martes, 26 de abril de 2011

Una vieja foto


El otro día, revolviendo una de esas cajas polvorientas que aparecen de la nada olvidadas en algún armario, encontré una vieja foto de mi infancia. Debo tener unos 11 o 12 años, y estoy en el patio de mi casa, en un día radiante de sol. Seguramente en primavera, por el verde los arboles y el colorido de las flores del jardín del fondo.
No estoy solo. Estoy con mi papá. Los dos de pie. ¡Qué chiquito parezco a su lado!
Siempre escuché decir que teníamos los mismos gestos y actitudes, pero no me había dado cuenta hasta que observé esta foto. Ahora, más de 20 años después. 
Nuestros brazos caen con el mismo desgano al costado del cuerpo. Tenemos las piernas en igual posición, orientando el cuerpo hacia un costado. Y hasta la mirada seria hacia la cámara es similar.
También otro detalle me llamó la atención. Ambos llevamos botas de gamuza beige, pantalones marrón oscuro y chomba azul. Eso me hizo recordar que de pequeño siempre le pedía a mi mamá que me comprara la ropa que usaba mi papá y, cada día, intentaba vestirme lo más parecido a lo que él llevara.
Mi papá no era médico, ni jugador de fútbol. No era estrella de rock, ni actor famoso. Tampoco apagaba incendios ni perseguía delincuentes para encerrarlos. Ni siquiera usaba traje y corbata. No llevaba maletines o laptops. Apenas si terminó la escuela primaria.
Pero “el viejo” se levantaba a las 4 de la madrugada, cuando todavía era demasiado temprano hasta para las primeras luces del amanecer. Se tomaba unos mates amargos y después se subía a la camioneta para salir a hacer el  reparto.
Tampoco manejaba un auto de lujo, ni una doble tracción. No usaba reloj de oro ni tenía un teléfono móvil con mp3. Probablemente, tampoco hubiera sabido usarlo.
Sin embargo, yo me vestía como él. Hasta lo ayudaba algunas tardes a bajar o subir canastos de productos, solamente por el hecho de caminar a su lado e imitarle el andar…
Porque yo lo admiraba naturalmente. Desde la simple inocencia de la niñez. Con ojos pequeños y expectativas enormes. Como se admira a un padre. Como se quiere a un padre. Incondicionalmente. 

martes, 19 de abril de 2011

Desde la ventana


Esta mañana, tempranito, estaba mirando por la ventana y te vi pasar. Ibas apurada, como siempre, con la carpeta entre los brazos, tu cabello largo atado en una trenza, el guardapolvo bien encima de las rodillas y las medias azules caídas. Seguramente llegabas tarde a clase, otra vez.
Te juro que me puse muy nervioso cuando te vi. Como siempre, en realidad. Casi tanto, incluso, como la primera vez. ¿Te acordás? Vos eras nueva en el pueblo y justo, pero justo, caíste en la casa de al lado. ¡Qué suerte tuve! Esa semana, aún no sé cómo ni por qué, volvimos juntos del colegio todos los días.
Yo no lo podía creer, obviamente. Te veías tan linda. Tampoco dejé de asombrarme cuando meses más tarde te dije que me gustabas y vos, tan segura de todo, me estampaste un beso en la boca. ¡Creo que estuve tartamudeando una o dos horas después de eso! Es que había sido el primero para mí, ¿entendés? 
Nunca me animé a preguntarte si también lo fue para vos. Ojalá.
Y hoy, cuando te vi pasar nuevamente, me apuré para salir a la calle y alcanzarte, como hacía cada mañana de camino a la escuela. Aunque ahora ya no tenés carpetas entre tus brazos.
La mujer que pasó esta mañana por delante de mi ventana, terminó el colegio hace 30 años y yo, todavía, no consigo olvidarla.


