lunes, 30 de enero de 2012

Luces de Neón


Mientras pasaba disimuladamente la mano derecha por su costado, experimentó por primera vez la sensación de vacío que provoca no llevar un arma. Nunca antes se sintió tan desprotegido. Siquiera portaba su pequeña Bersa calibre 22 en el tobillo.
Esa noche, la ciudad y sus calles se presentaban desbordadas de rostros confundidos. Él miró al cielo, donde buscó esa extraña oscuridad sin estrellas para convertirla en su cómplice entre las sombras.
Había algunas construcciones grises alrededor en los cuales rebotaban los faros de los autos que circulaban a esa hora. Era tarde y no podía dejar de sentirse algo abandonado. Unos deseos poco frecuentes de salir corriendo y dejarlo todo aumentaban a cada paso hasta que, finalmente, se detuvo frente al 547 de la Avenida.
Descubrió un edificio bajo y sombrío, decorado con algo de bronce, que le daba la bienvenida. Una voz gruesa respondió en el portero eléctrico.
- ¿Quién es?
- Estoy buscando a Roldán. Vengo por el asunto de Mario -respondió con su voz más segura-.
Del otro lado, absoluto silencio. Pasaron unos minutos hasta que se abrió la puerta. Ya no había vuelta atrás.
El hall estaba poco iluminado y solamente uno de los dos ascensores funcionaba. Sin embargo, optó por la escalera para llegar hasta el 4º piso. 
Se asomó con desconfianza espiando a los costados. Una esquelética lamparita en el pasillo lo hizo dudar aún más. Todo estaba demasiado tranquilo y tanta penumbra no era  buena señal. Volvió a pasar la mano por su costado, otra vez sintió el aterrador vacío. Necesitaba su revólver, pero  sabía   que lo iban a registrar.
La puerta se abrió antes que llegara hasta ella. Un rostro duro, sin forma y con alguna cicatriz, le hizo un gesto para que entre. Antes, giró su cabeza a ambos lados buscando algún testigo inoportuno.
Roldán estaba sentado frente a un viejo escritorio de madera, delante de una biblioteca escasa de libros. Vestía traje gris con delgadas rayas negras, una corbata al tono y dos gemelos que brillaban sobres sus gruesas manos entrecruzadas. A juzgar por la fachada del edificio, la habitación aparecía más grande y lujosa de lo que se podía suponer.
El Gorila cerró la puerta y se ubicó rápidamente detrás de su jefe. Desde ahí, con una penetrante mirada, escudriñó al visitante hasta obtener un veredicto: No había nada que temer.
El recién llegado, en cambio, caminó temeroso hasta ubicarse frente al escritorio. La débil luz del cuarto, que funcionaba como oficina, alcanzaba apenas para observar algún movimiento no deseado, de una parte o de la otra.
Por fin, la voz ronca de Roldán irrumpió en la tensa atmósfera.
- ¿Cumpliste tu parte? -preguntó.
Había dos ventanas que daban a la calle. Una tenía la cortina cerrada, pero la otra dejaba entrar las coloridas luces de los carteles de neón que adornaban la avenida. Un reflejo rojo, intermitente, daba justo sobre la cara de Roldán.
- Mario no lo molestará más -respondió, a la vez que  apartaba una silla para sentarse.
- ¿Cómo puedo estar seguro de eso?
No encontró una respuesta inmediata, así que intentó demorar sus palabras. Sin embargo, un imperceptible movimiento de cabeza del patrón hizo que el Gorila mostrara su revólver.
