domingo, 20 de septiembre de 2009

Domingo



Cuántos libros, párrafos, palabras y letras podrían gastarse para describir la sensación de tristeza que nos invade en una tarde cualquiera de domingo.
Cada uno siente y vive de manera diferente esta amarga procesión pero todos, en algún instante, se dejan alcanzar por una profunda angustia. Y las causas pueden ser tan diversas y personales como seres humanos existen en el planeta.
Termina el descanso del obrero; el padre deja a sus hijos en la casa de su ex esposa; una adolescente prepara la ropa que se pondrá a la mañana siguiente para ir a la facultad; desde la ventana de su cuarto el anciano observa a su familia alejarse del asilo...
Todos diferentes entre sí, pero unidos por un esperanzado deseo: Retrasar al máximo el crepúsculo opaco del domingo y evitar el cansino amanecer del día siguiente.
Pero también existen almas que no conocen la diferencia entre un martes y un domingo porque para ellos todos los días son iguales. La vida no les mostró el encanto de un ruidoso almuerzo familiar o un paseo por las soleadas plazas de la ciudad.
Para ellos, a veces, el día se confunde con la noche y el descanso no es más que una palabra muy utilizada por otras personas. 
Sea como sea, inevitablemente, mañana será lunes.


martes, 15 de septiembre de 2009

Malos augurios

El timbre del teléfono sonó 16 veces antes de que, sin respuesta del otro lado, una operadora automática diera por finalizada la comunicación. Era demasiado tarde quizás. Envuelto en ira y dominado por la frustración del silencio, estrelló el auricular contra el aparato. Un trozo de pared, viejo y descascarado, cayó sobre sus pies.
Sin pensarlo, dio la vuelta directo hacia la calle pero al pasar frente a la barra dejó un billete de 50 junto al vaso de whisky, aún por la mitad: “Por los daños al aparato”, dijo. No deseaba que el barman sacara un garrote de abajo de la barra y se lo partiera en la cabeza por hacerse el desquiciado en su bar y contra su teléfono público. No era la idea. 
Una espesa neblina dominaba la noche. A esa hora, en las calles no quedaba mucha gente y las pocas pálidas luces de la ciudad no alcanzaban para disimular otra madrugada triste, solitaria y ¿final?
También iba a resultar difícil encontrar un taxi, así que levantó el cuello de la campera y echó a andar hacia el hotel.
El revólver seguía en su cintura algo nervioso, pero cuando llevó la mano al bolsillo del pantalón, sus peores pensamientos se volvieron realidad: “Malditos cigarros, buen momento para acabarse”, pensó.