lunes, 29 de agosto de 2011

Tobogán


Desde acá arriba me creo invencible, poderoso. Como si el control del universo entero estuviera en mis manos. Sin embargo, un incomprensible deseo me impulsa hacia abajo. Por eso, en unos segundos, emprenderé el impostergable descenso.
Eso sí, lo haré con el envión adecuado. Pretenderé bajar erguido hasta hundir mis pies en la arena. Quiero sentirme como aquel gallardo conquistador que, insaciable, saltó desde su carabela a la playa para colonizar un nuevo mundo.
 

lunes, 22 de agosto de 2011

La Frase Perfecta


En la avenida Corrientes, casi esquina con Montevideo, existe una vieja librería de saldos. No es pintoresca. Se trata de un enorme local de dos plantas, poco agradable a la vista, demasiado oscuro y con un persistente olor a humedad. Eso sí, es la única librería en todo Buenos Aires que nunca cierra sus puertas. Ni en Navidad, ni en feriados, ni siquiera por las madrugadas. 
Pero eso no es lo más llamativo del lugar. Cuentan los clientes asiduos que ahí ocurren cosas extrañas. No misteriosas, sino raras. Sin embargo, los incrédulos de siempre descartan esas teorías fantásticas y justifican los hechos argumentando que los empleados del turno noche son unos flojitos y, sostienen, el sueño les juega malas pasadas. Sobre todo en las frías trasnoches de invierno.
Pero más allá de ambas posturas, las historias que se cuenta hablan de sucesos extraordinarios que ocurren entre las 4 y las 6 de la madrugada. En ese único momento en que el tránsito de la avenida parece aflojar un poco, hasta un mínimo posible. Porque eso de que es “la calle que nunca duerme” resulta completamente cierto.
La cuestión es que al sacudirse la modorra, y ya con el amanecer detrás del Obelisco, los empleados de la noche ven cosas fuera de lo común. Por ejemplo Atilio, el repositor, dice que unos libros aparecen fuera de su lugar y otros quedan abiertos encima de las mesas de exposición, como si alguien hubiera abandonado su lectura de imprevisto.
Fidel, el más antiguo de los vendedores, siempre recuerda una vieja leyenda de los tiempos en que la librería abrió sus puertas, allá por comienzos del siglo XX. En esa época de galeras y bastones abundaban las tertulias literarias y, con la concurrida avenida como epicentro, las plumas más selectas de la época frecuentaban el local desde su inauguración.
Por aquel entonces, la librería cerraba de noche y el dueño, Don Evaristo Arriaga, atendía a la clientela con la única colaboración de su hijo Fermín, de 20 años. Parece que cierta noche el propietario se quedó haciendo inventario hasta bien tarde y, tal vez influenciado por el cansancio, creyó divisar una silueta entre los estantes. Los nervios y el sueño también se combinaron para que el hombre entrara en pánico y, tomando su revólver Lefaucheux francés de abajo del mostrador, disparó en la penumbra del local.
El destino quiso que el disparo diera de lleno en el pecho de su hijo que había vuelto para ayudarlo con el cierre y, de paso, comentar con él algunos aspectos de la novela que estaba escribiendo. Cuenta esta leyenda que, al acercarse al cuerpo de su hijo, el viejo lo escuchó susurrar con el último aliento: “La encontré, papá. Encontré la frase perfecta para el inicio del libro”. Después sonrió y se fue para siempre.
Al señor Arriaga lo internaron de inmediato por un brote psicótico y depresivo generado por la culpa y aquellos pocos que siguieron la historia aseguran que durante los años que permaneció en el pabellón psiquiátrico, el fundador de la librería solamente balbuceaba palabras sueltas o sin sentido, pero una oración se entendía perfectamente: “La frase perfecta quedó allí, entre los libros”.
Los más exagerados narradores de esta versión dicen que antes de enfrentarse a su propia muerte, Don Evaristo escribió esas palabras en la blanca pared de la habitación donde estaba encerrado, con su propia sangre.
Desde ese siniestro y lamentable episodio, la librería pasó por distintos dueños hasta ser comprada por los hermanos Ramón y Enrique Miranda, célebres editores porteños que le dieron a la tienda la reputación y la modalidad de atención nocturna que la llevaría a su esplendor, entre los años ´40 y ´60.
Uno de los secretos del suceso, por supuesto, tuvo que ver con las leyendas y cuentos que se armaron en torno al crimen del incipiente joven escritor. Porque eso despertó el interés no sólo de prolíferos aspirantes a escritores, sino de autores ya consagrados que volvieron a frecuentar la librería.
Otros se animan a reconocer que las visitas no eran por las ofertas y obras inéditas que se ofrecían, sino motivadas por la búsqueda de aquella misteriosa oración fundamental que el muchacho aseguró descubrir, antes de su trágico final.
Sin embargo, el paso del tiempo hizo que la librería -y la literatura en general- perdieran interés, dando lugar a los chismes que perduran hasta hoy.
Pero en esa incomprobable anécdota familiar es donde encuentran su razón de ser los que vieron “hechos sin explicación” durante las húmedas madrugadas ciudadanas. Fidel, Atilio y también Adalberto, el cajero, juran a sus allegados que vieron “figuras casi transparentes” debatiendo acaloradas en los pasillos, hojeando libros de las mesas y alborotando los estantes.
Pero lo curioso, realmente, es la descripción que dieron de esos visitantes. Atilio, por ejemplo, asegura que vio a un señor de bastón, con el cabello blanco peinado hacia atrás, parecido a Borges. Fidel, en tanto, cree que entre los estantes aparece un hombre gordo y de barba, seguido de cerca por un gato negro. Y el mismo Adalberto, desde el mostrador del fondo, está convencido de haber visto al mismísimo Julio Cortázar dejando escapar una bocanada larga de humo de un cigarrillo que nunca se consume.
A veces, incluso, todos se cruzan inquietos, motivados por la intriga de esa frase tan anhelada, capaz de convertir una simple historia en la más grande de todos los tiempos. Por eso, por la curiosidad que impulsa a todo narrador, regresan cada noche a revolver los estantes de la librería de Corrientes, casi esquina Montevideo.
Lo más entendidos llegaron a especular que se trata de una frase breve, clara, descriptiva y casi poética. Esa que todo autor desea desesperadamente para captar la atención de sus lectores al inicio del relato y mantenerlos cautivos para siempre.  
 