Entonces se dejó caer sobre el respaldo de la silla y metió lentamente la mano en el interior del saco para buscar un paquete de cigarros, con el sólo propósito de alterar la fingida tranquilidad del matón. Pudo percibir que él no era el único nervioso en la habitación.
Tranquilo -ordenó Roldán sin mirar a su guardaespaldas-. No puede ser tan estúpido como para sacar un arma aquí.
Y tenía razón. Además, para qué lo haría.
- Solamente quiero un cigarrillo. No se pongan tensos, muchachos, ni siquiera voy armado -agregó con sarcasmo y dejó que una media sonrisa se dibujara en su cara.
Pero Roldán pronto se cansó de los juegos. Hizo otro movimiento de cabeza y su ayudante se paró junto a la silla del visitante, apoyándole una de sus pesadas manos en el hombro.
- Bien -retomó el jefe-. Asumo que cumplió con su trabajo y que no hay rencores, ¿verdad?
Tenía que pensar rápido aunque no veía forma de demorar la situación. Necesitaba tiempo así que permaneció en silencio, dando una interminable pitada al cigarrillo.
En esos segundos, Roldán se levantó y caminó hasta pararse delante del escritorio, en la esquina opuesta a su Gorila. Inclinó el cuerpo hacia delante acomodando su horrible rostro frente al visitante:
- ¿Sin rencores? -insistió tajante-.
Detrás de Roldán seguían mezclándose las luces de colores que llegaban desde la calle. Ahora eran otros carteles los que salpicaban su figura, con tonos verdes y azules.
De repente, un ruido a cristales rotos estalló en la habitación, seguido por un apagado gemido. El cuerpo del Gorila se desplomó en el piso. Roldán no alcanzó siquiera a reaccionar. Atónito, sintió miedo por primera vez en mucho tiempo. Su mirada lo delataba.
El otro se inclinó y tomó el revólver del Gorila.
- Quédese quieto, Roldán -dijo apuntándole a la cabeza.
La escena había cambiado por completo. Ahora, el prolijo mafioso no hallaba palabras para demorar lo inevitable.
- Le dije que Mario no lo molestaría más y voy a cumplir mi promesa. Pero él no es quien va a desaparecer.
Siguieron unos pocos segundos de confusión. Roldán mantenía sus brazos en alto, pero su adversario dejó caer el arma y miró directamente a la ventana. El anfitrión, desorientado, también giró la cabeza hacia allí y la devolvió hacia el cuarto con el rostro desencajado. En su boca apareció una mueca resignada de comprensión.
En el silencio más intenso de la noche, otro estallido de vidrios cubrió el sonido de una incipiente frase que no alcanzó a salir de la boca. Un segundo cuerpo se derrumbó. La costosa camisa celeste se empapó de sangre y un rojo persistente cubrió el pecho de Roldán.
El visitante recogió la pistola del suelo para limpiar sus  huellas con un pañuelo. Luego se dirigió a la ventana e hizo un gesto de aprobación. Desde el edifico de enfrente, una linterna parpadeó dos veces. Recién entonces cerró la cortina y dejó la habitación.
El pasillo seguía en penumbras.
Cuando salió a la calle, el aire caliente y húmedo de la madrugada le dio de lleno en la cara. Nuevamente pasó la mano por el lado izquierdo, aunque no le había hecho falta todavía extrañaba su arma.
Un automóvil se detuvo en la calle. Mario se encontraba al volante y, sonriendo, le estiró por la ventanilla el añorado revólver a su hermano.


