martes, 25 de mayo de 2010

Una noche de mayo, hace ya más de 200 años


A esa hora de la noche, una suave brisa con aroma a sauces húmedos llegaba desde la orilla del río. Las velas, casi extintas, alumbraban aún el cómodo salón donde se había realizado la cena entre las figuras que encabezaron la declaración de independencia criolla, cansados de soportar la tiranía de la corona española.
Muchos de esos protagonistas ya se habían retirado a la casa de Doña Mariquita Sánchez de Thompson para continuar la celebración con un poco de música. Sin embargo, dos caballeros aún continuaban la tertulia, con una copa de brandy de Charente en la mano y la mirada perdida en la extensa llanura salvaje que se adivinaba por una de las ventanas.
- Mi querido, Manuel, hemos sembrado la semilla para el nacimiento de una gran nación. Un lugar que reunirá el poderío español, la nobleza británica y la sabiduría francesa. Ojala, apreciado compañero, esta lucha no haya sido en vano y dentro de varios siglos todavía se recuerde este momento como uno de los más importantes de la historia americana.
- Ojala así sea, Cornelio. Lástima que ya no estemos todos reunidos como esta mañana en el Cabildo. Rápida fue la declaración y más aún lo fue la dispersión. Cómo puede ser que Matheu y Larrea no hayan venido. Encima de todo, escuché que Azcuénaga no está conforme con vuestra designación y planea convocar a una asamblea general el próximo lunes.
- Pero Manuel, si esta mañana tan sólo nos liberamos de los españoles, cómo vamos a estar discutiendo acerca de nombramientos y disputas de poder. ¿En qué lugar del mundo puede ocurrir algo tan ridículo como eso? Por favor, no diga disparates.
El ruidoso empujón a las pesadas puertas de madera sobresaltó a los tertuliantes que disfrutaban de la plácida sobremesa en el salón principal de la casa de Saavedra. Era Juan José Paso que llegaba con noticias frescas.
- Correligionarios, algo funesto está ocurriendo. Mariano se enteró de un plan secreto para asesinarlo y, junto a un grupo de sus seguidores, al grito de “el pueblo unido jamás será vencido”, prendieron fuego algunas ruedas de sulky y cortaron el acceso a la plaza principal que, por otro lado, estuve pensando que la podríamos llamar Plaza de Mayo ¿no?
Manuel Belgrano y Cornelio Saavedra no podían salir de su asombro. Cómo se había enterado Moreno del plan para matarlo y por qué no se les ocurrió a ellos el nombre para la plaza.
Ambas cuestiones los desconcertaron hasta que Don Cornelio, máxima autoridad de la recientemente conformada Primera Junta, habló.
- ¿Qué locura es esa de asesinar al joven y prometedor Mariano Moreno? Si es el cerebro detrás de esta Revolución. Es el único capaz de concretar nuestros ideales de grandeza y convertirnos en una nación próspera, humilde, seria y pujante para luego…
- Por otro lado -interrumpió Don Manuel Belgrano-, lo del nombre a la plaza lo podemos discutir más adelante, no le parece, Juan José. Pero ya que estamos, podemos llamar Primera Junta a la plaza del oeste, donde salen los carros y, claro, deberíamos ir pensando en construir una residencia céntrica para las autoridades, porque el cabildo va quedando un poco chico, me parece. También me gustaría que el camino amplio, ese que sale hacia el sur, lleve mi nombre… Ustedes, mis ilustres Saavedra y Paso, podrían hacer lo mismo con algunas arterias que están en el kilómetro Once.
- Perdóneme, pero si usted elige un camino ancho del sur, yo como Presidente del primer gobierno criollo voy a mandar construir un caserío al norte para mis seguidores y convertirlo en el barrio de mis votantes. Hasta creo que el lugar podría llamarse Saavedra, a secas -intervino indignado el otro-.
- Caballeros -medió con diplomacia Juan José Paso-, me parece que no es momento para estas disputas. ¿Acaso queremos dar este ejemplo a nuestros fieles partidarios? ¿Deseamos que los futuros gobernantes rijan los destinos de esta patria peleándose por calles, barrios o tomando medidas demagógicas? Nos independizamos para alcanzar un sueño de libertad, pero con la ética y sensatez que aprendimos de los grandes pensadores europeos.
Belgrano y Saavedra cruzaron miradas de alerta. Después, cuando adivinaron que ambos pensaban lo mismo, el primero cedió la palabra al recientemente elegido presidente.
- Escucheme una cosita, Paso. Me parece que usted y Moreno están todavía un poquito “verdes” para ser secretarios de la Primera Junta. A lo mejor conviene ubicarlos primero en otro lugar menos expuesto y, de a poco, que vayan sumando experiencia -explicó Saavedra sin disimular la envidia.
El Dr. Juan José Paso tampoco logró esconder la indignación en su rostro. De inmediato supo que, pocas horas después de lograr el gran objetivo, la codicia personal ya estaba sobrevolando el ambiente y conquistando el corazón de los otrora revolucionarios.
Las palabras explotaron en su boca como presagio de una hecatombe que se avecinaría en los próximos meses. Y tal vez, sólo tal vez, se extendería por siglos.
- Mire, Saavedra, sin el apoyo de mi gente usted no estaría donde lo pusimos. Y si lo colocamos ahí fue porque su rango militar impone cierto temor que nos resulta útil a la causa, por el momento. Pero si se va a hacer el loquito, le aviso que con Sarratea y Chiclana vamos a impulsar la formación de un Triunvirato para gobernar este suelo sagrado. Así que disfrute lo que le queda ¿estamos?
El abogado dio media vuelta y abandonó el salón con un portazo que apagó algunas de las velas. Los dos comensales vaciaron sus copas y, nuevamente, fue Saavedra quien habló.
- Se da cuenta, Don Manuel. Primero vienen al cuartel a pedir ayuda contra los españoles y ahora nos quieren sacar. Con gente así no llegamos ni a 1811, me parece.
- Ya lo creo -musitó tímidamente Belgrano-. No quiero ni pensar lo que le espera a esta tierra de aquí en adelante.
Un silencio incomodo, pero reflexivo, dominó el salón durante un par de minutos. Luego, prosiguió Belgrano.
- ¿Usted cree que en 100 o 200 años nos considerarán héroes por lo que hicimos esta mañana?

