lunes, 20 de diciembre de 2010

Los Seis

A mis amigos bartenders.

Se los conoció simplemente como “Los Seis” y eran, sin duda, los más escurridizos estafadores de aquellos tiempos. Cierto día, cada uno de ellos recibió un anónimo con las palabras justas para captar su atención. Sin dudarlo, asistieron a la reunión pautada. El objetivo, perpetrar la estafa más grande de todos los tiempos, una proeza tal que, de concretarse sería la obra maestra de los engaños y sus protagonistas entrarían con honores en la historia grande de los timadores.
La tarde en cuestión, cada uno de Los Seis fue llegando al bar donde tendría lugar la cumbre del engaño. El sitio elegido para semejante evento no fue otro que el mítico “Cutty Sark”, ubicado en el número 35 de Jubilee Market.
Uno tras otro, los invitados ocuparon su silla en una retirada mesa del fondo. El sitio, propiedad de la familia Berry, había sido la guarida de los “Berry Brothers”. Tiempo más tarde, se supo que Francis Berry, el único sobreviviente de aquella mítica banda de delincuentes, ofreció el lugar sin vacilar, cubriendo la reunión de un aura conmemorativa.
Mucho después, también se conoció el verdadero desenlace de tremenda iniciativa. El timo más grande de todos los tiempos nunca llegó a concretarse. Como sostuvo el propio Berry, Los Seis se emocionaron demasiado con el proyecto. Tanto así que no dejaron de chocar sus vasos de whisky hasta el amanecer y terminaron en un estado de embriaguez jamás visto. Y ante semejante exceso, ninguno consideró acertado concretar el misterioso plan con compañeros tan endebles.
Sin embargo, aunque trascurrieron varias décadas del inicio de sus andanzas, la policía identificó recientemente a “Los Seis”. Se supo que en aquella velada estuvieron presentes: Alfred Brooks, George Ballantine, Giacomo Justerini, Matthew Gloag, Johnnie Walker y William Teacher.
Es cierto que nunca se descubrió al anónimo cerebro que los reclutó, aunque desde entonces ha sido una gran idea reunirlos en la barra de cualquier bar.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Aquella mañana de verano

 “Odio escribir cuando estoy melancólico, es cuando más realidad se filtra en un relato”.

Después de dos días, su perfume todavía seguía impregnado en la almohada. Su ausente presencia flotaba también en el ambiente. El destino parecía encaprichado en regodearse con el abandono. Aquella mañana, ella se fue sin despedirse. No hubo un “adiós” y por eso, quizás, quedaron tantas dudas tras sus pasos.
Las cuestiones sentimentales seguían siendo un misterio, difícil e incomprensible para él. Ni siquiera su experiencia de años le sirvió para anticipar el desenlace o, al menos, descifrar ese enigma. Esa incógnita disfrazada de morocha con piel morena y curvas deliciosas, que lo cautivó a primera vista. Incomprensible y todo, como era.
Los días posteriores no serían lo mismo. Mucho menos como él los había imaginado: con ella a su alrededor.
Al menos, pensó después estúpidamente, "le preparé esa cena romántica que le había prometido". Aunque ambos sabían que, más allá del romanticismo, esa velada buscaba otra cosa. Un nuevo comienzo, tal vez. Querían creer que siempre es posible volver a empezar. Sólo se necesita una oportunidad.
Pero ahora, a la distancia, lo veía más claro. En ese momento en que el sufrimiento por la ausencia le da paso a la indiferencia del olvido, lo comprendió todo. Él solamente quería mostrarle que la vida lastima, es cierto, pero es uno quien elige cuándo abandonar ese camino de angustia. Aunque después, claro, tratemos de culpar al destino.
Pero no lo logró. Ella pensaba distinto.
Y lo terrible, entonces, volvió a ser aquella desdichada mañana en que ella se fue para siempre. Aunque también fue definitiva esa noche en que él se quedó sin decir y ella… Ella prefirió no escuchar.
Qué ridículo parece a veces ese pensamiento egoísta que intenta convencernos de que es mejor estar solos. Como si la vida en sí misma no estuviera repleta de momentos de soledad. Ni que decir de la desolación que vendrá después.
Sin embargo, en su memoria retumbaba aún el ruido de la puerta. Cuánto dijo sin decir, aunque ella todavía piense que él no la comprendió.
Para él, en cambio, fue más doloroso el vacío de los días siguientes que la temprana separación. Era como si ella saltara de un barco que aún no dejaba el muelle. Sin la chance, siquiera, de mostrarle el itinerario del viaje. O al menos, la posibilidad de disfrutar juntos el tiempo que dure la travesía hasta el próximo puerto. Pero no. Nada de eso ocurrió. No se lo permitió.
Lo peor, él lo sabía bien, no era perderla, sino la incertidumbre que genera no comprender. La imposibilidad de cambiar las cosas por el simple desconocimiento de lo que sucede.
Seguramente, ella creyó que era mejor solucionar todo por su cuenta para retomar feliz su andar por la vida. Pero bajo ningún punto de vista querrá volver atrás. Al lugar donde estaba él. A esa mañana de sábanas de verano. A ese solitario despertar juntos.
Justo en ese instante de reflexión, a él le dolerá el alma. Ahí, recién comprenderá que para terminar una relación no siempre se necesitan dos.
Fue poco el tiempo para soñar con lo bello que hubiera sido. Pero demasiado para olvidar lo hermoso que fue conocerla. Muchos años de vida seguirán para repasar esas semanas anteriores al fatídico amanecer. Demasiados años le llevará borrar esa madrugada en que se quedó despierto, viéndola dormir a su lado. Observándola en silencio. Deseando que despierte para amarla.
Y cuando por fin ella abrió los ojos, él nunca imaginó que sería el imprevisto final.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Por un puñado de pesos