lunes, 23 de enero de 2012

Azucena y Gladys


María Concepción Álvarez, tal su verdadero nombre, se hacía llamar Gladys en honor a su abuela materna quien, de pequeña, había tenido la misma “afición” que ella. Esa vocación, compartida por abuela y nieta, se remontaba hasta la época de la Magdalena.
Gladys, María Concepción, se había hecho amiga de Azucena seis o siete años atrás, cuando Rubén la llevó a vivir a la barriada. Un caserío nuevo que se formó al costado de las vías, cerca de la Estación de Retiro.
Primero se cruzaban en la callecitas de la villa o se veían en el almacén y se saludaban por compromiso. Pero poco a poco empezaron a charlar y se hicieron buenas amigas. Muy cercanas, las mejores amigas.
Tan unidas eran que Mario, el marido de Azucena, se había enojado mucho por esa nueva amistad y, cada vez más seguido, se lo reprochaba sin pelos en la lengua a su esposa: "No puedo soportar que la mujer con la que me casé se la pase todo el tiempo con una atorranta”.
Así la nombraba todo el tiempo. “La atorranta esa”. “La atorranta de acá, la atorranta de allá”. 
Cada vez las discusiones por este tema se acercaban más a la violencia física.
Lo cierto es que Mario, por lo menos, no mentía. Toda la villa sabía lo que Gladys hacía por las noches. Pero a Azucena, la profesión de su amiga nunca le importó y, seguramente por eso, jamás soportó el modo con que Mario calificaba a su amiga.
Mejor dicho, cuando él arrancaba con el cuentito ese sobre Gladys, ella lo paraba en seco. Sabía muy bien cómo frenar a su marido. Le daba donde más le dolía: En el orgullo masculino.
- Será puta y lo que vos quieras, pero por lo menos gana plata para mantenerse. No como vos, que ni un trabajo te dura. O te olvidas que ni de chorizo pudiste conseguir guita.
Así era la Azu, puro carácter. Una bomba de tiempo a punto de explotar en cada pelea. Y si Mario se reviraba, la mujer cazaba lo que tuviera a mano y se acababa la discusión ahí nomás. No era tonta. Siempre discutía cerca de la cocina para tener a mano un cuchillo, si era preciso. Pero si no, con unos cuantos gritos terminaba la cuestión. Entonces, Mario salía furioso de la casa rumbo al bar para pasar el tiempo con sus amigos y, de paso, bajar la bronca con unos vinos. “Un día de estos la fajo o me mando a mudar y se acabó el problema”, se consolaba de camino al boliche.
Pero antes que eso ocurra, primero se cansó la mujer.
Una tarde, después de un trifulca fuerte entre el matrimonio, Azucena salió disparada para la casa de su íntima amiga. Estaba descontrolada, deshecha y bañada en llanto.
Gladys, en cambio, le abrió la puerta con tranquilidad. Estaba fumando. Ninguna de las dos tuvo que decir una palabra. Solamente se cruzaron miradas de comprensión hasta que estuvieron sentadas en el sofá. Una seguía llorando y la otra dejaba escapar el humo, con cara de preocupación, pero con un gesto ausente en la mirada.
Un rato más tarde, cuando Azucena terminó de relatar lo sucedido y se calmó a medias, dejó que su amiga la envuelva en un abrazo y se quedó así durante un buen rato, en silencio.