lunes, 15 de agosto de 2011

Eterno Amore Mio

"...porque así será, aunque lo neguemos".

Faltaban unos minutos todavía para la hora acordada, cuando María abrió la puerta de su casa, más por convicción que por entusiasmo. Llevaba el pelo recogido y se había vestido tan elegante como lo requería una cena romántica con Manuel, el hombre que la haría feliz.
Pero no era quien ella esperaba, sino un mensajero que le traía un sobre. Algo desilusionada, o tal vez aliviada, lo aceptó y firmó la planilla. 
Luego cerró la puerta y apoyó su espalda contra ella. Leyó el remitente y de inmediato la invadieron los temblores. Se dejó caer despacio hasta quedar sentada en el piso, hecha casi un ovillo. La ansiedad de hace unos instantes, se transformó en nervios que brotaban desde sus entrañas. Sin más, rompió el sobre desesperada por descubrir su contenido.
Una, dos, tres hojas medianas escritas a mano con una letra de imprenta grande, clara y redondeada. Conocida. Incluso, era la misma tinta de color negro fuerte que utilizaba para dejarle mensajes de amor pegados en la puerta de la heladera, cuando la relación apenas comenzaba.
Algunos mechones oscuros se le escaparon del prolijo peinado y le cayeron en la cara. La mirada de María seguía expectante sobre los trozos de papel. Antes que una lágrima de rabia corriera por su mejilla, decidió empezar la lectura:

 Te escribo desde la más profunda y triste soledad. Ya sé que prometí que nunca volverías a saber de mí, pero como ves, ha sido imposible. Ni eso pude hacer bien con vos. Ahora estoy sentado en un escritorio mirando a la pared, aunque me siento como un condenado a punto de enfrentarse al pelotón.
          Ayer, mientras me decidía a escribirte, me pregunté si es necesario recurrir a las palabras para explicar cuestiones del corazón. Y lo único que comprendí fue que, cada vez que surgían nuestras discusiones, siempre ponías en juego la continuidad de la relación. Como si de esos entredichos dependiera la esencia misma de nuestros sentimientos. Nunca entendí por qué. A lo mejor tuviste razón. No importa ahora, pero creo que en cuestiones de amor no podemos tener certeza de nada. 
          Hoy sólo quiero hablarte sobre la maravillosa pasión que me llena el espíritu cuando todavía pienso en vos. Cuando me imagino rozando tus labios o envolviendo ese pequeño cuerpo entre mis brazos. Cuando por las noches recupero en mi memoria tantos momentos que guardo para cubrir tu incomprensible y ridícula ausencia.
            Debería contarte que te extraño, pero ya lo sabes. Mejor, dejame decir que te amo: Como ayer y como siempre. Mi corazón lo repite a cada instante como si fuera el eco que retumba en este cuerpo ya vacío, desocupado de emociones desde que vos no estás. No pude experimentar sensaciones tan fuertes como las que tuve a tu lado. No logré revivir en mí lo que generaba tu compañía, tu mirada, tu sonrisa… Tus esperadas palabras de amor que nunca llegaban. Igual, y sin ellas, me siento morir por tu falta.
            Y por eso sé que te amo. Por lo que generas aún en mí. Por aquello que supiste darme y por lo que nunca te interesó dar. Pero todo era parte de un mismo viaje que se volvió mágico desde aquella tarde primaveral en que te recorrí por primera vez. Ahí cambió mi vida, para bien y para mal.
            Ahora me tomaré unos instantes para repasar cada minuto a tu lado. Para impregnar mi piel con el aroma y la suavidad de la tuya. Para cubrir mis labios con tus besos y para inundar mi alma con tu amor, que es el mismo que yo siento por vos.
            Después, saldré a la calle para enviar esta carta y volveré a la habitación en penumbras. Voy a asegurarme que, de una vez por todas, ya no volverás a saber de mí. Cerraré los ojos y, con tu preciosa imagen en mi mente, apretaré el gatillo. Sonriendo de felicidad por haberte conocido.
                                                                                             Tú eterno enamorado.

María estrujó las hojas con sus manos hasta casi romperlas. Después las arrimó a la cara y las empapó con su llanto, incontenible desde el primer párrafo.
Ella esperaba esa tarde por otra persona y, sin embargo, apareció la misma de siempre. Ese idiota que no supo quererla y valorarla. Ese al que todavía hoy, cuando es íntimamente necesario, nombra como “eterno amore mío”.
Sin darse cuenta había estado más de 20 minutos sentada junto a la puerta y no se percató de los golpes de Manuel. Recién volvió a la realidad al escuchar que la llamaba a gritos por su nombre.

- ¿María, estás ahí? Dale, que se hace tarde.
  
La voz del hombre sonaba desinteresada, apurada; pero a María, además, le pareció fría, distante, ajena a su mundo. Ajena a su corazón. Se puso de pie, se secó las lágrimas y abrió unos centímetros la puerta. Manuel la miraba perplejo desde el pasillo. Ni siquiera pudo preguntar qué sucedía. 

- Disculpame -susurró la mujer mirando al piso- pero no me siento bien y quiero estar sola esta noche. Mañana te llamo y te explicó, no te preocupes, no es nada grave.

Cerró la puerta y con la carta entre sus dedos corrió hasta la habitación. Se tiró en la cama y explotó en un dolor contenido desde hacía meses. Tal vez Manuel seguía en el pasillo, desorientado, pero eso no le importó. 
Luego entendió su error: Creyó que podía olvidar el amor por aquel hombre, con la simple aparición de este otro.
Debe haber llorado hasta quedarse dormida, bien entrada en la madrugada. Durante todo ese tiempo, en su cabeza estallaron miles de imágenes junto a su ex que, creyéndose inimputable, le había enviado esa maldita carta. Todos los recuerdos eran hermosos, alegres, apasionados. Porque la mayor parte del tiempo había sido así.
Se despertó con los primeros rayos de sol de la mañana. Dejó las tres hojas sobre la cama, con la tinta medio borroneada por las lágrimas, y se encerró en el baño. Necesitaba una ducha caliente para acomodar las ideas. Aunque sabía que todo estaba definido.
Se vistió como a él más le gustaba y salió a la calle para ubicarlo de cualquier manera. Si todo había sido una trampa para recuperarla, ella volvería con su eterno enamorado. Pero si la carta era real, también estaba preparada. Sabía lo que quería y cómo hacer para estar finalmente con él, sea como sea, incluso en la eternidad del amor.