Marquitos salió corriendo del kiosco, dio vuelta a la esquina y le pegó derecho dos cuadras hasta la placita de la estación. Llegó casi sin aliento, pero no le importaba porque sabía que lo seguían.
En su mano derecha tenía una bolsita de nylon con los pocos pesos que había podido manotear de la caja. Pero El Negro no tuvo tanta suerte, el dueño del local lo bajó de un tiro cuando se quiso dar vuelta para salir corriendo. Marquitos, inmóvil, observó la caída de su amigo con los ojos enormes ante lo inesperado y los pensamientos perdidos en algún lugar lejos de ahí.
Ahora, todavía agitado tras la corrida, se pudo acurrucar contra una pila de durmientes. Estaba cayendo la noche cuando escuchó las sirenas lejanas y supo que lo iban a agarrar. Pero no quería volver. De sus 24 años, había estado 3 a la sombra y otros tantos en el reformatorio. "No más", se dijo.
Entonces, vació la bolsita y revisó el revólver que llevaba en la otra mano: 175 pesos y 1 bala. Pocas chances. Mal augurio.
Cerró los ojos para pensar -o para resignarse, o para rezar- y escuchó el jadeo rítmico de su acelerada respiración. Los gritos de un policía lo devolvieron a la realidad. Pensó en El Negro. "Él sí zafó de volver adentro".
Más nervioso a cada segundo, Marquitos asomó la cabeza sobre los durmientes. Aunque se arrepintió al instante, alcanzó a ver algunos patrulleros y varios policías. Mirando al suelo, negó con la cabeza ante la confirmación de lo inevitable. Transcurrieron unas pocas milésimas más de tiempo hasta que agarró con fuerza los billetes, los apretujó con el puño de una mano y los arrojó al aire. “Por vos, Negro”, gritó.
El dinero arrugado todavía flotaba en la brisa del anochecer cuando se escuchó el estruendo.
Minutos después, mientras recorría la triste escena, el sargento Medina informó por radio que la recámara del revólver del chico no tenía balas. 


lunes, 8 de noviembre de 2010

El circo pasó

La última vez que fui a un circo,
ya era grande. O eso creía.


El deseo de ocupar la butaca es incontrolable, cautivados tal vez por el asombro que provoca la enorme carpa de colores. Una vez adentro, los ojos no dejan de recorrer todo el lugar sin detenerse, intentando descubrir de dónde proviene el misterio que flota en el ambiente. La espera provoca ansiedad y los nervios necesitan ser calmados con el espectáculo.
Una voz gruesa, amena y rimbombante pronuncia la esperada frase: “Bienvenidos al maravilloso mundo del circo”. Por fin los sentidos dan rienda suelta a la imaginación y el encantamiento se apodera del lugar.
El maestro de ceremonias ya estableció el tácito diálogo entre público y artistas, gracias al ruidoso idioma de los aplausos. Ahora todo es inevitable. Las manos no dejarán de sonar y las miradas quedarán perplejas en ese círculo central donde se concentran las emociones.
Los rostros de los adultos se confunden con los de los niños y, en un abrir y cerrar de ojos, el encanto de la magia dejó su lugar a la tensión que provocan los equilibristas. Las escenas se suceden hasta que, por fin, todos estallan en una sola carcajada con la aparición de los desalineados payasos: Risas y más risas, de grandes y de chicos… ¿O serán todos niños, hoy?
El intervalo también forma parte de la fiesta. Ahí cobran vida los vendedores de globos y muñequitos. Es tiempo de saborear azúcar quemada o garrapiñadas, clave para que el ritual sea completo. Y no podremos irnos, de ninguna manera, sin un pequeño llavero rectangular que guardará en su interior la fotito de ese instante inolvidable.
Sin tiempo para acomodarnos, el show volvió a la pista y la atención regresa a los artistas. Malabaristas, domadores, trapecistas, magos y nuevamente los payasos. Todos son personajes de un sueño que termina, impiadoso, cuando la potente luz blanca anuncia el final de lo ficticio, de lo soñado. Una música contagiosa nos despide aconsejando el regreso que, seguramente, será pronto. Tal vez cuando “nuestro niño” pida otra noche de fantasía e ilusión.
Por el momento, el circo pasó y dejó su encanto impregnado en el aire del pequeño pueblo.

sábado, 30 de octubre de 2010

Oda al D10S - Bonus


Para el Mejor jugador de fútbol de todos los tiempos, 
en su cumpleaños número 50. 
¡Felicidades y muchas gracias por todo!


Lo vi rebelde, irrespetuoso y contradictorio. Lo vi vencido. 
Lo vi caerse, marcharse y perderse. Hasta lo vi arrepentido.
Lo vi encumbrado y derrumbado.
Lo vi llorar, putear y pelear. Lo vi extraviado.
Lo vi bajar del cielo y de la tierra. 
Lo vi tirado y golpeado.
Lo vi triste, quebrado e insultado.
Lo vi morir. Lo vi destruido. Lo vi endiosado.
Lo vi levantarse de una patada. Lo vi expulsado.
Lo vi curar sus heridas. Lo vi renacer a la vida.
Lo vi alegre y divertido. Lo vi sacrificado y caprichoso.
Lo vi entregado y crucificado. Lo vi profeta. Lo vi reconocido.
Lo vi agotado y valeroso. Lo vi luchador empedernido.
Lo vi quejoso y protestón. Lo vi juicioso y respetado.
Lo vi fiel y traicionado. Lo vi defensor y haciendo ruido.
Lo vi solitario y resistido. Lo vi equivocado.
Lo vi dejarse la piel. Lo vi silbado y exiliado. Lo vi prohibido.
Lo vi feliz. Lo vi admirado y repudiado.
Lo vi solo frente a todos por defender sus ideales.
Lo vi incomprendido.
Lo vi alzar su puño en alto. Lo vi cantar mi himno.
Lo vi gambetear a todos. Lo vi comprometido.
Lo vi levantar ciudades. Lo vi apurado y sin camino.
Lo vi argentino para siempre y orgulloso de ese destino.
Lo vi emocionado y correspondido.
Lo vi abandonado. Lo vi sin piernas. Lo vi convencido.
Lo vi llevado de la mano. Lo vi serio y distendido.
Lo vi resurgido. Lo vi frustrado. 
Lo vi gritar bien fuerte para no ser oído.
Lo vi defender aquello en lo que ha creído.
Lo vi gordo y barbudo. Lo vi eufórico y enardecido. 
Lo vi suplicar y sin amigos.
Lo vi hacer magia. Lo vi de celeste y blanco. 
Lo vi en el gol a los ingleses.
Lo vi con lágrimas en los ojos. 
Lo vi jugador de futbol. Lo vi sólo un tipo.
Lo vi a Maradona... 
Y estoy agradecido.
 