Después se secó las lágrimas y se dejó llevar por una rebelde curiosidad. Le arrebató el cigarrito a Gladys de los labios y le pegó unas cuantas pitadas. “Cuidado que este no es como los de siempre”, alcanzó a decir la otra.
Al ratito nomás, la habitación le pareció más grande, como en una perspectiva inclinada a la derecha. Sintió que se caía del sillón y veía la risa de su amiga como en cámara lenta. Gladys le hablaba, si, pero el sonido de la voz sonaba lejano, como un eco que golpeaba desde el exterior de la casa y rebotaba hasta la cabeza de Azucena.
Inspiró largo de nuevo y dejó escapar otro delgado hilo de humo. Sintió como si de su boca salieran los últimos restos de una mujer infeliz, casada con un vago ingrato que no la merecía.
Al caer la noche, Azucena volvió a su casa. Antes de cerrar la puerta con llave, miró desconfiada en la cocina y el comedor. Todo estaba oscuro y en tranquilo. Como cada sábado, los chicos habían ido a la casa de los abuelos, en San Justo. Mientras que Mario, pensó, estaría borracho con los atorrantes de sus amigos.
El olor a encierro la invadió y la sacudió para arrebatarle de un tirón los últimos restos del placentero aroma a marihuana. Lentamente cruzó el ambiente y al pasar junto al sillón, se asustó. No lo había visto desde la puerta, pero allí estaba su marido recostado, con la camisa desprendida, dormido con la radio portátil apoyada en la barriga, un brazo caído en el piso y el otro sosteniendo una lata vacía de cerveza.
Azucena se paralizó. Lo miró unos segundos y sintió ganas de pegarle, gritarle, decirle muchas barbaridades. Hasta tuvo ganas de matarlo. Pero se contuvo. “Para qué meterme en quilombos por este hijo de puta”, se preguntó.
De pronto, su marido abrió los ojos.
- ¿Qué haces ahí? ¿No hiciste la comida todavía? –protestó el hombre.
Azucena tenía la mirada perdida en algún lugar de la habitación y parecía tambalearse suavemente hacia los costados, rebotando contra la nada.
- ¿Che? ¿No hablas ahora? –insistió él, completamente borracho.
A ella las palabras le sonaban tan lejanas como antes habían sido las de Gladys. Aunque en esta oportunidad, el sonido de la voz de Mario le molestaba horriblemente.
- Dale inútil, andá y hace algo rápido de morfar, querés. No molestes acá -el enorme cuerpo giró sobre sí mismo y se acomodó otra vez en el sofá.
Azucena no lo pensó más. Salió corriendo para la pieza, sacó algo de ropa del armario y cinco minutos después estaba de camino, otra vez, hacia la casa de Gladys.
- ¿Qué hacés con eso? -se sorprendió la dueña de casa cuando vio a su amiga con el bolso.
- Me dijo que me no lo moleste y me vine para acá. ¡Tuve miedo Gladys! Creí que agarraba un cuchillo y lo mataba ahí mismo.
- ¡Ay, nena! No seas exagerada, queres. Me parece que el fasito te pegó mal a vos.
- No me siento bien, es cierto... -dijo Azucena antes de caer en los brazos de Gladys, que la sostuvo como pudo y la llevó a su habitación.
Un rato después le trajo un vaso con agua. Azucena no estaba desquiciada, aunque era obvio que necesitaba descansar. Por eso Gladys le alcanzó un frasco con pastillas y se apuró a decir:
- Podes tomártelas todas y ya sabes lo que pasa. O podes ponerte una minifalda, pintarte un poco y venirte esta noche a la calle conmigo.


