lunes, 22 de noviembre de 2010

Por un puñado de pesos

Marquitos salió corriendo del kiosco, dio vuelta a la esquina y le pegó derecho dos cuadras hasta la placita de la estación. Llegó casi sin aliento, pero no le importaba porque sabía que lo seguían.
En su mano derecha tenía una bolsita de nylon con los pocos pesos que había podido manotear de la caja. Pero El Negro no tuvo tanta suerte, el dueño del local lo bajó de un tiro cuando se quiso dar vuelta para salir corriendo. Marquitos, inmóvil, observó la caída de su amigo con los ojos enormes ante lo inesperado y los pensamientos perdidos en algún lugar lejos de ahí.
Ahora, todavía agitado tras la corrida, se pudo acurrucar contra una pila de durmientes. Estaba cayendo la noche cuando escuchó las sirenas lejanas y supo que lo iban a agarrar. Pero no quería volver. De sus 24 años, había estado 3 a la sombra y otros tantos en el reformatorio. "No más", se dijo.
Entonces, vació la bolsita y revisó el revólver que llevaba en la otra mano: 175 pesos y 1 bala. Pocas chances. Mal augurio.
Cerró los ojos para pensar -o para resignarse, o para rezar- y escuchó el jadeo rítmico de su acelerada respiración. Los gritos de un policía lo devolvieron a la realidad. Pensó en El Negro. "Él sí zafó de volver adentro".
Más nervioso a cada segundo, Marquitos asomó la cabeza sobre los durmientes. Aunque se arrepintió al instante, alcanzó a ver algunos patrulleros y varios policías. Mirando al suelo, negó con la cabeza ante la confirmación de lo inevitable. Transcurrieron unas pocas milésimas más de tiempo hasta que agarró con fuerza los billetes, los apretujó con el puño de una mano y los arrojó al aire. “Por vos, Negro”, gritó.
El dinero arrugado todavía flotaba en la brisa del anochecer cuando se escuchó el estruendo.
Minutos después, mientras recorría la triste escena, el sargento Medina informó por radio que la recámara del revólver del chico no tenía balas. 


lunes, 8 de noviembre de 2010

El circo pasó

La última vez que fui a un circo,
ya era grande. O eso creía.


El deseo de ocupar la butaca es incontrolable, cautivados tal vez por el asombro que provoca la enorme carpa de colores. Una vez adentro, los ojos no dejan de recorrer todo el lugar sin detenerse, intentando descubrir de dónde proviene el misterio que flota en el ambiente. La espera provoca ansiedad y los nervios necesitan ser calmados con el espectáculo.
Una voz gruesa, amena y rimbombante pronuncia la esperada frase: “Bienvenidos al maravilloso mundo del circo”. Por fin los sentidos dan rienda suelta a la imaginación y el encantamiento se apodera del lugar.
El maestro de ceremonias ya estableció el tácito diálogo entre público y artistas, gracias al ruidoso idioma de los aplausos. Ahora todo es inevitable. Las manos no dejarán de sonar y las miradas quedarán perplejas en ese círculo central donde se concentran las emociones.
Los rostros de los adultos se confunden con los de los niños y, en un abrir y cerrar de ojos, el encanto de la magia dejó su lugar a la tensión que provocan los equilibristas. Las escenas se suceden hasta que, por fin, todos estallan en una sola carcajada con la aparición de los desalineados payasos: Risas y más risas, de grandes y de chicos… ¿O serán todos niños, hoy?
El intervalo también forma parte de la fiesta. Ahí cobran vida los vendedores de globos y muñequitos. Es tiempo de saborear azúcar quemada o garrapiñadas, clave para que el ritual sea completo. Y no podremos irnos, de ninguna manera, sin un pequeño llavero rectangular que guardará en su interior la fotito de ese instante inolvidable.
Sin tiempo para acomodarnos, el show volvió a la pista y la atención regresa a los artistas. Malabaristas, domadores, trapecistas, magos y nuevamente los payasos. Todos son personajes de un sueño que termina, impiadoso, cuando la potente luz blanca anuncia el final de lo ficticio, de lo soñado. Una música contagiosa nos despide aconsejando el regreso que, seguramente, será pronto. Tal vez cuando “nuestro niño” pida otra noche de fantasía e ilusión.
Por el momento, el circo pasó y dejó su encanto impregnado en el aire del pequeño pueblo.