martes, 11 de mayo de 2010

Nunca duermas sobre sangre

El piso todavía estaba mojado. Podía sentir el líquido espeso y caliente contra su cara. Lentamente abrió los ojos. Estaba extraviado.
Cuando intentó levantarse comprobó que el mareo era más agudo de lo que esperaba y que, además, se correspondía con un fuerte dolor de cabeza, tal vez producto de algún golpe que no alcanzaba a recordar. Lo intentó, por cierto.
Su memoria sólo logró construir la imagen de una mujer, un hermosa morocha de cabellos largos, bailando a su alrededor. Ambos se veían felices.
Cuando finalmente se puso de pie, observó sus manos. Estaban húmedas y rojas. El olor era desagradable. Luego, se descubrió desnudo por completo, de pie en el living de su casa, sobre un enorme charco de sangre. Se sobresaltó.
Por instinto, nomás, buscó una herida en su cuerpo. Por suerte, no tuvo éxito. Recordó a la mujer, aunque tampoco ella parecía lastimada en el fugaz recuerdo que guardaba de ella.
La habitación estaba en penumbras, pero sabía que era su casa. La sangre cubría casi la mitad de la habitación y no había otras señales más allá de la circunferencia en la cual estaba parado. Recorrió el cuarto entero con la mirada. Estaba solo, aunque su sensación era distinta. Podía sentir la presencia de alguien más.
¿Qué había sucedido? Se preguntaba todavía atontado para realizar cualquier reflexión. Sus pies se despegaron con esfuerzo del pegajoso suelo y caminó rumbo a la cocina. Sacó hielo del refrigerador y lo colocó en su cabeza. El reloj marcaba las 13.20, con lo cual, había estado inconsciente toda la noche y la mañana. Su último recuerdo volvió a aparecer y ahí estaba esa hermosa mujer, danzando en el living de su casa, mientras él reía y disfrutaba de los movimientos sensuales de esa morena desconocida.
Se detuvo de repente. Otra vez estaba sobre el líquido rojo, todavía tibio. Se preocupó. Solamente tenía en su memoria algunos fragmentos de lo que había sucedido la noche anterior.
Volvió a mirar a su alrededor, esta vez con mayor detenimiento en algunos detalles. Su billetera estaba sobre la mesa, junto a las llaves del coche. Se dirigió hasta el baño y estaba intacto, vacío y sin manchas de sangre. Los rayos de luz del mediodía que entraba por la ventana lo obligaron a cubrirse los ojos con la mano. Luego entró en su cuarto y encontró ropa tirada. La camisa, el pantalón, los zapatos. También estaba el diminuto conjunto negro que llevaba la mujer. Lo mismo: Todo limpio.
Se desplomó sobre la cama y, recién entonces, recordó el momento en que ella dejó caer suavemente el vestido por su pálida piel, acariciando su silueta con movimientos sensuales, hasta dejarlo en el piso como una pequeña ciénaga de aguas oscuras.
Esto no estaba bien, pensó mientras se colocaba el pantalón. Terminó de vestirse y sin mucha prisa regresó al living. Todo se encontraba igual, aunque su mirada se detuvo bruscamente en el armario. Ahora, sin dudas, percibió que alguien lo observaba. Tomó un pesado bastón y se acercó hasta que, con la otra mano, pudo empujar la puerta.
Oscuridad y silencio. Una brisa proveniente de la calle sacudió las cortinas de la ventana. En el armario sólo había trastos y él esperaba encontrar otra cosa. Volvió sobre sus pasos y se sentó en el sillón. Por primera vez en más de 20 años de profesión, el detective Roger Bensson estaba aturdido y desorientado. ¿Acaso esperaba encontrar el cuerpo de la muchacha?