lunes, 16 de enero de 2012

Reflexiones de un caminante ansioso por las veredas de Buenos Aires


Ante todo debo aclarar que soy un tipo apurado, atropellado… Impaciente, diría. Y por eso me desespera clínicamente caminar un día de semana por el centro de la ciudad, con sus calles desbordadas de autos y sus vereditas ultra-hiper-angostísimas repletas de seres humanos.
Imagínese, comprensivo lector, para alguien apurado e impaciente lo que significan estas cuestiones. Un verdadero Vía Crucis. Cada paso es un desafío y cada persona, un nuevo escollo.
¡El comportamiento de la gente es insólito! 
Por ejemplo, están aquellos que circulan por el medio de la vereda, como si fuera la alfombra roja de los premios Oscar. ¡Les falta saludar y sonreír para las fotos de los paparazzi!
También están los que, un martes a las 14.45 horas por Florida y Sarmiento, van mirando vidrieras como si pasearan por Vía del Corso en Roma. 
Después, tenés esos que salen en grupo. Y digo esto considerando que dos personas a la par ya te cubren el ancho completo de la vereda. El otro día, sin ir más lejos,  me sucedió esto y no tuve más remedio que bajar un pie a la calle para pasar a dos "almitas distraídas" que tenía delante y que, sin dudas, deseaban demorar el regreso a cualquier sitio. Pero no alcancé a depositar la planta completa del pie cuando empecé a escuchar el delicado sonido de las bocinas de un colectivo, las puteadas de un taxista y los gritos de un “motoquero” que venía pegadito al cordón. 
¡El susto que me pegué! ¿Y creen que los dos que tenía adelante se inmutaron? Me los tuve que "fumar" así toda la cuadra para no poner en peligro mi integridad física de nuevo.
Y cuando creí que ya había pasado lo peor, comprobé que estaba equivocadísimo. 
Doblé la esquina y, de frente, me encontré con uno que gesticulaba con los brazos como si estuviera estacionando un avión en el aeropuerto. Pero solamente estaba hablando por su teléfono móvil. ¿Por dónde paso, pensé? 
El hombre iba y venía desde la puerta del banco hasta el borde de la vereda en milésimas de segundos. Parecía uno de esos programas de juegos donde tenés que escabullirte  entre dos rodillos gigantes de goma espuma. 
Pero lo pasé. Y a los pocos metros, centímetros en realidad, me topé con una mujer que venía por el mismo lado, en sentido contrario. Situación altamente conocida que aparece incluso en las películas románticas: Yo me muevo a un lado y ella va para el mismo. Nos frenamos de nuevo y sonreímos con cara de idiotas. Muevo para el otro lado y ella igual. Si hubiera sido una de Hollywood, nos besábamos en ese momento, pero como era en Buenos Aires, a la hora pico, la mujer suspendió la sonrisa cordial y con cara de “somos grandes ya”, me hizo a un lado con el brazo y siguió su camino. “¡Es de las mías!”, sospeché: Apurada. Y me gustó su actitud, aunque el beso hubiera estado mejor.
En fin. Cuestión que seguí camino. O lo intenté, porque entonces descubrí una adorable ancianita que, con suerte, saldría de cobrar su jubilación.
Estos son los casos más complicados porque se presenta un debate interno ético-moral insalvable. Por un lado, mi apuro habitual y, por otro, la ternura y comprensión que despierta cualquier abuela. Debo reconocer que aún no lo tengo muy resuelto, pero quería mencionarlo de todas maneras. 
Aunque recuerdo cierta ocasión en que intenté acercarme a una "señora mayor" para pasarla y, repleta de gente como estaba la vereda, rocé sin querer su brazo con el mío. 
¡Uh! ¡La que se armó!
La mujer empezó a gritar como loca pensando que le quería robar el bolso y, sin más culpabilidad que la de ser apurado, terminé enseñando documentos y convenciendo a un policía durante 45 minutos de que sólo había chocado a la mujer por accidente.
Y vayan a suplicarles a todos los santos para que estas catástrofes no te ocurran un día de lluvia. Ahí sí que preferís morir lentamente escuchando canciones de Arjona
Obviamente, yo salgo sin paraguas para ir más rápido zigzagueando por debajo de los techos, marquesinas y toldos... Pero, por desgracia, terminas frenando a cada paso porque la gente va con paraguas abiertos, por debajo de los mismos techos, marquesinas y toldos... 
¡Explíquenme, por favor, para qué cargan esas sombrillas abiertas si caminan por debajo del techo!
En todo caso, mejor tomarlo con calma porque si no además de ponerte de mal humor, seguro te enganchas la ropa, el pelo o hasta un ojo con uno de esos paraguas de mierda…
¡Paraguas que lleva algún boludo que camina lo más lento que puede!


