaba creer lo que había escuchado y, más aún, lo que iba a responder.
- ¿Estás hablando de Esquilo, vos? Seguro lo sacaste de otra revista de esas que tienen en la peluquería o te lo contaron mal. Es verdad que murió por una tortuga pero, como te imaginarás, no lo atropelló sino que lo golpeó en la cabeza. Y antes que preguntes, te aclaro que las tortugas no vuelan. Extrañamente, ocurrió que se le escapó al pájaro que la llevaba entre sus garras y justó cayó en la cabeza del pobre griego, como decís vos.
- ¿En serio? ¡Qué increíble! ¡Qué mala suerte tuvo ese muchacho! ¿Y vos te quejas por lo que te dijo Madame Labouche? ¿Te das cuenta? -repetía Paula, muy indignada ante los caprichos del destino.
Por lo menos, se consoló él, será bastante difícil que caiga una tortuga del cielo mientras manejo.