martes, 26 de julio de 2011

Tres meses después


El teléfono debe haber llamado unas 5 o 6 veces hasta que atendió. Del otro lado, una voz conocida pero lejana, lo sobresaltó: “Hola, Felipe. Soy yo”.
A él, se le atragantaron las palabras. Es sabido que un simple hola, por minúsculo que parezca, a veces requiere de mucho esfuerzo y después de unos segundos de esperar una respuesta, la voz femenina al otro lado, insistió: “¿Estás ahí?”
“Sí”, exhaló él, como si dudara de su propia existencia o de la realidad corpórea circundante. Aunque descubrió que los monosílabos demandan menos energía.
Ella se percató de la sorpresa -o el inconveniente- que había causado. “Disculpa, estás ocupado. Mejor te llamo en otro momento”.
Dicen algunos expertos que ante la desesperación las palabras salen sin problemas y, en algunos casos aislados, en exceso y alborotadas. Este fue uno de esos raros episodios: “No… Sí… ¡Espera, no cortes! ¿Cómo andas? ¿Cortaste?”
La suave sonrisa de ella, ahora más relajada, se percibió por el auricular y, consciente de su vehemencia, él soltó una resoplido nervioso que le sirvió para asimilar la situación. Buscó un lugar, se sentó y comprendió que estaba movilizado por el llamado. Mejor dicho, por la persona que lo llamaba.
- ¿Viste? Te llamé después de todo -retomó ella-.
“Tarde”, pensó él, aunque hizo fuerza para no decirlo en voz alta. “¡Tres meses tardaste en decidirte a llamarme!” Y, justo cuando lo estaba por soltar preso de la ansiedad o la furia, un temblor le sacudió el cuerpo: ¿Por qué llama ahora?
Seguramente debía tener un motivo muy importante para abandonar su olvido y llamarlo. Ahora, no sabía qué le provocaba mayor pavor: Que se haya olvidado de él o que, por un motivo aún incierto, lo vuelva a llamar tres meses más tarde. Claramente, se quedó con la segunda opción.
- Pero, te llevó tiempo llamarme -dijo lo más calmado que pudo-. ¿Te costó descubrir lo que sentías, tenías claro que no ibas a volver a verme o perdiste mi número de teléfono?
Cuando se dio cuenta que las palabras comenzaban a sonar a reproche y a mostrar la bronca acumulada durante más de noventa días, se detuvo inmediatamente. Luego, más tranquilo, agregó.
- En tres meses completos, con sus días y sus noches, no pudiste llamarme para decirme “algo” al menos y, esperando que no me sorprenda, un viernes por la noche llamas para… -la oscuridad más inquietante se cernió sobre sus pensamientos- ¿Para qué llamas ahora?
El silencio en ciertas ocasiones puede resultar muy perturbador. Le da un suspenso innecesario a ciertos momentos que, de por sí, ya exceden todo  misterio.
- Tenés razón en ponerte así, lo sé. Pero por favor, entendeme. No es sencillo para mí tampoco. Ni lo fue aquella noche. ¡Nunca me había ocurrido acostarme con alguien en la primera salida! Me sobrepasó, sabes, cuando volví a casa. No sé, tenía miedo de lo que ibas a pensar de mí, también necesitaba estar segura de lo que quería con vos y después todo…
Otra vez, inoportuna, una de esas interrupciones seguidas de silencios inesperados cuando la intriga se está por desvelar.
- Todo… ¿Qué? -quiso saber él-. ¡Hablá, dale!
Por alguna extraña razón, ciertas cuestiones se presienten en las entrañas, pensó Felipe. Por suerte, ella no demoró más la incertidumbre:
- Tenemos que vernos. Estoy embarazada…