lunes, 9 de enero de 2012

La posición tarántula


A los Ales.
Por ese delirio tan lindo
de las charlas entre amigos


El otro día, el tercer martes del mes como ocurre desde hace muchos años, Andrés se juntó a cenar con sus amigos. La  tradición asegura el encuentro en la terraza de la casa de Santi, el único que sabe preparar un asado como Dios manda: Con condimentos y detalles secretos que guarda con recelo y que le daban un resultado inmejorable al final de la velada.
El Gordo, en cambio, se encarga de la picada previa y, por eso, es el primero en llegar y esperar al resto debidamente: Vermú con limón y soda acompañado de un buen salamín picado fino, quesos varios, aceitunas y algunas papitas como para calentar el buche hasta que la carne llegue a su punto exacto.
Esa noche el clima acompañaba con una noche estrellada, una temperatura que no parecía de otoño sino de las más cálidas primaveras y los tres -Andrés, Santi y el Gordo- estaban disfrutando de lo lindo, entre risas y fiambres, con un chiste de loros que contaba desaforado el dueño de casa.
Y así transitaba la noche hasta que, apurado y con la respiración agitada, arribó el último comensal. Willy subió la escalera y atravesó la puerta de la terraza como si le fuera la vida en ello. Estaba emocionado, se le notaba. Cuando finalmente se encontró frente a sus amigos, sin saludar siquiera, anunció que tenía una noticia tremenda, de esas que los dejaría perplejos. 
“Se casa”, arriesgó Santi, un romántico empedernido. “Abandona la música”, pensó el iluso de Andrés. “Vuelve al fútbol”, se resignó el Gordo, un tanto apocalíptico. 
Pero nada de eso.
Como envuelto en un halo de luz enceguecedora, como si abriera su camisa y debajo surgiera el colorido traje de un superhéroe, Willy se acomodó en el centro de la escena, con la mirada en alto y sacando pecho. Después de otros innecesarios segundos de suspenso, soltó orgulloso su anuncio: “Me voy a remontar el Amazonas”.
Silencio de misa. Espectadores aturdidos. Miradas cruzadas y desorientadas que procuraban una explicación. Cabezas nerviosas que negaban incrédulas. Por un instante que rozó la eternidad, la más absoluta inmovilidad se apoderó de los amigos que rodeaban la parrilla.
Hasta que de repente, como si terminara esa calma que antecede a una tormenta, explotó en el ambiente un ensordecedor conjunto de carcajadas.
Y entonces, igual que ese profesor que resume la hora de clase en una sola frase, Santi sentenció: “¿Vos te golpeaste la cabeza o te encendiste un porro antes de llegar?”.
El rostro pálido e inmaculado de Willy parecía decir “insolente, cómo te atreves”. Pero, aunque algo humillado ante las risotadas de sus amigos, se mantuvo hidalgo en su postura de súper-héroe, devenido ahora en rey de la selva. Esperó a que las burlas se apaciguaran para retomar su asombrosa proclama.
- “Es en serio” -puntualizó con sinceridad- Me voy con Angélica que, incluso, ya renunció al Colegio de Escribanos. Por las dudas…
- Por las dudas… ¿Qué cosa? -preguntó el Gordo, todavía incrédulo.
- No sé, no sé. No quiero precipitarme, pero uno nunca sabe cómo responde a un viaje así. La fuerza de la madre naturaleza es muy grande en un lugar como la selva Amazónica. Allá te encontrás frente al misterio de la creación, estás inmerso en la obra pura del Creador… Ves cosas que ni por el Discovery Channel -explicó el más entusiasmado de la noche.
- Paren, paren un poco, che -intervino Andrés, como en estado de shock-. ¿Vos estás hablando en serio?
- ¡Claro! Hay miles de cosas que me llaman la atención y siempre tuve el sueño de ir a ese lugar. Por ejemplo, quiero probar la Ayahuasca -siguió Willy, como en una clase de botánica-. Quiero experimentar esa embriaguez agitada que cuentan, tener sueños incomparables, euforia y… ¡Alucinaciones!
