lunes, 28 de junio de 2010

Pasión Argentina

Esa vergonzosa-orgullosa exaltación sin mesura ni censura.  

En un partido de cualquier selección argentina, la canción patria no se canta, se siente. Los jugadores saben que el Himno Nacional sale de muy adentro, de lo más profundo de ese pecho bien inflado de gloria. Saben que el grito bajará desde las tribunas y los acompañará con ese emotivo “oooooo…” -que impusieron los Pumas- y que desde entonces sale de las miles de gargantas argentas presentes en cualquier estadio del mundo. Y saben que se trata del grito que antecede a la batalla, antes que de una solemne entonación musical.
Los argentinos no sabemos alentar con esos tibios “a por ellos oe…”, “Chi Chi Chi, le le le…” o “cielitos lindos”. En las canchas nuestra música dice, habla de empuje y coraje, de sangre en las venas, de pelear cada pelota como si fuera la última, de salir con la ropa sucia y la camiseta transpirada, de correr hasta el último aliento para dejarse todo sobre el césped. Y, sobre todo, habla de epopeyas heroicas que forjaron el temple argento en el pasado, para vivir la grandeza del presente.
Así vive el fútbol un argentino, sépanlo propios y extraños. Con pasión, ganas, sufrimiento, garra y, especialmente, con orgullo. Ése que solamente se siente si gritas el gol de Diego a los ingleses cada vez que lo ves, o te reíste cuando -jugando con el tobillo arruinado- dejó afuera del mundial a los brasileros, o puteaste con él cuando nos silbaban los italianos, o caminaste resignado a su lado para el dopping del ´94, y te emocionaste con sus lágrimas de derrota en Italia ´90.
Porque para entender al fútbol argentino, primero tuviste que sufrirlo y emocionarte. Alentar a esos once titanes aunque vayan perdiendo y llorar desencajado, abrazado a un desconocido, porque ganaste o perdiste en el último minuto.
El fútbol argentino se disfruta porque se vive apasionadamente. Como hacemos casi todo. Y esa pasión es, justo, la que nos distingue en todas partes. Porque es fácil decirnos soberbios, pero les cuesta más reconocernos algunas, pocas, virtudes.
Porque las 2 estrellas sobre el escudo que lleva la camiseta argentina no representan nomás los Campeonatos del Mundo ganados, sino que recuerdan los “dos huevos” enormes que debe tener el jugador que la viste. Para que sientan vergüenza cuando reciben un gol y sepan que si no se puede con habilidad, el partido se gana con temperamento. Ese valor agregado que inunda el alma del jugador argentino y lo hace diferente, casi único, en cualquier cancha del planeta. Porque solamente un argentino juega -y alienta- con los dientes apretados todo el partido…
El “dejar la vida en una cancha” no se consigue en ningún otro lado. De ahí, señores, el respeto ganado por la celeste y blanca a lo largo de los años. Porque esta gloria se alcanza con historia, ni más ni menos. Y esa camiseta tiene mucha historia. No se inventa en un laboratorio, ni en la oficina de marketing, ni se compra en el mercado. No, señor. Esa mística nace, se cría y se forma en las calles de tierra, en el caserío de chapas y en el potrero gastado de una esquina.
Por el empuje de Kempes, el desparpajo de Messi, el batallar de Batistuta, la fiereza de Simeone, el alma de Fillol, la irreverencia de Ratín, la sutileza de Redondo, el guante de Verón, la gambeta endiablada del Burrito, los huevos de Blas Armando, la picardía del Bambino, la corajuda desfachatez de Tévez, la sutileza paciente del Bocha, la imprudencia y la categoría del Charro, el inagotable pique del Canni, la guapeza de Mascherano, la claridad de Labruna, la locura de Gatti, el pase justo de Riquelme, la perseverancia de Palermo, la magia del Diego… Y tanto, pero tanto más.
Por todo esto, el argento lleva la frente en alto y el corazón hinchado de felicidad al ver a su selección. Aunque llore, aunque sufra, aunque putee sin parar.
Una pasión así de grande no se puede explicar. Por eso, perdónenme la falta de respeto, pero esto que escribo sólo lo entenderá un argentino de alma, en lo más profundo de su corazón.

(Escrito luego de un partido de la selección en el Mundial de Sudáfrica).

"…La va a tocar para Diego. Ahí la tiene Maradona; lo marcan dos, pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio de fútbol mundial, y deja el tercero ¡y va a tocar para Burruchaga! Siempre Maradona... ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... ¡Goooooolll!! ¡Goooooolll! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el fútbol! ¡Golaazo! ¡Diegooooo! ¡Maradooona! ¡Es para llorar, perdóneme! Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste? para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina... Argentina dos; Inglaterra cero. ¡Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona! Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por éste... Argentina dos; Inglaterra cero".
(Relato de Víctor Hugo Morales. México, 22 de junio de 1986).

lunes, 14 de junio de 2010

La muerte no está en la TV

Hace una semana observé la noticia por primera vez en el televisor. Lo habían masacrado de 8 tiros a quemarropa en la puerta de su casa para robarle veinte pesos y un teléfono móvil. Su familia presenció todo desde una ventana.
Él había bajado del autobús a dos calles y dobló en la esquina como cada tarde. Quería llegar pronto para levantar en brazos a su hijita.
La noticia duró poco más de 3 minutos en el informativo, mezclada entre muchas otras sobre el mismo tema y, la verdad, pasó casi desapercibida. Creo que a veces preferimos no ver ese tipo de historias. Ignorarlas parece la mejor manera de eludirlas para no pensar que podría sucedernos a cualquiera de nosotros.
Al día siguiente la volvieron a repetir, ahora con una foto de él, su esposa y la nenita. Parecían una familia feliz, como tantas otras. Su esposa era maestra de escuela, en el mismo barrio donde se habían conocido 30 años antes. Desde entonces estuvieron juntos, se casaron y tuvieron una nena, Betiana.
Él trabajaba en el centro, era cajero en un banco. Después de 20 años, se las arreglaba para darle un digno pasar a la familia y hasta se pudo comprar con mucho esfuerzo una casa en Avellaneda.
En el reporte de la televisión aparecía mucha gente en la vereda. Todos lloraban y sostenían coloridos carteles con una sola y repetida palabra: “Justicia”. Se los veía muy enojados, nerviosos. Parecían personas trabajadoras, humildes… Desprotegidas, inseguras, temerosas. 
Una semana después volvieron a repetir la noticia del banquero asesinado para informar que la policía detuvo al sospechoso. Un chico de 15 años, que había cometido otro crimen similar.
Esta vez presté atención a la noticia, aunque la veía de lejos en otro televisor. Estaba en un cuarto demasiado blanco y silencioso.
Transcurrieron 7 días ya desde que Betiana dejó de abrazar a su papá y pensé en el alivio que sentiría la esposa por la novedad en el caso. Pero inmediatamente comprendí que no existía ninguna sensación favorable en todo esto. Sobre todo para la familia del banquero.
La velocidad de las noticias pasó a los resultados de la liga de fútbol y decidí apagar el televisor. No podía dejar de pensar en esa familia y en la poca atención que le presté aquella primera tarde a lo ocurrido con Betiana y su papá.
En eso estaba cuando entró en la habitación mi esposa, con mis hijos y el doctor. Todos sonreían, parece que la evolución de mi herida era buena.
Mi familia, por suerte, no tuvo que observar impotente desde una ventana como me asaltaban en la puerta de casa para llevarse mi auto. Todo lo que recuerdo es a dos personas nerviosas y el brillo gris de un revólver. Después, un estruendo, un ardor intenso en el abdomen y la oscuridad total.