martes, 19 de julio de 2011

Emociones cambiantes


Lo que más recuerdo de Londres es la niebla del invierno en la temprana noche y el pesado ambiente de las fiestas de subsuelo, entre música dance y vodkas-cranberrys. Pero sobre todo, tengo grabado en la memoria el pintoresco taxi amarillo, con la ventanilla trasera empañada, que se la llevó de la puerta del bar donde nos despedimos, en Covent Garden.
Ella tenía unos ojos celestes inolvidables, rulos castaños y alegres, la cara regordeta, pálida, con esa expresión entre alegría y sorpresa que tienen algunas mujeres inglesas.
No sé bien por qué, o quizás justamente por esos vodkas con cranberrys, corrí junto al taxi unos metros hasta que, para mi suerte, se detuvo en el semáforo de la esquina. Como hacen los niños, ella garabateó con el dedo su email en la ventanilla empañada. Después, me regaló su dulce sonrisa a través del cristal difuso y desapareció en el tránsito de Southhampton Street.
Me volví con paso lento y cabizbajo por West Piazza y me quedé un rato frente a St. Paul´s Church, como si reencontrar el amor fuese una cuestión de fe.
De más está decir que nunca la volví a ver. Aunque también es justo contar que por algún extraño designio, mi cerebro guardó su dirección electrónica como un tesoro. Incluso a los pocos días, ya le había enviado tres correos que nunca tuvieron respuesta.
Años más tarde, el tema cayó en el olvido hasta que una mañana cualquiera de un raro verano argentino, se produjo el milagro: Abrí mi casilla de emails y encontré su nombre. Una ola de aire frío me golpeó en la cara, me temblaron las manos y dejé caer todo mi peso contra el respaldo de la silla.
No podía creerlo. Infinidad de hipótesis pasaron por mi cabeza. Desde que le habían hackeado su cuenta, hasta que le robaron su computadora y por eso no me había respondido. Patético lo mío, lo sé. Pero es llamativo lo comprensivo que somos cuando el amor parece jugar a nuestro favor. Me ilusioné, no lo voy a negar.
Y así, envalentonado como estaba, me dejé llevar. Me veía nuevamente a su lado, paseando de la mano por la orilla del Támesis o de compras en el Soho. También soñé cientos de otras posibilidades. Desde dónde viviríamos, hasta cómo haría para mejorar mi inglés.
Impacientemente hice click en el mensaje y, aunque no pasaron más de dos segundos, insulté varias veces por la lentitud del servicio de Internet. La emoción, el nerviosismo, la ansiedad por leer sus palabras eran incontrolables ¿Qué me diría?
Antes de comenzar a leer, incluso, ya tenía pensadas las primeras líneas de mi respuesta. Imperdonable. Había decidido responderle en tono de broma, como con desinterés, pero dejándole en claro mis intenciones de vernos de inmediato. Algo informal, tranquilo, pero impostergable.
Con la mirada más atenta que recuerdo en mi vida, fui bajando uno a uno los renglones de su mensaje. En ese instante agradecí estar solo en casa porque, supongo, los rasgos de mi cara se fueron transformando con la misma velocidad con que antes se abrió el correo electrónico.
De la euforia y la sonrisa radiante pasé al témpano cruel y desfigurado de sus palabras. Sin escalas, me invadió una anodina reacción ante su pedido y una mueca de tristeza se perpetuó en mi boca: Ella se acordó de mí ¡Pero fue para contactarme con su marido, que llegaba por trabajo a la Argentina!
Increíble. Ambas cosas: Que me suceda algo así y que un inglés quiera venir a trabajar a la Argentina…
Pero así era y, más o menos, pasó una hora hasta que pude procesar toda la situación. ¡Con que naturalidad se pueden derrumbar las ilusiones!
Hacía un rato nomás, imaginaba que ella sentiría al recibir mi respuesta el mismo cosquilleo que yo al leer su inesperado correo. Pero en cambio, ahora, meditaba acerca de lo que habrá experimentado ese afortunado muchacho cuando ella le dijo “sí quiero” frente al altar.