- ¡Aaaaahhhh! -gritaron los otros a coro.- ¡Ahora nos vamos entendiendo mejor! Te vas al Amazonas a drogarte con algo que acá no se consigue. Hubieras empezado por ahí -retomó Santi, ya más divertido que preocupado-. 
Esa reflexión desorientó un poco a Willy que se sentía más como un cruzado selvático, que como un vicioso desmedido. En su cabeza se mezclaban varias imágenes y explicaciones, pero ninguna alcanzaba para dar cuenta de la totalidad de su aventura. Hasta que recordó las palabras de un cura perdido en la selva amazónica, que había leído por ahí y que le vinieron justo para salir del paso.
- No. No entienden nada, ustedes. De los pocos paraísos vírgenes que quedan en la tierra, la cuenca del Amazonas es el más misterioso. En esas tierras nunca llegó la mano del hombre y por eso sobreviven especies y leyendas inexplicables para la ciencia. No sé, miren si descubro algún tesoro, enfrento una bestia desconocida o, por qué no, me vuelvo un monje amazónico adorador de la Pacha Mama.
Los tres amigos se miraron todavía más incrédulos de lo que estaban escuchando y, casi sin saber cómo, se pusieron de acuerdo para seguirle la corriente.
- ¿No te da miedo? -quiso saber el Gordo que, a esa altura, hacía su mayor esfuerzo para disimular la risa.
Willy dejó entrever el brillo de sus dientes con una mueca de costado en la boca que, más que transmitir seguridad, parecía que tenía parálisis momentánea. Al final, borró el forzado gesto de sus labios y respondió con un dejo de soberbia.
- ¡No, querido! ¿Cómo voy a tener miedo? Yo hice la colimba, me entrenaron para pasar 40 días sobreviviendo únicamente con lo que nos provee la naturaleza. Hasta puedo aguantar sin comer y beber 5 días seguidos.
- ¿Y si te ataca una de esas bestias que decís, qué hacés? -insistió el gordo, con cizaña.
El explorador se tomó un instante. Pero no para pensar su respuesta, sino para disfrutar de lo desorientado que estaban los demás.
- En ese caso, Gordito de mi alma, adopto la temible Posición Tarántula -dijo con voz gruesa y arrastrando las sílabas, mientras se agachaba con las piernas separadas y extendiendo los brazos a lo ancho, como si fuera a agarrar una gallina en el patio.
Enseguida la cara se le puso roja de la fuerza que hizo con la mandíbula para parecer intimidante. No lo logró, por supuesto. 
Cuando hizo tremenda demostración de destreza, ya nadie le prestaba la más mínima atención. Todos estaban descostillados de risa en el suelo, en una silla o contra la pared. Seguramente, pensaban más bromas para gastarle a su amigo sobre las andanzas en el Mato Grosso
Sin embargo, Santi disipó cualquier continuidad sobre el tema al anunciar que los chorizos ya estaban listos y los 4 se apiñaron en la mesa para dejarse llevar por el delicioso ritual del asado, como corresponde, con la boca bien llena.  
Aquella noche Andrés se fue de la reunión con Willy, para compartir un taxi hasta Plaza Italia. El cielo estaba muy despejado para ser mayo. Hablaron sobre las cosas que debía llevarse a su expedición. Spray contra los mosquitos y otras alimañas, linterna, botiquín de primeros auxilios y demás utensilios que ya Willy tenía bien guardados aunque aún faltaran semanas para la partida. 
Al llegar a la plaza, ambos se dieron un abrazo breve y quedaron en hablar la semana siguiente. Andrés corrió hasta la parada del 37 que estaba por salir y alcanzó a colgarse del escalón. Una vez arriba, observó como su amigo se alejaba entusiasmado por la vereda de la avenida, pensando quizás en su próxima aventura. Sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó: “Si te acordás, traéme algo de recuerdo”. Willy se dio vuelta y le contestó con toda la fuerza que pudo:
- “Obvio, quedate tranquilo que alguna chuchería te traigo” -Después se dio la vuelta y agachó la cabeza mientras retomaba su marcha.
Andrés creyó percibir algo de preocupación en su amigo luego del pedido. Pero lo perdió de vista cuando el colectivo aceleró y, al rato, se quedó dormido contra la ventanilla.