lunes, 11 de octubre de 2010

Pericles Orellana: Un nombre más tribunero

El otro día le dije a Don Pericles, mientras le acercaba un amargo:
- Ahora que tiene tiempo, ¿no me escribe algunas líneas para mi Blog?
Tardó unos segundos antes de levantar la mirada. Se acomodó los anteojos. El resplandor de la tarde entraba impiadoso por el ventanal del balcón, a sus espaldas, en el departamento de San Cristóbal. Era la hora de la siesta y estaba leyendo el suplemento deportivo del diario El Mercurio de Chile, apasionado por la goleada del Huachipato sobre la Católica por 3 a 0.
Me observó entre indiferente y descreído. Luego, volvió a su lectura. Creo que le dolió más que lo hiciera sentir como alguien “retirado del juego”. Y aunque en definitiva él es un nuevo jubilado, les juro que esa no fue mi intención.
Volví a insistirle, por si no había oído. Pero cuando iba a empezar a decirle, se me adelantó sin asomar la cabeza por encima el suplemento ampliamente desplegado.
- Primero -dijo con voz suave pero firme-, contame qué extraña epidemia te afectó para imaginar que yo, el gran Pericles Orellana, el Oráculo del periodismo deportivo, escribiría cualquier cosa, por ínfima que sea, para algo que dirijas vos. Decime, por favor, porque no me entra en la cabeza, nene. ¡Ni un telegrama de renuncia te escribo!
Levanté la mano con el dedo índice extendido como para aclararle que yo no dirigía nada, pero fue inútil. Prosiguió inalterable.
- Y segundo… -apoyó el diario en la mesa para mirarme a la cara-. ¿Cómo mierda se te ocurre ponerle ese nombre a un diario, me querés decir? ¿Blo? ¿Qué carajo quiere decir eso? Le tenés que poner algo más tribunero, pibe, como “Ovación”, “Área chica” o “Golazo”. ¿Entendés? Se ve que no aprendiste nada laburando conmigo, ¿eh?
Ahí recién bajé la mano que aún sostenía en alto mi porfiado dedo y decidí no explicarle que se trataba de una nueva plataforma digital de comunicación y difusión. Para qué. No era el momento. Cuando "carajea" de esa forma es mejor no contradecirlo ni llevarle el apunte. La mejor receta es dejarlo refunfuñando solo. Eso sí lo aprendí trabajando con él. Y lo sufrí también.
Pasaron unos pocos segundos incómodos hasta que me devolvió el mate y agregó negando con la cabeza:
- ¿Blo...? ¡Qué nombre de mierda le pusiste, pibe!
Eso fue lo último que dijo aquella tarde. Después, dio vuelta la página del suplemento deportivo y giró la cabeza para espiar por la ventana del balcón. La luz del sol había desaparecido y el frío de otra nochecita de invierno se adivinaba a través del vidrio.

lunes, 16 de agosto de 2010

Chácharas y peroratas sobre la suerte

Es bastante común, sobre todo entre los argentinos, considerar que en cuestiones de “suerte” estamos más que “cagados por las palomas”. Por eso decimos que fuimos “meados por dinosaurios”.
Pero más que referir la cuestión a un mero capricho del destino, no siempre deberíamos echarle la culpa de todo a la “suerte”, buena o mala. Porque en definitiva, es una cuestión de enfoque, de cómo se encara la cosa.
Pero, ¿qué mierda es la suerte?
No sé definirlo exactamente, pero estoy seguro que existe “algo”, no me caben dudas (destino, suerte, karma… Póngale el nombre que a usted más le guste). Aunque últimamente, me convenzo más de que todo depende del cristal con el que se mire.
Por ejemplo: Me gusta una chica que pasa caminando por la vereda y le digo un piropo. Ella, sin detenerse, me suelta un montón de insultos con cara de mala onda y humor de perros y, casi al final agrega “…y si te agarra mi marido, te caga a trompadas”.
En ese caso, ¿de quién es la mala suerte? ¿Mía, porque una mujer no me correspondió? ¿O del pobre marido que tiene que se casó con esa bruja de mierda?
Lo que es sorprendente, también, son aquellas acciones que podemos llegar a hacer por un poco de suerte ¿Se dieron cuenta? ¡Nos ponemos muy, muy pelotudos!
Que una cintita roja en la muñeca (lo cual para los hombres es de por sí una mariconada); que 3 pasos para atrás si se cruzó un gato negro; que bajar a la calle sin mirar, con tal de no pasar debajo de una escalera…
¡Hasta somos capaces de no ir a una entrevista de trabajo si nos pasa algo así! Y está bien, para qué vas a ir sí ya se sabe cómo va a terminar la cosa, ¿no?
Si das 3 pasos para atrás, seguro perdés el colectivo y llegás tarde. Y si no los das, te rechazan en la entrevista por el efecto del gato negro. ¡Qué decisión difícil!
Encima, es terrible la presión que te mete la suerte con episodios como ese. Por ejemplo, hay gente que se topa con una escalera en la vereda, porque están arreglando una marquesina... ¡Y se van hasta la mitad de la calle, con tal de no pasar por debajo y tener mala suerte! ¿Y si los atropella un auto? ¿Eso es mala suerte, igual? ¿O se anula? ¿Cómo es ahí la cosa? ¿Hay un reglamento al respecto? ¿O simplemente es un extremo pelotudo?
Romper un espejo, cruzar de frente un pelirrojo, el número capicúa de un boleto… Todas trampas del destino disfrazadas de técnicas para la buena o mala suerte. En realidad, para hacernos desconfiar nomás.
En una época, incluso, tenía la billetera desbordada de boletos con números capicúas que fui juntando durante años. Hasta que un día… ¡Me robaron la billetera! ¿Qué pasó? ¿Estaban vencidos los boletos? ¿No se suponía que me daban buena suerte? ¡La puta que lo parió!
En fin. Me parece que la suerte es una casualidad del universo, caprichosa y muy puta, que te mira por encima de un hombro con desdén. Como sobrando la situación, pero con una serenidad envidiable.
Claro, como para no estar tranquila, ¿no? Si el damnificado es uno y no la suerte cabrona que se queda serena… Más Serena que la Williams. Sí, la tenista negra… ¡¡¡Como mi suerte!!!