miércoles, 13 de abril de 2011

Entre recuerdos grises y el amor más grande del mundo

El único recuerdo vivo que mantengo de mi infancia en Italia, a principios de los años ´40, es la casa de mis abuelos en aquel pueblito ondulado, al pie de los Alpes. Yo tendría unos 6 o 7 años la última vez que visité aquella casita de piedra y madera que, para mí, era el mejor lugar en el mundo.
Por supuesto, no era gran cosa en realidad. Nada lo era en aquellos tiempos, salvo los palacios o edificios del gobierno. Pero el aroma permanente a la comida que preparaba la abuela y los juguetes tallados en madera que me regalaba el abuelo, eran todo lo que necesitaba para ser feliz. Eran como la vida misma, simples y hechos con esfuerzo y amor. Estar con ellos, era como un oasis en aquella infancia que recuerdo, en general, llena de momentos grises, fríos y sacudidos por la pobreza y la guerra.
Fueron tiempos difíciles de vivir y también de olvidar. Pero, por suerte, la imagen de esos instantes en casa de los abuelos me ayudó a borrar tanta desesperación, crudeza y abandono.
En mi memoria sólo perduran unos pocos episodios dramáticos aislados, de los más significantes. Como la primera bomba que cayó sobre nuestro pueblo.
Mi padre gritaba desquiciado lanzando insultos al aire, mientras nos levantaba a mi hermana y a mí para reunirnos con mamá en un rincón del salón. Sus palabras sonaban vacías, como cuando uno putea descreído de todo, sacudiendo la cabeza lentamente. Lo recuerdo mirándome fijamente a los ojos mientras abrazada fuerte a Francesca y a mamá, como si intentara que no escuchen las explosiones.
En medio de los gritos que llegaban desde la calle y los estruendos que caían desde el cielo, se esforzó por sonreírme para que yo no tenga miedo. Pero, duro y tosco como era, no pudo contener unas pocas lágrimas que se le escaparon por el vértice de sus ojos. Esa fue la única vez que vi llorar a mi padre. Y también, el último momento que pasamos en casa.
Cuando se detuvieron los ataques, mamá y papá juntaron algunas cosas y nos fuimos a lo de los abuelos, en una zona más alejada del caserío. Tal vez, en su inocente ignorancia, mi padre creyó que así nos escapábamos de la guerra. Y algo parecido habrá pensado unos años más tarde cuando, con la guerra aún sacudiéndonos las tripas, nos subió a un barco con destino a una tierra del sur, muy alejada de la casa de mis queridos abuelos. Mi madre lloró todas las noches del trayecto por mar y lo hizo también a escondidas, en el baño de la pensión que ocupamos en La Boca. Francesca y yo supimos que algo había cambiado para siempre y no quisimos molestar a mamá preguntándole por papá y los abuelos.
Todavía hoy, setenta años después, al caminar sin apuro por los tranquilos senderos de las sierras cordobesas, espero toparme con una casita de piedra y madera desde donde llegue ese aroma a comida casera que mi abuela preparaba con el amor más grande del mundo.