Un par de meses después, Santi llamó por teléfono a Andrés, que no dejaba de quejarse por el frío que hacía aún en Buenos Aires y por una gripe que lo perseguía desde agosto. “Como para no enfermarse con este clima de mierda”, repetía con la voz ronca por la tos. Tenía razón, las temperaturas eran demasiado bajas para septiembre.
Después de repasar algunos otros temas del fin de semana, como el partido de Estudiantes y lo que había dicho en la tele un Ministro desubicado sobre el futuro del plan económico, Andrés le preguntó por otro de sus amigos, pero Santi tampoco sabía nada de Willy desde su partida al corazón de la amazonia. Casi al mismo tiempo, ambos se sorprendieron: “¡Qué lo parió! ¡Cómo pasa el tiempo!”.




miércoles, 4 de enero de 2012

Don Froilán y las bolitas


Para Miguel F., que también añora las "canicas" de su infancia.

Cuando me enteré de la muerte de Don Froilán me puse muy triste. No es que tuviera una relación estrecha ni nada, pero su recuerdo despertó en mí algunos lindos momentos de la infancia.
Hacía más de 20 o 30 años que no lo veía. De hecho, cuando mi madre me contó, tardé en saber de quién me hablaba. Además, me lo tiró casi como al pasar, en medio de un extenso -y aburrido- parte de novedades sobre el pueblo.
Pero después de unos segundos la imagen del viejo surgió en mi cabeza, así que interrumpí el chisme de mi vieja que no despertaba el menor interés.
- Pará, Má. ¿Don Froilán, dijiste? ¿El del kiosco?
- ¿Eh? Sí, sí, ese. ¿Te acordás? Pobre hombre, tan bueno que era. Pero, como te decía, Tita me llamó porque el hijo de la Dora ya no quiere estudiar y parece que se emborracha todos los días… -Ella siguió el monólogo sobre sus amigas, pero yo había dejado de escucharla-.
Don Froilán era el dueño del kiosco frente al terreno donde teníamos la canchita de fútbol. Yo tendría 9 o 10 años y por esa época pasaba más tiempo alcanzando la pelota a los más grandes o yendo a comprar la Coca, que metiendo un gol. Pero era el “derecho de piso” que toda canchita digna y respetable exigía a los más chicos.
Entre esperas y mandados, me entretenía con otros “deportes” como las figuritas y las bolitas. Así pasaba largas tardes sin tocar una pelota de fútbol, pero inmerso en peleadísimas batallas con bolitas y bolones.
Yo era bastante bueno, aunque solamente porque a esa edad ya tenía manos grandes y dedos largos. En la casa de mi abuela tenía 3 frascos de aceitunas repletos de bolitas, algunas astilladas y otras relucientes. Había transparentes, chinas, lecheras, bolones japoneses, balines de acero sacados de algún rulemán y algunos piojitos difíciles de acertar.
Don Froilán, claro, era el proveedor oficial por cercanía al estadio. Siempre que iba a comprar una gaseosa, me intentaba vender una bolsita recién llegada de China, pero enseguida se frenaba con un chasquido de labios: "Cierto que vos no compras, se las ganas a los demás perejiles", me decía sonriendo.
¡Un fenómeno el viejo! Y eso que con nosotros debe haber perdido mucha plata,  entre lo que le sacábamos cuando se distraía y los vidrios del auto que le rompimos a pelotazos. El muy cabeza dura siempre dejaba la coupé Taunus en la calle, detrás de uno de los arcos.
Pero una vez, a mí me salvó de lo lindo. Una tarde de lluvia andaba por la canchita un primo porteño de no sé quién y, extrañamente, la tenía muy clara con las bolitas. Me pregunto dónde harían el hoyo los chicos de la Capital, con sus veredas cubiertas de cemento.
Lo cierto es que aquél sábado se jugó hasta con luz artificial de la calle. El pituco ese de la ciudad era bueno realmente. Para las 5 de la tarde ya nos había limpiado varias veces a todos. Yo hice 2 o 3 viajes a lo de la abuela para reponer mi inventario y los frascos de aceitunas amagaban con quedar tan vacíos como cuando habían llegado desde el almacén.
A eso de las siete nadie jugaba al fútbol sino que miraban asombrados la prodigiosa habilidad del visitante para hacer “opi”, como se le decía al hoyo. Estaba arruinándole la reputación de todos, entre ellos, yo. Los chicos me insistían pero ya no me quedaba ni una pioja en los bolsillos; mientras que el conquistador se había hecho con 1 bolsa de supermercado con nuestro tesoro.
Miré alrededor y a ninguno de mis amigos le quedaba ni una para prestarme. Entonces, entre todos los chicos, me llamó la atención la presencia de Don Froilán. El viejo contemplaba a unos metros, con las manos agarradas a la espalda, muy tranquilo pero conocedor de la difícil situación.
Me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara y, mientras lo hacía, se llevó una mano al bolsillo. Después me extendió una bolsa de bolitas nuevas, brillantes y perfectas.
- Andá y ganale al agrandado ése. -Me dijo.
En su voz había una mezcla de tranquilidad y rabia, pero sobre todo mucha confianza y sabiduría. Yo agarré la bolsa y regresé con los demás.
Seguimos jugando hasta después de las 10 de la noche, cuando un auto grande vino a llevarse al porteñito en medio de la oscuridad. No se llevó ninguna bolsa, por suerte.
Don Froilán ya había cerrado el kiosco y no me acuerdo si alguna vez le agradecí la ayuda o si le devolví el préstamo. Pero siempre nos saludó con una sonrisa cómplice. Siento que de alguna manera él también jugaba con nosotros cada tarde en el terrenito o, al menos, le traíamos lindos recuerdos de su infancia. Hoy, lejos en el tiempo, creo que vernos jugar tan felices fue el mejor agradecimiento que pudimos darle.
Cuando la interrumpí nuevamente, mi mamá todavía estaba hablando, ahora sobre un robo en la tienda de la avenida. A ella le sorprendió la pregunta mucho más que a mí:
- ¿Te acordás qué pasó con los frascos de bolitas que estaban en lo de la abuela?