lunes, 2 de agosto de 2010

Un grito de gol desordenado

Nunca festejé tanto un gol como ese. Los demás clientes de aquel bar madrileño me miraron sorprendidos, no estaban acostumbrados, y yo les solté un “gol” desde bien adentro que rompió el silencio y cruzó el humo espeso del lugar hasta explotar en las pausadas calles de la ciudad. Fue un rugido con bronca, pasión y… desorden.
Digo esto porque todo grito de gol tiene un orden. Uno está sentado, comiéndose las uñas, fumando un cigarrillo o haciendo cualquier otro gesto nervioso que permita descomprimir la tensión. Después, el cuerpo se pone rígido y las extremidades se inmovilizan en actitud expectante. Nos inclinamos hacia adelante con el gol en la garganta, la boca entreabierta, las cejas levantadas y con cara de pavo. El desenfreno sube por el cuerpo, se siente desde las entrañas y hace una última parada al borde de los labios.
Casi llegamos al climax pero, todavía, no se definió la jugada. Entonces nos levantamos de la silla de un salto y caemos frente al televisor, como si pudiéramos ayudar al jugador en su carrera hacia el arco. Tal vez, sólo tal vez, nos agachamos si hace un enganche de más o retraemos la pierna cuando se prepara para sacar el derechazo. Algunos, incluso, pegamos una patada como si fuéramos a definir la jugada.
Por último, cuando el cuerpo no puede contener más la excitación, la pelota se envuelve de red y soltamos toda la dicha contenida hasta ese instante. Ahí sí, como dicen los manuales del hincha: Grito de gol largo, profundo, lleno de emoción y con la “o” interminable que dibuja un círculo perfecto en la boca. Abrazos con desconocidos, frases célebres como “¡qué golazo hizo ese tipo, por Dios!”, que muchas veces se encadenan automáticamente con un apoteótico insulto contra el eterno rival que “lo mira por tevé”.
Y después de la tormenta, viene la calma, la relajación. Volvemos a nuestro lugar original respetando la cábala. Sin despegar los ojos de la pantalla, tanteamos en la mesa el paquete de puchos y comenzamos una vez más los rituales desde el principio.
Por eso decía que en aquel bar de Madrid festejé desordenado el gol, porque cuando lo vi arrancar desde el mediocampo con la pelota dominada, la mirada fija en la redonda, la lengua entre los dientes y enroscando las piernas de sus marcadores con una pisada de lujo, empecé a saltar y a llenar de elogios a ese dios pagano que con su gambeta endemoniada dejaba en el camino innumerables “muñequitos” blancos.
Primero lo sentí en el pecho, cerca del corazón. Luego fue subiendo desde las entrañas, pasó a la boca y no lo pude contener más. El grito nacía del alma, era incontenible y aunque él -rulos al viento- todavía no había entrado al área, su imagen de potrero me hablaba sólo a mí para decirme confiado: “Gritalo tranquilo que no te voy a fallar”.
Entonces fue demasiado tarde para acomodarme al ritual. Para cuando el dios puso la zurda en el área y miró al arco, yo estaba gritando descontrolado, arrodillado al pie del televisor. No hacía falta seguir mirando, pero no pude dejar de hacerlo. Obra maestra, golazo, fantasía, el mejor de todos los tiempos y a mí, entre lágrimas y delirio, se me rompía la garganta.
Había captado la atención de todos. El dueño del lugar se me venía al humo con cara de pocos amigos. El tío me tomó del brazo para levantarme y, de un salto, lo abracé. Pero él no entendía nada. El más grande de la historia había hecho el mejor gol de todos los tiempos. Parecía una fábula, estaba naciendo una leyenda y nadie más se daba cuenta.
En otro rincón del bar se escuchaban unos cuantos que puteaban hasta en arameo contra el número 10 de camiseta azul. Escupían espuma de cerveza inglesa para todos lados.
Me estallaron lágrimas en los ojos y el dueño aprovechó mi vulnerabilidad para echarme a la calle a los empujones. “Hombre de poca fe que no reconoce un milagro”, le grité desde el empedrado.
Otra vez estaba rompiendo el orden establecido al no regresar a mi lugar para respetar la cábala. “Envidioso de mierda”, dije en voz baja.
De todas formas, no importaba. El destino, en ese verde y cálido terreno mexicano, lo trazaba un petizo de mirada desafiante. Me levanté el cuello de la campera, apagué el pucho y salí corriendo por la calle al grito de “dale campeón, dale campeón”. Solo, como loco malo.
A los pocos metros me paré en seco. Crisis, caos, otra vez el desorden: “Acá no hay Obelisco para ir a festejar, carajo”.

lunes, 26 de julio de 2010

La muerte del Fútbol – Reflexiones post Mundial 2010



El fútbol murió. Ese deporte que conocimos y nos apasionaba, desapareció. Ya no queda ni para “mendigar una linda jugada por el mundo” como dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Unos meses atrás, quizás el FC Barcelona nos hizo creer que no todo estaba perdido; aunque ahora parece más un espejismo que un oasis, en el desierto de la mediocridad.
Porque lo que se juega hoy, definitivamente, no es fútbol. Si hasta el mismísimo Brasil abandonó su “Jogo Bonito”. Ni que decir de las gambetas endiabladas del Río de la Plata.
Eso que se juega en los estadios ahora, es otra cosa. Es un deporte duro, esquemático, rudimentario, sostenido en lo físico y apoyado en amarretas estrategias de pizarrón. Llamémosle “fut-drez” o “rug-bol”. Pero nunca fútbol. Es el jugar a no jugar. Porque a eso apuestan los equipos: Se preocupan de que el rival no juegue. Y se olvidan de disfrutar para maravillar.
Y así, señores, matamos al fútbol. Por no cuidar a los habilidosos, ahora abundan rústicos, maratonistas y físico culturistas. Este mal llamado fútbol de hoy, nada tiene que ver con el asombro, la emoción y la sorpresa de otros tiempos.
Nada queda de aquella famosa “dinámica de lo impensado”. Se escatima una pared en pos de una falta táctica. Se posterga al 10 creador de ilusiones, para alinear un doble 5 destructivo.
Todo es previsible y estudiado. Todo se resume al cálculo y a la avaricia. Todo, señores, aburre dentro de una cancha… Y encima, quieren poner “tecnología” para “impartir justicia”.
Ya dejamos que asesinen ese deporte imprevisible que nos divertía como ninguno. Ahora, tal vez, permitiremos que los mundiales se jueguen en una Play Station.
Y ahí, listo. Cierren los estadios, apaguen la música de las tribunas y entierren la pasión. Total... El fútbol ya murió.