miércoles, 6 de abril de 2011

OPERACIÓN “GAROTO NOVO”: Otra misión del Agente Beltrán (6) - EL FINAL


(Seis) 
EL FINAL 

Luego de que su mujer lo amenazara con dejarlo por enésima vez, Beltrán no salió de su oficina durante dos días, envuelto en pensamientos non sanctos respecto al futuro de su esposa y, principalmente, desesperado por encontrar una solución al pedido del Presidente. Durmió en el sillón y comió los restos que encontraba desparramados en los escritorios de sus subalternos.
Preocupados por la situación de su jefe, pero también por la propia, el Chúcaro y Cristóbal irrumpieron en la oficina con una sonrisa de oreja a oreja. Habían pasado las últimas horas pergeñando un plan que pudiera dar el resultado esperado y, después de unas cuantas rondas de mate, por fin tenían algo para proponerle a su jefe supremo.  
Beltrán, con ambas manos sosteniéndose la cabeza, ni los miró cuando entraron y, al no recibir acuse, los dos agentes tartamudearon al comenzar a hablar frente al escritorio. Lo hicieron con la mayor delicadeza posible. Después de las últimas macanas que se habían mandado, el horno no estaba para bollos.
- Disculpe, Jefe, con el Cristóbal estuvimos dándole vueltas al asunto éste del empresario ¿vio? Y ya que a la fuerza descubrimos que el tipo no es homosexual sino metrosexual, buscamos en internet qué quiere decir eso y se nos ocurrió una idea.
Beltrán seguía inmerso en sus tribulaciones. O prefería no escuchar a sus discípulos conocedor del quilombo en que lo meterían. Pero ante el silencio, sus muchachos continuaron.
- Parece ser que un metrosexual es un tipo que le gusta ponerse cremitas, se hace las manos y los pies en la peluquería y se la pasa en el gimnasio haciendo muchas mariconadas como yoga o stretching. No nos pregunte qué carajo es eso porque aún no lo averiguamos, pero la idea sería aprovechar esas cosas raras que hace el tipo. Por ejemplo, pensamos que Cristóbal puede hacerse pasar por un Personal Trainer y sacarlo a correr por Palermo, donde nosotros podemos levantarlo con la camioneta y después lo torturamos hasta sacarle la información que queremos. O, si no, yo puedo pedirle a mi prima Bety que es vendedora de Avón que me preste algunas cremas, voy de visita a lo del tipo y cuando me abra para ver las cremitas, lo agarro del pescuezo y me lo llevo para algún “aguantadero” para darle sin parar hasta que…
El chúcaro suspendió su apasionado relato en cuanto detecto que la cabeza de Beltrán amagaba nomás a levantarse. Lentamente, el Jefe se incorporó en su silla y, de repente, golpeó el escritorio con ambos puños de una manera tal que el resto de los agentes en el piso se quedó mirando hacia la oficina de Beltrán.
- ¿¡Ustedes son o se hacen!? - preguntó retóricamente el Jefe- ¿O a lo mejor quieren que nos peguen un boleo en el culo a todos y terminemos laburando de "seguratas" en alguna bailanta de Adrogué?
- Pero Jefe… - intentó suavizar Cristóbal.
- ¡Pero nada! Después de la cagada que nos mandamos, no podemos acercarnos ni a cinco kilómetros de ese tipo. ¡Hay que pensar en otra cosa, inútiles! Y tenemos que hacerlo en pocas horas.
El panorama pintaba catastrófico para la oficina de Dirección de Espionaje Internacional. Los consecutivos fracasos hicieron mella en sus miembros y, sobre todo, se habían convertido en el grupo más ridículo de la Agencia (aunque para muchos, ya lo eran).
Ninguna idea parecía posible y los tres agentes nunca se habían visto tan exigidos durante sus labores. Un extraño aire de abatimiento se percibía en la oficina del Director de Espionaje Internacional. En el ambiente se respiraba resignación y los tres agentes se dejaron caer en los sillones esperando que algún milagro los saque de semejante debacle.
Afuera del edificio de la Agencia la noche ya había cubierto a la ciudad con su manto cómplice. La oscuridad que se percibía por la ventana anticipaba el desenlace de la misión “Garoto Novo”. Del otro lado de la plaza, pensaba Beltrán, el Presidente estaría intranquilo por la falta de resultados y, de un momento a otro lo llamaría para pedirle las explicaciones correspondientes y tomar medidas extremas. O sea, ponerlo de patitas en la calle junto con el resto de su equipo por incompetentes. ¿En qué habría estado pensando el Presidente cuando decidió poner a Beltrán al frente de la operación? Seguramente quien más disfrutaría la situación y se haría un espectáculo con el desenlace, sería Álzaga Quintana. A Beltrán otra vez se le cruzó por la cabeza ese sueño recurrente en que le vacía a su jefe el cargador completo de su Astra 44 Remington Magnum.
