lunes, 21 de noviembre de 2011

Sábanas blancas


El sol calido de marzo empezaba a ocultarse, a fundir su alma con la noche. Como tantas otras tardes, el amplio ventanal de la habitación todavía permanecía abierto. Solamente una suave brisa, que llegaba desde la playa, inundaba el ambiente con su fresco aroma de mar.
Habían concluido los preparativos para el esperado encuentro. Unas pequeñas velas desparramadas por aquí y por allá. Unas sábanas blancas sobre la alfombra y una botella de vino junto a sus respectivas copas. Se acercaba el momento.
Él no podía disimular sus expectativas. Ella, en cambio, llegaría unos minutos más tarde, segura de sí misma, aunque con mucha ansiedad. Ambos, eso sí, tratarían de dominar sus impulsos y controlar la respiración para no demostrar fuertes emociones.
Un reloj lejano marcó la hora acordada. La puerta se abrió y, frente a frente, sus miradas se unieron más allá del tiempo, en un universo añorado de promesas y deseos.
Una tenue luz de luna, incipiente aún, le daba a la noche ese toque romántico imprescindible. Y la cena, casi sin importancia, pasó demasiado rápido. Las pequeñas velas ya quemaban sus cabos y las sábanas, arrugadas, imploraban por los cuerpos desnudos de los amantes.
Entre penumbras, él se quito la camisa y ella dejó caer su vestido. Él la tomó suavemente por los hombros y deslizó sus manos, con dulzura, hasta la cintura. Ella, alargando los segundos en la eternidad, desabrochó el pantalón de su enamorado para escurrir la mano expectante. Él sintió que su piel se estremecía. Todos los sentidos explotaron en varias direcciones y, con el mayor deseo del mundo, acercó su boca a la de ella para sentir el húmedo sabor de sus labios.
La tibieza del sol de verano era ya un breve recuerdo que, cómplice de la aventura, cedió la posta a un mágico manto azul salpicado de estrellas. Las velas no ardían desde hacía horas y la persistente brisa no alcanzaba para refrescar el calor del lugar.
Dos amantes. Una pasión. Dos cuerpos. Un encuentro.
Finalmente, aquellas agotadas sábanas blancas consiguieron rozar la piel de los enamorados. De aquellos dos que quisieron fundirse, uno con el otro, siguiendo el ritmo lento del vaivén de las olas.
Dos apasionadas figuras detenidas en el espacio, entre el sol y la luna.
Dos sombras unidas por los incansables latidos de sus corazones. 
Una música persistente. Dos almas agitadas al amanecer. Y unas sábanas blancas...


lunes, 14 de noviembre de 2011

El último beso

En toda historia de amor hay, por lo menos, un beso.
En la frente, en la boca o lanzado desde lejos.
Soñado, deseado, esperado… Siempre un beso.
También debería existir la tácita obligación
de un último beso.

El Metro cerró la puerta y aún se podía escuchar la voz grabada desde el vagón que anunciaba: “Próxima parada, Alvarado”. Se sabía de memoria la frase después de ver pasar los últimos 6 o 7 trenes. Llevaba casi dos horas sentado al lado de Elena, en un banco de la estación Cuatro Caminos. Allí sería la bifurcación: él seguiría hasta Tetuán, a casa de su amigo; ella tomaría la combinación que la dejaría en el Aeropuerto de Barajas para regresar a su país.
Se habían conocido el día anterior. Religiosamente intercambiaron e-mails, números de teléfonos y las obligadas promesas de un eminente reencuentro. Ambos estaban de vacaciones en España. Él llegado desde Estocolmo y ella desde Bogotá.
Aquella mañana, casi mediodía, Elena tomaba unas últimas fotos en Plaza Mayor cuando él se le acercó para invitarla unas cañas. Dicen que hubo un relámpago en la zona cuando se cruzaron las miradas. Fue una atracción irremediablemente instantánea.
Siguieron juntos el resto del día y pasaron la noche en el hostel de la calle Huertas, donde se hospedaba ella. Al amanecer, ambos bajaron tomados de la mano por las escaleras de la estación Gran Vía. Decidieron que no se despedirían en el aeropuerto. Ninguno soportaba las despedidas, por eso era mejor hacerlo de manera casual: Al bajar del metro, cada uno tomaría una dirección diferente.
Pero no lo lograron. De las tres horas de antelación que Elena calculó para tomar su avión, pasaron dos sentados en el banco de aquella estación. No había demasiadas palabras sino cariños, abrazos, caricias, besos. Se volvieron a juramentar mutuas visitas y, de pronto, se hizo un profundo silencio que duró unos minutos. Entonces, él le robó otro beso. El último. Porque ella se puso de pie y abordó decidida el vagón del Metro que cerró sus puertas apenas subió.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El loco Zavarrita