Faccia Bruta



Algunas crónicas de los diarios italianos de principios del 1900 ya mencionaban su brutal forma de matar. Pero eso, por estas tierras, recién se supo muchos años después, cuando la policía lo atrapó antes de robar el Banco Metropolitano, en 1929. 
Hasta ese entonces, ni la prensa ni las autoridades habían establecido vínculo alguno entre los hechos ocurridos en la vieja Europa y los que sacudían la cansina tranquilidad de la pampa argentina. Los métodos eran los mismos y los resultados también, pero nadie -o casi- conocía al autor. Tal vez, ninguno sobrevivía para describirlo.
Los periódicos de la península europea hablaban de “il macellaio”, mientras que tiempo después, los periodistas argentinos adoptarían el término “Carancho” para referirse a la misma retorcida mente criminal. Mucha sangre, cuerpos irreconocibles y una interminable cantidad de puñaladas eran su marca. Parecía que mataba por placer.
“Otro golpe sangriento del Carancho”, remarcaban los grandes títulos a cinco columnas de los matutinos. 
Por cierto, nunca quedó muy claro de dónde provenía ese apodo. Aunque si uno profundizaba en el tema, descubría que había otra gente, unos pocos inmigrantes que vivían en zonas desoladas del interior del país, que también lo llamaban “Faccia Bruta”. Eran aquellos con los que había cruzado el Atlántico, escondido en algún barco de carga. Ellos sabían en realidad quién era Pietro Giovanni Dellamata.
Los asaltos del perturbado personaje habían cautivado la atención de los periodistas, intrigados por tan sanguinario comportamiento. El mismísimo Departamento Central de Policía, que hasta el 15 de agosto de 1929 no había sospechado quién era “Faccia Bruta”, se enroscaba en furiosas discusiones imaginando la identidad del criminal que llevaba más de 5 años robando y matando sin piedad.
La relación con el crimen de ese italiano proveniente de Sicilia había comenzado mucho antes de pisar suelo americano. Algunos sostienen que cuando llegó a la Argentina intentó reformarse y consiguió un trabajo como sereno en un edificio de la calle Moreno. El lugar servía de aguantadero para un grupo de anarquistas españoles que se reunían ahí para planificar sus “manifestaciones”.
Pasó poco tiempo hasta que Pietro se relacionó con los revolucionarios y, a los 3 meses de vivir en Buenos Aires, ya había “reventado” un par de Comités y tajeado a 4 personas. De momento, justificado por fines políticos.
Aunque Pietro lo hacía por placer, para sentir esa sensación de éxtasis y poder que le producía cortar a su víctima hasta dejarla desfigurada. Claro, también lo hacía por dinero. No estaba acostumbrado a vivir con el mísero sueldo de sereno porque, además de matar, le gustaba mucho la bebida y la buena vida de los prostíbulos de La Boca.
En esos tugurios, justamente, era donde abrazaba todas sus pasiones y lujurias. Podía estar besándose con alguna criolla tetona y, dos segundos más tarde, asesinando a algún perejil que le había mirado de reojo a la mina. Ahí, al resguardo de lo clandestino, ni debía esconder el placer que le generaba atravesar con un cuchillo a una persona. Después se tomaba un vaso de caña y volvía con la puta, sonriendo como un chico que hizo una travesura y sabe que su mamá no lo regañará.
La historia de Pietro la descubrí por casualidad hace unos años, mientras hojeaba unos viejos ejemplares de La Nación en la Hemeroteca del Congreso. No había mucha información. Sus andanzas concluían en la edición del 16 de agosto del `29, el día siguiente a que lo atrapara la policía. Esa crónica relataba cómo unos 35 oficiales irrumpieron en un conventillo de Barracas y sorprendieron al “malviviente”, gracias a una denuncia anónima, en una situación “bastante comprometedora”. No pude indagar aún cuál era esa situación y cuán comprometedora. O para quién.
Lo cierto es que ahí nomás le pusieron los grilletes y quedó a disposición del Juez, según declara en el artículo el Comisario Rafael Nieto. Nada más. 
No hay crónicas que mencionen algo sobre la sentencia, cuándo lo juzgaron, dónde lo encerraron o cuál fue esa extraña situación en la que lo sorprendieron. Como un fantasma, Pietro dejó de aparecer en la prensa y su leyenda se borró como las huellas en la arena junto al mar. Como sucede habitualmente, al caer el asesino, nuevos crímenes y sucesos habrán captado enseguida la tención del público y el interés de los medios.
Desde entonces, cada vez que por algún motivo laboral repaso viejas crónicas policiales de los diarios, presto especial atención por si aparece algo al respecto que se me haya escapado. Y hace unos días, revisando otras secciones de una edición de La Prensa, me topé con el final de la historia. En un amarillento ejemplar del 27 de julio de 1952, descubrí su obituario:

P. G. Dellamata (1894-1952). Con profundo pesar y tristeza participamos que el día 26 de julio de 1952 falleció Pietro Giovanni Dellamata, dedicado padre y esposo, inspirador ejemplo cívico. Su partida deja un vacío imposible de llenar, pero nos queda el legado de su obra que, sin duda, continuaremos sus numerosos discípulos en todo el mundo.

Estaba muy claro ahora por qué la muerte de semejante criminal había pasado inadvertida en aquellos agitados días. El Carancho, Faccia Bruta o il macellaio, murió el mismo día que Eva Duarte de Perón.
A pesar de la íntima y ridícula satisfacción que me provocó ponerle un final a la historia de vida de este personaje, un extraño escalofrío me recorrió la espalda: Había personas en este mundo que no sólo lo recordaron y homenajearon, sino que lo admiraban y continuarían su obra.


lunes, 28 de junio de 2010

Pasión Argentina

Esa vergonzosa-orgullosa exaltación sin mesura ni censura.  