miércoles, 13 de julio de 2011

Crónicas de la AFO - El Origen Profano

Cuando la AFO era la FFA (Forgotten Footballers Association) sus integrantes, humildes y escasos en la época, debieron soportar ataques de todo tipo, no solamente verbales. Eran tiempos difíciles en la cuenca del Plata.
Recordemos que el ahora popular juego de fútbol llegó a Buenos Aires hacia 1840, de la mano -o los pies debería decir- de aquellos curtidos, ásperos y vehementes tripulantes de barcos ingleses que pasaban sus ratos libres corriendo y dándole patadas a un extraño objeto esférico, en los terrenos baldíos linderos al Puerto. 
Desde esos artesanales tiempos se llegó a 1867, momento en el cual los hermanos Hoggs fundaron el Buenos Aires Football y, a los pocos días nomás, se jugó el primer partido entre "gorras blancas" y "gorras coloradas".
Uno de los equipos, en las crónicas no queda claro de qué color, alineaba entre sus hombres a un esmirriado criollo de raíces anglosajonas a quien todos llamaban cariñosamente, "Tio". En efecto, no era otro que Ecuménico Theodoro Iraola Russell
Íntimo compañero de juergas de los hermanos Hoggs, el verborrágico Theodoro no tardó en ganarse el ánimo y simpatía de la muchachada que, enseguida, lo incluyó en el naciente conjunto deportivo.
Cuentan que Theo (en inglés se pronuncia “zio”, aunque para los criollos quedaría como "Tio"), era la mezcla perfecta entre la sofisticación y el glamour londinenses con la picardía y altanería rioplatense. Si bien estas últimas cualidades a veces le jugaban en contra, Theo se ganó un lugar en el grupo y, pese a que no entendía mucho de qué iba la cosa, supo recurrir a su astucia para disimular carencias deportivas.
De cualquier manera, aquel 20 de junio de 1867 una aristocrática y desconfiada muchedumbre se agolpó a las puertas del Buenos Aires Cricket Club, escenario elegido para el primer partido de fútbol en la Argentina. Cabe aclarar que por esa fecha, el profesor Watson Hutton -mediática e injustamente nombrado como el padre y artífice del fútbol en Buenos Aires- todavía se encontraba tomando el té en las frías y transatlánticas islas británicas.  
El caso es que, luego de algunas idas y vueltas, los hermanos Thomas y James Hogg accedieron a la divertida idea de Theodoro para invitar a los ciudadanos, mediante un anuncio en el diario The Standard, a presenciar el espectáculo deportivo dominical conocido como Football. Un visionario del marketing, se podría decir, un adelantado a su tiempo en muchos aspectos. Y ahí nomás, en medio de una revoltosa incertidumbre, se fundó el Buenos Aires Football Club (primero del fútbol nacional, aunque no reconocido oficialmente todavía). 
Así, en una tormentosa tarde de invierno porteño, se organizó el incomprobable enfrentamiento entre “colorados y blancos” que ganaron los primeros por 4 a 0, con 3 goles del desfachatado pero oportuno, Theodoro.
Casi de inmediato, los asistentes al inusual evento coincidieron en que se trataba de una experiencia increíble y decretaron que ése -y no el cricket o el tennis- sería el mejor entretenimiento de la clase alta rioplatense. Y hasta que algún tiempo después el juego llegó a las clases media y baja de la ciudad, el Football fue patrimonio exclusivo de los aristócratas locales, dentro de sus sectarios clubes de fin de semana.
En esa marea de refinamiento y popularidad descolló Theodoro Iraola Russell. Por entonces, pocos conocían que su primer nombre era Ecuménico y que el futuro lo colocaría como fundador clandestino de una naciente, forzada e innecesaria Forgotten Footballers Association, devenida luego en tiempos más nacionalistas, en la Asociación de Futbolistas Olvidados
Pero eso es parte de otra historia…

martes, 5 de julio de 2011

Crónicas de la Asociación de Futbolistas Olvidados (AFO)