Gustavo Zavarra deambula todo el día por la calle. Va de un lado a otro, sin rumbo fijo ni sentido alguno. Unos lo llaman cariñosamente “Zavarrita” y otros, menos piadosos, lo conocen como “el loco Zavarra”. Casi todos se burlan de él y muchos incluso se aprovechan de su delirante inocencia. Pero a él no le importa, porque Gustavo Zavarra encuentra un claro sentido a su incansable vagabundear: Contar la historia de un crimen.
No se le conoce una casa o domicilio desde hace años. Duerme en un banco de la plaza o, cuando llega el frío, se refugia en una de las salas de la estación de trenes. Lleva la ropa sucia y rota. El cabello largo le llega hasta los hombros y su abundante barba termina casi en el centro del pecho. De vez en cuando, algún que otro vecino sensible le acerca un plato de comida o le estira unos pesos para comprarse algo. Sin embargo, eso último no es la mejor opción ya que él se lo gastará en un tetra que le sirva para calentar el pico. Porque tiene mucho que decir.
Hace 15 años que le cuenta su historia a quien se lo cruza. O la grita a un auditorio imaginario, trepado al monumento de un prócer, frente a la municipalidad. O en cualquier esquina. Sinceramente, el lugar es lo de menos.
Cada día, aunque llueva o el sol derrita el asfalto, Zavarrita camina sin parar. Hasta se adentra en los senderos rurales, en esos caminos intransitables por el barro donde no llegan ni los punteros políticos más populares.
Otras veces se queda en la puerta del Banco, a la salida de misa o en la entrada del Supermercado. Aunque su lugar favorito es frente de la Comisaría. Todas las tardes se lo puede ver por ahí, respetuoso y altivo, vociferando su historia.
Al principio, quizás para ganarse la simpatía del Comisario, un Cabo recién llegado le pegó unos gritos y, dicen, hasta un culatazo con el revólver. Pero los vecinos lo vieron y fue tal el revuelo que se armó en el pueblo que tuvo que salir el oficial por la radio local pidiendo disculpas. Desde ese momento no se animan ni a labrarle un acta por disturbios en la vía pública.
Sucede que cada uno de los vecinos conoce su relato, vivió de cerca la historia verdadera de lo que sucedió y, de alguna manera, se sienten cómplices de la injusticia al sostener el silencio. Por eso lo defienden. Por culpa y cargo de conciencia. Pero a su vez le prestan poca atención por la calle porque prefieren hacerse los boludos para olvidar. Para tapar sus miedos, para no recordar aquello que permitieron y dejaron sin condena. Era más sencillo, más seguro, mirar para otro lado y seguir con la tranquila vida pueblerina. Pero él no olvida, no. Ni se lo permitirá a ellos.
Después de tanto tiempo, en un pueblo de provincia desolado por el irremediable abandono del estancamiento, las palabras de “Zavarrita” suenan casi a fábula. Parecen una de esas leyendas que los abuelos relatan a sus nietos antes de dormirse. Pero su historia es verdadera y nadie como él lo sabe.
Él vivió y sufrió esa historia. En cambio, los demás la sienten aún ajena, como una herida abierta cobarde y traicionera. Porque su relato habla de un crimen que ocurrió realmente y que todos callaron por temor a los culpables. Y los gritos iracundos de Gustavo, a toda hora y en cualquier lugar, existen para recordarle a la gente el triste asesinato de su hermano, Andrés. Una muerte que, 15 años después, desconoce todavía a los culpables. Pero sabe mucho de impunidad.  
En su desequilibrada batalla callejera, Zavarrita pregona sobre abusos de poder político y económico, de corrupción de las autoridades o de negocios turbios con personajes intocables de la alicaída alcurnia local. Pero las figuras influyentes, salvo en Fuenteovejuna, siempre encuentran los caminos para salir indemnes. Siempre… A pesar de Gustavo Zavarra y su quijotesca lucha, que aún sigue.

