martes, 24 de febrero de 2009

Tú firmas. El firma ¿Yo firmo?

Llevo unas semanas con algo que me da vueltas por la mente y no logro plasmarlo en palabras. Me da rabia, bronca. Y como decía mi amigo Chou Lin (que a diferencia de Confucio no es filósofo, sino delivery de una rotisería): “La mejor manera de terminar con un pensamiento que nos atormenta es sacarlo afuera de la cabeza y plantearle pelea”. Lo intentaré. Después de todo, cómo dudar de la sabiduría oriental.
Para un periodista, su firma al pie de un artículo debe ser algo así como, para un futbolista, el festejo muy original de un gol. Es eso que los diferencia del resto, aquello por lo cual el público los identifica y hace que unos los sigan incansablemente y otros, por el contrario, los condenen a la indiferencia -en el mejor de los casos-.
Desde que comencé a transitar esta carrera sólo tuve certezas de pocas cuestiones. Por ejemplo, sabía que me gustaba escribir y contar historias -reales y ficticias-. Tenía conocimiento de que no siempre me pagarían por ello y que, por lo general, ganaría poco dinero. También, me avisaron que no en todos los casos podría “darle mi apellido a mis hijos”. Pero creí que eso se limitaba a los primeros pasos, a los comienzos de una -por entonces impensada- vida profesional. O tal vez, en el peor de los casos, me rendiría ante una buena suma de dinero por la cual aceptaría sin chistar que mi nombre no aparezca junto a la nota.
Y si bien es cierto que, más tarde o más temprano, el estilo se convierte en sello distintivo, también es verdad que la firma sigue siendo la manera de trascender más allá del papel. La forma de posicionarse en un ambiente donde las cosas se hacen cada vez menos “por amor al arte”, y cada vez más según códigos empresariales.
Por eso, a esta altura del partido -volviendo a los paralelismos futboleros-, me rompe soberanamente las pelotas que a un periodista no le permitan firmar un artículo de su autoría. Sobre todo, si la imposición es arbitraria, parcial y selectiva. Y más aún si el periodista tiene años de experiencia. Me da rabia y mucha bronca.
... Y ahora también me dan ganas de cagar a piñas a Chou Lin porque esto de exponer los pensamientos que nos atormentan, ¡no sirvió para una mierda!


martes, 3 de febrero de 2009

Cambia, todo cambia...


"Cambia, todo cambia…" Cantaba Mercedes Sosa. Y parece que tenía razón, la Negra. El fin de semana fui "pa´l pago" a visitar a mi familia. Hacía varios meses que no iba. Y como sobra el tiempo en los pueblos, por lo general me aburro y hago cosas que en la ciudad no. Por falta de tiempo u horarios acotados, no sé. Lo cierto es que el sábado por la tarde, verde ya de tomar mate abajo de la parra y pisar hormigas, agarré la bicicleta y decidí ir a cortarme el pelo.
Salí rumbo a lo del “Gallo Claudio”, la peluquería donde me corté el pelo durante los años que viví en el pueblo. Era como un santuario. Lugar de reunión de cada vago que andaba dando vueltas por las dormidas calles del pueblo. Ahí nos juntábamos cuando nos rateábamos al colegio, cuando esperábamos el micro los domingos para ir a jugar por la Liga regional, para tomar una Coca después de un picado… Hasta el viaje de egresados a Bariloche, en vez de salir de la plaza, salió de la puerta del “Gallo Claudio”.
Y Claudio, su dueño, era un tipo bárbaro. De esos “tipos pulentas” que hay en todos los pueblos: Picaflor, atorrante, eterno habitante de la noche. Era nuestro ídolo. Pero también era compinche, siempre dispuesto a brindarte su sabio consejo, a escucharte mientras te "tijereteaba" las mechas. También era el entrenador del equipo de fútbol del pueblo, el que hacía los asados, el que ponía la camioneta para salir a tirar “bombitas” en los carnavales. En fin: ¡Un capo, ídolo de multitudes!
Así que después de pedalear unas cuadras, llegué a la tradicional esquina de 25 de Mayo y Belgrano. Pero me invadió una extraña sensación. En la puerta, ya no había pibes tomando una Coca Cola de litro, ni bicicletas sin guardabarros y despintadas. Por el contrario, había cuidados rodados de color blanco o rosa, prolijamente erguidas en su pata trasera, o con la rueda delantera trabada en un ingenioso aparato de hierro.
Frené en el cordón de la vereda. El templo del “Gallo Claudio”, según dice en la vidriera con letras románicas, es ahora: “Claude Coiffeur”.
Me quedé pasmado. ¡Hijo de puta! Ni debe saber cómo se pronuncia, pensé imaginando a su dueño. Que indignación me agarró. Y te juro que me iba acercando a la puerta y no lo podía creer. Adentro, vi por la vidriera, había como una docena de minas. La más joven, 45 años, le calculé a la pasada.
Para cuando me di cuenta de lo vergonzoso de la situación ya tenía la mano en el picaporte y la puerta entornada. Todas las cabecitas con ruleros y tinturas me clavaron los ojos. Ellas por suerte, estaban tan desorientadas como yo.
¡Hijo de puta! Me salió de nuevo, y me quedé petrificado del papelón.
- ¡Ay! ¡Pero que sorpresa, vos por acá! -demoré en reconocer la voz del otrora masculino Claudio. Me desorientó su tono aflautado y las estiradas sílabas finales de las palabras.
- ¡Pasá darling! No seas tímido -insistió la musical vocecita.
Si, ya sé. Tendría que haberme dado la vuelta y salir corriendo. Pero, no. Me quedé mudo, inmóvil. Hasta que alcance a balbucear:
- ¿Claudio? ¿Sos vos?
- Sí, claro, darling. Pero llamame “Claude”.
- ¿Cómo?
- “Clod” -repitió estirando el sonido de la o.
- Pero… vos… ¿Qué pasó, Claudio?
- ¡Ay este chico! Te dije que me digas “Clod”. Y pasó que… Todo cambia, darling, todo cambia.