Quizás, ésta era la ocasión que estaba esperando para concretarlo.
Cuando los malos pensamientos se sucedían uno tras otro en su mente y parecía que nada podía complicar más la noche, su peor pesadilla se materializó ante sus ojos. La escuálida figura de Álzaga Quintana atravesó la puerta de vidrio del cuarto piso. Decidido y elegante, iba directo hacia la oficina de Beltrán. En su media sonrisa se adivinaba una macabra y desafiante mueca de superioridad.
El agente Mario Beltrán supo que sus horas estaban contadas y su reacción debe haberlo delatado porque los otros dos agentes giraron temerosos las cabezas hacia la puerta esperando encontrarse con la muerte misma. Cuando vieron la estampa de U.N.O. prolijamente vestida en un traje italiano, se apuraron por levantarse del sillón y abandonar la habitación. Pronto sería un campo de batalla, intuyeron.
Beltrán intentó detenerlos pero era demasiado tarde. Masticó una buena puteada, se dejó caer sobre el respaldo de la butaca y se dispuso a escuchar las malas nuevas que traía el mandamás.
“La suerte estaba echada”, pensó. “Y es mi culpa por confiar en esta manga de incapaces”. Reflexiones como esta venían a su cabeza en el momento en que el Director de la SIA atravesó la puerta.
- ¿Y, Beltrán, encontró alguna solución o esta vez su fracaso será comprobado por el mismísimo Presidente de la Nación? Personalmente, mi estimado Archivaldo, creo que su carrera en la Agencia llegó al final que todos esperábamos. Si le interesa, mi primo tiene una empresa de seguridad para Shoppings y podría recomendarlo a usted, si quiere…
Álzaga Quintana disfrutaba el momento como le había ocurrido pocas veces en su vida. Observar la impotencia en la cara de Beltrán, el odio contenido, le daba un plus a la situación que seguramente nada podría superar en el futuro.
Pero, justo en el preciso momento en que el Director se disponía a rematar su faena con alguna otra frase hiriente, el teléfono celular personal de Beltrán comenzó a sonar repetidamente. “Lo salvó la campana, por ahora”, se dijo Álzaga mientras ensayaba un leve movimiento de cabeza.
- Atienda tranquilo, m´ hijo. Después paso para terminar nuestra… Conversación - agregó el viejo, más agrandado que galleta en el agua.
Beltrán vio la llamada como un nuevo golpe a su agonía y pensó lo peor: Otra llamada de su esposa.
Sin embargo, y aunque se tranquilizó al ver que el número en la pantalla era privado, atendió con algo de resignación. Del otro lado de la línea, una voz poco familiar -aunque esperada- le sacudió los últimos restos de miedo que le quedaban en el cuerpo:
- ¿En qué fase de la operación estamos, Beltrán? - la persona que lo llamó no necesitaba mayor presentación.
- Señor Presidente, que sorpresa… - titubeó el agente y observó como Álzaga Quintana se alejaba hacia el pasillo con una sonrisa en la boca, intuyendo el adiós de Beltrán- En estos momentos… Esteee… Digamos que ahora, justo yo… Mire, si todo sale bien, estamos a escasos instantes de…
El agente se entregó sin expectativas a una respuesta imprecisa para ganar algo de tiempo, aunque supo que no le quedaban cartas en la manga y no tenía sentido demorar la ejecución. 
- ¡Ah! Perfecto. Escúcheme, Beltrán, detenga todo. Hemos llegado a un acuerdo con el empresario que al final sólo buscaba un poco de reconocimiento y notoriedad, lo cual sabremos darle a cambio de su fórmula secreta. Así que suspenda nomás el operativo. ¿Está claro? Después lo llamará el Ministro para mandarle una medalla o algo así.
El Director de Espionaje Internacional no salía de su asombro y tuvo que disimular la euforia cuando se animó a preguntar con prudencia más detalles sobre el asunto.
- Después de arduas negociaciones alcanzamos un acuerdo favorable para ambas partes -completó el Presidente-. El tipo nos dará la fórmula en exclusiva y, a cambio, llamaremos con su apellido a la Av. Costanera y renombraremos al Río de La Plata como “Río Dulce de Leche” que, si me apura, combina mucho más con el color de sus aguas. ¡Un golazo, Beltrán! Así que relájese, aquí no ha pasado nada.
La llamada terminó tan imprevistamente como había comenzado. Beltrán, que pasó del caos total a la gloria más impensada en escasos segundos, recuperó el normal ritmo cardíaco y se dejó caer en su mullido sillón negro.
Después giró para quedar frente al amplio ventanal que daba a la plaza, se llevó ambas manos a la nuca y entrecruzó los dedos. Fiel a su estilo obsecuente, Beltrán obedeció la orden del Presidente al pie de la letra y se relajó.
Increíblemente, la operación “Garoto Novo” había sido un éxito, a pesar suyo y del fracaso de sus hombres. 
FIN