En un partido de cualquier selección argentina, la canción patria no se canta, se siente. Los jugadores saben que el Himno Nacional sale de muy adentro, de lo más profundo de ese pecho bien inflado de gloria. Saben que el grito bajará desde las tribunas y los acompañará con ese emotivo “oooooo…” -que impusieron los Pumas- y que desde entonces sale de las miles de gargantas argentas presentes en cualquier estadio del mundo. Y saben que se trata del grito que antecede a la batalla, antes que de una solemne entonación musical.
Los argentinos no sabemos alentar con esos tibios “a por ellos oe…”, “Chi Chi Chi, le le le…” o “cielitos lindos”. En las canchas nuestra música dice, habla de empuje y coraje, de sangre en las venas, de pelear cada pelota como si fuera la última, de salir con la ropa sucia y la camiseta transpirada, de correr hasta el último aliento para dejarse todo sobre el césped. Y, sobre todo, habla de epopeyas heroicas que forjaron el temple argento en el pasado, para vivir la grandeza del presente.
Así vive el fútbol un argentino, sépanlo propios y extraños. Con pasión, ganas, sufrimiento, garra y, especialmente, con orgullo. Ése que solamente se siente si gritas el gol de Diego a los ingleses cada vez que lo ves, o te reíste cuando -jugando con el tobillo arruinado- dejó afuera del mundial a los brasileros, o puteaste con él cuando nos silbaban los italianos, o caminaste resignado a su lado para el dopping del ´94, y te emocionaste con sus lágrimas de derrota en Italia ´90.
Porque para entender al fútbol argentino, primero tuviste que sufrirlo y emocionarte. Alentar a esos once titanes aunque vayan perdiendo y llorar desencajado, abrazado a un desconocido, porque ganaste o perdiste en el último minuto.
El fútbol argentino se disfruta porque se vive apasionadamente. Como hacemos casi todo. Y esa pasión es, justo, la que nos distingue en todas partes. Porque es fácil decirnos soberbios, pero les cuesta más reconocernos algunas, pocas, virtudes.
Porque las 2 estrellas sobre el escudo que lleva la camiseta argentina no representan nomás los Campeonatos del Mundo ganados, sino que recuerdan los “dos huevos” enormes que debe tener el jugador que la viste. Para que sientan vergüenza cuando reciben un gol y sepan que si no se puede con habilidad, el partido se gana con temperamento. Ese valor agregado que inunda el alma del jugador argentino y lo hace diferente, casi único, en cualquier cancha del planeta. Porque solamente un argentino juega -y alienta- con los dientes apretados todo el partido…
El “dejar la vida en una cancha” no se consigue en ningún otro lado. De ahí, señores, el respeto ganado por la celeste y blanca a lo largo de los años. Porque esta gloria se alcanza con historia, ni más ni menos. Y esa camiseta tiene mucha historia. No se inventa en un laboratorio, ni en la oficina de marketing, ni se compra en el mercado. No, señor. Esa mística nace, se cría y se forma en las calles de tierra, en el caserío de chapas y en el potrero gastado de una esquina.
Por el empuje de Kempes, el desparpajo de Messi, el batallar de Batistuta, la fiereza de Simeone, el alma de Fillol, la irreverencia de Ratín, la sutileza de Redondo, el guante de Verón, la gambeta endiablada del Burrito, los huevos de Blas Armando, la picardía del Bambino, la corajuda desfachatez de Tévez, la sutileza paciente del Bocha, la imprudencia y la categoría del Charro, el inagotable pique del Canni, la guapeza de Mascherano, la claridad de Labruna, la locura de Gatti, el pase justo de Riquelme, la perseverancia de Palermo, la magia del Diego… Y tanto, pero tanto más.
Por todo esto, el argento lleva la frente en alto y el corazón hinchado de felicidad al ver a su selección. Aunque llore, aunque sufra, aunque putee sin parar.
Una pasión así de grande no se puede explicar. Por eso, perdónenme la falta de respeto, pero esto que escribo sólo lo entenderá un argentino de alma, en lo más profundo de su corazón.

(Escrito luego de un partido de la selección en el Mundial de Sudáfrica).

"…La va a tocar para Diego. Ahí la tiene Maradona; lo marcan dos, pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio de fútbol mundial, y deja el tercero ¡y va a tocar para Burruchaga! Siempre Maradona... ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... ¡Goooooolll!! ¡Goooooolll! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el fútbol! ¡Golaazo! ¡Diegooooo! ¡Maradooona! ¡Es para llorar, perdóneme! Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste? para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina... Argentina dos; Inglaterra cero. ¡Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona! Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por éste... Argentina dos; Inglaterra cero".
(Relato de Víctor Hugo Morales. México, 22 de junio de 1986).

lunes, 14 de junio de 2010

La muerte no está en la TV

Hace una semana observé la noticia por primera vez en el televisor. Lo habían masacrado de 8 tiros a quemarropa en la puerta de su casa para robarle veinte pesos y un teléfono móvil. Su familia presenció todo desde una ventana.
Él había bajado del autobús a dos calles y dobló en la esquina como cada tarde. Quería llegar pronto para levantar en brazos a su hijita.
La noticia duró poco más de 3 minutos en el informativo, mezclada entre muchas otras sobre el mismo tema y, la verdad, pasó casi desapercibida. Creo que a veces preferimos no ver ese tipo de historias. Ignorarlas parece la mejor manera de eludirlas para no pensar que podría sucedernos a cualquiera de nosotros.
Al día siguiente la volvieron a repetir, ahora con una foto de él, su esposa y la nenita. Parecían una familia feliz, como tantas otras. Su esposa era maestra de escuela, en el mismo barrio donde se habían conocido 30 años antes. Desde entonces estuvieron juntos, se casaron y tuvieron una nena, Betiana.
Él trabajaba en el centro, era cajero en un banco. Después de 20 años, se las arreglaba para darle un digno pasar a la familia y hasta se pudo comprar con mucho esfuerzo una casa en Avellaneda.
En el reporte de la televisión aparecía mucha gente en la vereda. Todos lloraban y sostenían coloridos carteles con una sola y repetida palabra: “Justicia”. Se los veía muy enojados, nerviosos. Parecían personas trabajadoras, humildes… Desprotegidas, inseguras, temerosas. 
Una semana después volvieron a repetir la noticia del banquero asesinado para informar que la policía detuvo al sospechoso. Un chico de 15 años, que había cometido otro crimen similar.
Esta vez presté atención a la noticia, aunque la veía de lejos en otro televisor. Estaba en un cuarto demasiado blanco y silencioso.
Transcurrieron 7 días ya desde que Betiana dejó de abrazar a su papá y pensé en el alivio que sentiría la esposa por la novedad en el caso. Pero inmediatamente comprendí que no existía ninguna sensación favorable en todo esto. Sobre todo para la familia del banquero.
La velocidad de las noticias pasó a los resultados de la liga de fútbol y decidí apagar el televisor. No podía dejar de pensar en esa familia y en la poca atención que le presté aquella primera tarde a lo ocurrido con Betiana y su papá.
En eso estaba cuando entró en la habitación mi esposa, con mis hijos y el doctor. Todos sonreían, parece que la evolución de mi herida era buena.
Mi familia, por suerte, no tuvo que observar impotente desde una ventana como me asaltaban en la puerta de casa para llevarse mi auto. Todo lo que recuerdo es a dos personas nerviosas y el brillo gris de un revólver. Después, un estruendo, un ardor intenso en el abdomen y la oscuridad total.