martes, 1 de noviembre de 2011

San Juan y Boedo


Al final, me quedé viendo el partido afuera del bar, cerca de la esquina de San Juan y Boedo. Miraba la televisión por una de las ventanas, de cábala nomás, porque justo hicimos el gol cuando había salido a fumar. Así que no tuve más remedio que seguir ahí afuera. Para qué andar desafiando a la desgracia, pensé.
En más de 100 años de historia, con muchos triunfos y más derrotas, San Lorenzo de Almagro nunca ganó la Copa Libertadores. Después de todo ese tiempo, finalmente, esa noche estaba jugando la ansiada final. Enfrente tenía, nada más y nada menos, que al temible San Pablo brasileño y, como siempre, era un partido bravo contra los "brasucas". Obviamente ellos eran favoritos, pero como esto era fútbol y se jugaba en cancha neutral, podía pasar cualquier cosa.
Y parecía que esa trillada frase iba a ser verdad nomás, porque cuando promediaba el segundo tiempo, el 9 nuestro intentó la heroica y encaró a los defensores afuera del área grande. Uno, dos, tres… Hasta que justo cuando se perfilaba para sacar el remate de zurda frente al arco, el 2 de ellos se le tiró a los pies y mandó la pelota al córner.
“¡Penal!” Gritaron los más optimistas. “...Si no entró ésa”, lamentaron otros que también observaban desde afuera del bar. La cuestión que el referí señaló tiro de esquina y santo remedio.
Entonces, centro al primer palo, la peina apenas el Petizo Ortiz y, por detrás  del malón aparece solito nuestro capitán, el Toti Zamudio, que con los ojos bien abiertos le mete el frentazo para clavarla de pique al suelo contra el palo derecho.
¡Golazo! ¡Vamos todavía! ¡Gol carajo!
- Ahora -gritaron unos más conservadores- todos a defender para aguantar el resultado.
El milagro parecía posible. ¡Qué nervios, la puta que lo parió! Desde que salí a fumar ya llevaba como 8 cigarros más. El tiempo parecía ir marcha atrás y encima, el árbitro colombiano no pitaba ni una a favor nuestro, como para enfriar un poco la cosa con un tiro libre.
¡Vamos, vamos que ya termina! ¡Reventala a la tribuna, hermano! ¡Cobrá una para nosotros, hijo de puta! Intercaladas, arengas y puteadas se sucedían unas a otras, como un rosario inacabable.
Reconozco que de a poco me fui alejando del vidrio, como si mi distancia fuera a impedir el empate. Pero bueno, en esos momentos uno recurre a cualquier cosa para alcanzar una victoria que estaba ahí, a minutos… ¡Si no fuese porque los brasileños se venían con todo! ¡Me cago en la gran siete, carajo! Nos tenían en un arco y del lado de adentro, casi.
De tanto recular, calculo que ya andaría por el cordón de la calle cuando un tipo se me acercó, haciéndome una seña, para ver si le convidaba un cigarrillo. Era gordo, de mi altura, llevaba una mano en el bolsillo de un jean gastado, como si buscara el encendedor. Lo extraño fue que no estaba angustiado como el resto.
- ¡Gracias, pibe! -dijo cuando le estiré un Marlboro- Usted no tiene idea cómo se extraña el vicio-. La verdad en ese momento no tenía idea de muchas cosas, así que le respondí con una media sonrisa de compromiso.
- ¿Cómo van? -agregó, señalando con el mentón para donde estaba la tele.
- Gana San Lorenzo 1 a 0 y deben faltar 5 minutos a lo sumo -le contesté sin prestarle demasiada atención.
Andaría por los 55 o 60 años y era pelado, aunque conservaba un poco de cabello gris sobre las orejas, que se unía con una abundante barba del mismo color. Por un instante, me pareció reconocerlo de algún lado, como si me recordaba a alguien, pero en esa noche no estaba para pensar y seguí pendiente del partido.
- Quédese tranquilo que por fin vamos a ganar la Copa.- Me aseguró con una templanza conmovedora. Tanto, que le creí y todo.
- ¡Dios lo escuche! -imploré en un deseo más profano que religioso, sin sacar la vista de la televisión, donde justo indicaban 4 minutos más de descuento.
A pesar de los nervios, alcancé a escuchar la extraña respuesta del tipo mientras se apartaba de mi lado: “Ya me escuchó, pibe. Fue lo primero que le pedí ni bien me lo crucé allá arriba”.
En ese momento, los de la transmisión dirigieron las cámaras hacia la tribuna donde estaba el actor Viggo Mortensen, llegado exclusivamente desde Hollywood para presenciar el histórico partido. Un fanático como pocos el gringo ese, aunque medio hincha pelotas también.
Poco después se desató la locura. El referí, muy a su pesar, señaló el centro del campo. No lo podíamos creer: ¡San Lorenzo campeón!
Recuerdo que empecé a saltar y a gritar desaforado. Me abracé con cuanta persona tenía cerca, todavía afuera del bar. Con la miraba busqué al Gordo que se me había acercado antes pero no lo encontré. Y entonces, como si se tratara de una epifanía, de una revelación divina, me acordé: El tipo era igualito a Osvaldo Soriano, el escritor ese que era hincha del Cuervo. Pero resultaba imposible porque yo sabía que él estaría celebrando en el otro barrio, rodeado de ángeles con túnicas azulgranas.
En esas cosas pensaba cuando, finalmente, la confusión dejó paso a la emoción y me largué a llorar como un chico, agarrándome la cabeza.
Después, vi como llegaba gente de todas partes. Se juntaban en la esquina y se abrazaban unos a otros. Señoras, señoritas, viejos, jóvenes, chicos… Estaba todo el barrio y había de todo. Banderas, bombos, papelitos, cornetas y gritos, muchos gritos y canciones. Cientos, miles de gargantas explotaban desafiando a la noche. Y a la historia.
Pensé de nuevo en el Gordo Soriano y me quedé con la vista clavada en el cielo. Me lo imaginé abrazado a mi viejo, felices, celebrando.
Después, me dejé llevar por ese delirio tan deseado, incomprensible y soñado...