martes, 2 de agosto de 2011

Venganzas postergadas



Lucas daba vueltas por el patio. Iba y venía desde hacía un buen rato. El sol de la siesta le daba de frente en la cara y le dificultaba la visión, aunque pusiera la mano como visera. No podía esperar mucho más, tenía que encontrarla.
Después de caminar alrededor de la mesa de hierro oxidado del jardín, se detuvo abajo del ciruelo que lo abrazó con su piadosa sombra. Quería pensar tranquilo. Era verano y la temperatura andaría ya por los 30 y pico grados.
Cualquiera que lo viera en ese instante podía deducir, por la postura nomás, que Lucas estaba preocupado. Con los brazos en jarra, movía la cabeza de un lado a otro, negando casi con desesperación.
De repente, un recuerdo nítido lo invadió y lo emocionó. Se concentró para repasar en detalle aquel día en que la tomó en sus brazos por primera vez. Pálida, salpicada por esos lunares negros, casi perfectos y de formas exactas.
Lucas no lo podía creer. Después de tanto tiempo, por fin era suya. Como lo había soñado en esas noches de pueblo, con el ruido de los grillos filtrándose por la ventana y los bichitos de luz desparramados en el azul oscuro del cielo nocturno. La luna, única testigo de sus deseos, lo acompañaba en silencio, como esos amigos que en los momentos más difíciles no necesitan decir ni una palabra para brindar su apoyo.
Había sido exactamente un año atrás, la madrugada de un 6 de enero, cuando ella llegó a su vida, dándole una de sus mayores alegrías. Ella y él. Un amor a primera vista. Él, enamorado para siempre. Ella rendida a sus pies.
Cuántas veces caminaron por ese mismo patio, disimulando fervores hasta que se volvieron incontrolables. Pasearon, viajaron y hasta durmieron juntos durante ese año.
Pero ahora, en esa tarde calurosa y soleada, ella no estaba. Y Lucas se ponía más y más nervioso. No podía… No quería ni siquiera pensar en que ella no volvería. Sospechar, nomás, que alguien más pudiera rozarla o tocarla lo llenaba de ira, rabia y egoísmo. Imposible. Después de todo ese tiempo, ella no sería capaz de entregarse a otro. Para qué. Por qué. Qué extraño capricho la habría llevado a desaparecer así.
¿Y Lucas? ¿Qué sintió cuando la buscó y ya no estaba? Acaso no era algo que se venía venir desde aquel día en que él la dejó para irse con los chicos del barrio. Ella supo que en esa salida Lucas iba a traicionarla. Pasaría unas horas con otra que, seguramente, le iban a presentar sus amigos. Hasta pudo imaginarlo, ansioso, en el baldío de atrás de la estación de trenes. Y todos gritándole: ¡Grande Lucas! ¡Maestro!
Ella lo supo de inmediato. Todo, absolutamente todo, se sabe en los pueblos. Los romances y las traiciones. Especialmente, los engaños. Pero ella lo bancó. Esperó que regresara y se hizo la indiferente un ratito hasta que, mansita, cedió y se entregó de nuevo a su "dueño". Al único que había conocido. A Lucas.
Pero ahora la situación era al revés y él no se sentía tan comprensivo. La quería, es cierto. Pero la precisaba más que nunca esa tarde y ella no aparecía. ¿Acaso esperó pacientemente hasta hoy para vengarse de aquella tarde en la estación?
Envuelto en esos pensamientos, atormentado, pasó otros 20 minutos. O más. El sol iniciaba su cuesta descendente para esconderse a eso de las siete y media, sin más remedio, detrás del paredón que daba al fondo de los Urrutia.
Lucas estaba sentado contra el tronco del ciruelo. Derrotado. Por eso tardó unos minutos en reaccionar al grito que llegaba desde la ventana de la cocina.
- ¡¡¡Lucas!!! Vení adentro que ya está la leche.
- ¡Sí, má! ¡Ya voy!
Mientras terminaba la cansina marcha tomó coraje y, sin pensar demasiado en lo vergonzoso de la situación, con la voz más inocente que pudo encontrar en su garganta, preguntó mientras entraba a la casa:
- Mami, vos no sabes dónde dejé la pelota ¿No?