martes, 25 de mayo de 2010

Una noche de mayo, hace ya más de 200 años


A esa hora de la noche, una suave brisa con aroma a sauces húmedos llegaba desde la orilla del río. Las velas, casi extintas, alumbraban aún el cómodo salón donde se había realizado la cena entre las figuras que encabezaron la declaración de independencia criolla, cansados de soportar la tiranía de la corona española.
Muchos de esos protagonistas ya se habían retirado a la casa de Doña Mariquita Sánchez de Thompson para continuar la celebración con un poco de música. Sin embargo, dos caballeros aún continuaban la tertulia, con una copa de brandy de Charente en la mano y la mirada perdida en la extensa llanura salvaje que se adivinaba por una de las ventanas.
- Mi querido, Manuel, hemos sembrado la semilla para el nacimiento de una gran nación. Un lugar que reunirá el poderío español, la nobleza británica y la sabiduría francesa. Ojala, apreciado compañero, esta lucha no haya sido en vano y dentro de varios siglos todavía se recuerde este momento como uno de los más importantes de la historia americana.
- Ojala así sea, Cornelio. Lástima que ya no estemos todos reunidos como esta mañana en el Cabildo. Rápida fue la declaración y más aún lo fue la dispersión. Cómo puede ser que Matheu y Larrea no hayan venido. Encima de todo, escuché que Azcuénaga no está conforme con vuestra designación y planea convocar a una asamblea general el próximo lunes.
- Pero Manuel, si esta mañana tan sólo nos liberamos de los españoles, cómo vamos a estar discutiendo acerca de nombramientos y disputas de poder. ¿En qué lugar del mundo puede ocurrir algo tan ridículo como eso? Por favor, no diga disparates.
El ruidoso empujón a las pesadas puertas de madera sobresaltó a los tertuliantes que disfrutaban de la plácida sobremesa en el salón principal de la casa de Saavedra. Era Juan José Paso que llegaba con noticias frescas.
- Correligionarios, algo funesto está ocurriendo. Mariano se enteró de un plan secreto para asesinarlo y, junto a un grupo de sus seguidores, al grito de “el pueblo unido jamás será vencido”, prendieron fuego algunas ruedas de sulky y cortaron el acceso a la plaza principal que, por otro lado, estuve pensando que la podríamos llamar Plaza de Mayo ¿no?
Manuel Belgrano y Cornelio Saavedra no podían salir de su asombro. Cómo se había enterado Moreno del plan para matarlo y por qué no se les ocurrió a ellos el nombre para la plaza.
Ambas cuestiones los desconcertaron hasta que Don Cornelio, máxima autoridad de la recientemente conformada Primera Junta, habló.
- ¿Qué locura es esa de asesinar al joven y prometedor Mariano Moreno? Si es el cerebro detrás de esta Revolución. Es el único capaz de concretar nuestros ideales de grandeza y convertirnos en una nación próspera, humilde, seria y pujante para luego…
- Por otro lado -interrumpió Don Manuel Belgrano-, lo del nombre a la plaza lo podemos discutir más adelante, no le parece, Juan José. Pero ya que estamos, podemos llamar Primera Junta a la plaza del oeste, donde salen los carros y, claro, deberíamos ir pensando en construir una residencia céntrica para las autoridades, porque el cabildo va quedando un poco chico, me parece. También me gustaría que el camino amplio, ese que sale hacia el sur, lleve mi nombre… Ustedes, mis ilustres Saavedra y Paso, podrían hacer lo mismo con algunas arterias que están en el kilómetro Once.
- Perdóneme, pero si usted elige un camino ancho del sur, yo como Presidente del primer gobierno criollo voy a mandar construir un caserío al norte para mis seguidores y convertirlo en el barrio de mis votantes. Hasta creo que el lugar podría llamarse Saavedra, a secas -intervino indignado el otro-.
- Caballeros -medió con diplomacia Juan José Paso-, me parece que no es momento para estas disputas. ¿Acaso queremos dar este ejemplo a nuestros fieles partidarios? ¿Deseamos que los futuros gobernantes rijan los destinos de esta patria peleándose por calles, barrios o tomando medidas demagógicas? Nos independizamos para alcanzar un sueño de libertad, pero con la ética y sensatez que aprendimos de los grandes pensadores europeos.
Belgrano y Saavedra cruzaron miradas de alerta. Después, cuando adivinaron que ambos pensaban lo mismo, el primero cedió la palabra al recientemente elegido presidente.
- Escucheme una cosita, Paso. Me parece que usted y Moreno están todavía un poquito “verdes” para ser secretarios de la Primera Junta. A lo mejor conviene ubicarlos primero en otro lugar menos expuesto y, de a poco, que vayan sumando experiencia -explicó Saavedra sin disimular la envidia.
El Dr. Juan José Paso tampoco logró esconder la indignación en su rostro. De inmediato supo que, pocas horas después de lograr el gran objetivo, la codicia personal ya estaba sobrevolando el ambiente y conquistando el corazón de los otrora revolucionarios.
Las palabras explotaron en su boca como presagio de una hecatombe que se avecinaría en los próximos meses. Y tal vez, sólo tal vez, se extendería por siglos.
- Mire, Saavedra, sin el apoyo de mi gente usted no estaría donde lo pusimos. Y si lo colocamos ahí fue porque su rango militar impone cierto temor que nos resulta útil a la causa, por el momento. Pero si se va a hacer el loquito, le aviso que con Sarratea y Chiclana vamos a impulsar la formación de un Triunvirato para gobernar este suelo sagrado. Así que disfrute lo que le queda ¿estamos?
El abogado dio media vuelta y abandonó el salón con un portazo que apagó algunas de las velas. Los dos comensales vaciaron sus copas y, nuevamente, fue Saavedra quien habló.
- Se da cuenta, Don Manuel. Primero vienen al cuartel a pedir ayuda contra los españoles y ahora nos quieren sacar. Con gente así no llegamos ni a 1811, me parece.
- Ya lo creo -musitó tímidamente Belgrano-. No quiero ni pensar lo que le espera a esta tierra de aquí en adelante.
Un silencio incomodo, pero reflexivo, dominó el salón durante un par de minutos. Luego, prosiguió Belgrano.
- ¿Usted cree que en 100 o 200 años nos considerarán héroes por lo que hicimos esta mañana?