Entonces, en medio de todas las voces, con tono monocorde y cansino, don Ecuménico Nicolás Iraola Corcuera levantó la mano derecha, el dedo índice apuntando al cielo, y habló:
- Como actual Presidente y nieto del Fundador de la A.F.O., no puedo permitir que la Comisión Directiva siga adelante con semejante disparate.
Ecuménico Nicolás era, efectivamente, nieto de Don Ecuménico Isidoro Iraola Corcuera, célebre creador de la otrora Liga de Futbolistas Olvidados, hoy devenida en Asociación. Sin embargo, entre las paredes derruidas del viejo edificio de la calle Mitre, todavía resuena una antigua leyenda que habla del padre de Ecuménico Isidoro, Ecuménico Teodoro Iraola Russell, como el auténtico creador de esa agrupación. Una entidad que, sin mayores preámbulos, reúne a futbolistas que alguna vez besaron efímeramente la gloria y luego fueron desechados al oscuro rincón de los ignotos olvidados. 
Aquel sacrílego rumor se remontaba a finales del siglo XIX, cuando el “football” se discutía en inglés y dentro de salones oligárquicos. Pero esa es otra historia, para otro momento.
Lo cierto es que Ecuménico Nicolás jamás creyó en esa versión profana y nunca, pero nunca, se lo escuchó hablar de su bisabuelo de apellido británico.
Sin embargo, por algún extraño designio del destino o como reconocimiento a su adorado abuelo, Ecuménico Nicolás se lanzó desde muy joven a una encarnizada lucha para presidir la intachable institución que fundaran sus antepasados, cualquiera de ellos que haya sido.
Rara decisión la del joven Iraola ya que su padre, don Froilán Estanislao Iraola Corcuera -hijo de Don Ecuménico Isidoro- jamás había manifestado el más mínimo interés por el deporte que aferrara con el alma su progenitor. Imagínense, el hijo de quien dedicara su vida al cuidado de deportistas olvidados, resultó banquero, amante del golf y el ajedrez, pulcro y entusiasta partidario del “Bon vivant”. El buen Froilán Estanislao estaba más cerca de un Dandy londinense que de un áspero marcador de punta de Barracas Norte FC.
Nadie podía imaginar que de aquel “señorito” saldría un niño como Ecuménico Nicolás que, si bien nunca descolló sobre el verde césped, siempre se mostró fascinado por el football. Y así, con ese interés sumado a su intelectualidad y a sus conexiones políticas, el joven no tuvo dificultades en llegar a lo más alto de la Asociación de Futbolistas Olvidados (AFO), para perpetuarse durante los últimos 25 años.
Y cuidado con que alguien se atreviera a pelearle una elección. Ciertos carcamanes periodistas todavía chamullan por debajo de alguna mesa trasnochada de cafetín porteño acerca de “eso” que se considera tabú para el entorno futbolístico nacional.
Dicen, y remarco la palabra dicen, que en su segunda o tercera candidatura, Don Ecuménico Nicolás se enfrentaba a un Cordobés medio apiolado que osó poner en duda su capacidad para dirigir la Asociación. Unas semanas después, el rival provinciano fue sorprendido por su mujer, en la cama: Estaba con 2 hombres. Y en la habitación también correteaban unas gallinas cluecas, un perro, dos travestis y -sobre la cómoda del cuarto- se veía una valija repleta de dólares y bolsas de un extraño polvito blanco. 
Obviamente, el pobre hombre abandonó su ciudad debido a la vergüenza y las sospechas. Lo escracharon los diarios y de esa, se sabe, no se zafa más. Tiempo después, algunos parroquianos comentaron que lo vieron medio atontado vendiendo artesanías en El Bolsón. Pero nadie lo pudo comprobar.
Lo cierto es que desde entonces, nunca más existieron opositores para presidir la A.F.O.
Tal vez por cuestiones como esas, tampoco llama la atención que desde su primera hipotética fundación en 1872, la entidad tuvo cuatro máximas autoridades, tres de ellas pertenecientes al linaje de los Iraola Corcuera, incluyendo el fundador… el verdadero, se entiende.
Así, con el peso de la tradición sobre su espalda y la autoridad que da la experiencia, cuando Don Ecuménico Nicolás Iraola Corcuera tomó la palabra en la reunión de Comisión Directiva aquella tarde, los participantes supieron que la decisión ya estaba tomada. Nadie intentaría siquiera un entredicho con el ilustre Presidente que, sin levantar la voz, repitió para que todos entendieran su postura:
- Como actual Presidente y nieto del Fundador de la A.F.O. no puedo permitir que la Comisión Directiva siga adelante con semejante disparate. Nuestro Código Normativo es indiscutible al respecto y nadie puede negar la solicitud de ingreso a nuestra Asociación del señor Jacinto Poseidón López, quien ha hecho méritos suficientes en su denodada carrera para honrar los preceptos de nuestra impoluta entidad.