martes, 11 de mayo de 2010

Nunca duermas sobre sangre

El piso todavía estaba mojado. Podía sentir el líquido espeso y caliente contra su cara. Lentamente abrió los ojos. Estaba extraviado.
Cuando intentó levantarse comprobó que el mareo era más agudo de lo que esperaba y que, además, se correspondía con un fuerte dolor de cabeza, tal vez producto de algún golpe que no alcanzaba a recordar. Lo intentó, por cierto.
Su memoria sólo logró construir la imagen de una mujer, un hermosa morocha de cabellos largos, bailando a su alrededor. Ambos se veían felices.
Cuando finalmente se puso de pie, observó sus manos. Estaban húmedas y rojas. El olor era desagradable. Luego, se descubrió desnudo por completo, de pie en el living de su casa, sobre un enorme charco de sangre. Se sobresaltó.
Por instinto, nomás, buscó una herida en su cuerpo. Por suerte, no tuvo éxito. Recordó a la mujer, aunque tampoco ella parecía lastimada en el fugaz recuerdo que guardaba de ella.
La habitación estaba en penumbras, pero sabía que era su casa. La sangre cubría casi la mitad de la habitación y no había otras señales más allá de la circunferencia en la cual estaba parado. Recorrió el cuarto entero con la mirada. Estaba solo, aunque su sensación era distinta. Podía sentir la presencia de alguien más.
¿Qué había sucedido? Se preguntaba todavía atontado para realizar cualquier reflexión. Sus pies se despegaron con esfuerzo del pegajoso suelo y caminó rumbo a la cocina. Sacó hielo del refrigerador y lo colocó en su cabeza. El reloj marcaba las 13.20, con lo cual, había estado inconsciente toda la noche y la mañana. Su último recuerdo volvió a aparecer y ahí estaba esa hermosa mujer, danzando en el living de su casa, mientras él reía y disfrutaba de los movimientos sensuales de esa morena desconocida.
Se detuvo de repente. Otra vez estaba sobre el líquido rojo, todavía tibio. Se preocupó. Solamente tenía en su memoria algunos fragmentos de lo que había sucedido la noche anterior.
Volvió a mirar a su alrededor, esta vez con mayor detenimiento en algunos detalles. Su billetera estaba sobre la mesa, junto a las llaves del coche. Se dirigió hasta el baño y estaba intacto, vacío y sin manchas de sangre. Los rayos de luz del mediodía que entraba por la ventana lo obligaron a cubrirse los ojos con la mano. Luego entró en su cuarto y encontró ropa tirada. La camisa, el pantalón, los zapatos. También estaba el diminuto conjunto negro que llevaba la mujer. Lo mismo: Todo limpio.
Se desplomó sobre la cama y, recién entonces, recordó el momento en que ella dejó caer suavemente el vestido por su pálida piel, acariciando su silueta con movimientos sensuales, hasta dejarlo en el piso como una pequeña ciénaga de aguas oscuras.
Esto no estaba bien, pensó mientras se colocaba el pantalón. Terminó de vestirse y sin mucha prisa regresó al living. Todo se encontraba igual, aunque su mirada se detuvo bruscamente en el armario. Ahora, sin dudas, percibió que alguien lo observaba. Tomó un pesado bastón y se acercó hasta que, con la otra mano, pudo empujar la puerta.
Oscuridad y silencio. Una brisa proveniente de la calle sacudió las cortinas de la ventana. En el armario sólo había trastos y él esperaba encontrar otra cosa. Volvió sobre sus pasos y se sentó en el sillón. Por primera vez en más de 20 años de profesión, el detective Roger Bensson estaba aturdido y desorientado. ¿Acaso esperaba encontrar el cuerpo de la muchacha?

lunes, 26 de abril de 2010

El asesino interior

Siempre me gustaron los crímenes. Miraba muchas películas de suspenso y acción, leí en los diarios sobre asesinatos y las novelas policiales eran una pasión incontrolable. Balas, cadáveres, criminales, detectives. Culpables e inocentes. Todo se mezclaba en mi cabeza.
Con el tiempo, y sin darme cuenta, el interés se incrementó y empecé a leer ensayos, informes y cualquier otro tipo de material analítico sobre crímenes, asesinos y muertes. Asistía a conferencias y visitaba bibliotecas especializadas. Era como cualquier otra pasión, irresistible, un poco más obsesiva quizás, pero inofensiva. Al menos hasta ese momento.
Siempre fue así hasta un día en particular. Una jornada rutinaria, pero definitiva. Aquella vez estaba, como tantas otras veces, sentado frente a incontables papeles, estudios y pericias. En un preciso instante, después de mucho investigar -y tal vez sospechar-, descubrí que mis conductas, mi forma de vida, mis gustos e incluso mi perfil psicológico, eran similares a los de un asesino serial.
No cualquier persona con posibilidad de cometer un crimen, sino una de comportamientos identificables y puntuales; con inclinación a la reiteración para calmar algún tipo de patología.
Aquel día cambió mi vida. Al principio me aterroricé, luego me desesperé y finalmente, no sé cómo, mi mente se aclaró. Pedí ayuda, visité diversos profesionales y, finalmente, logré tener una conversación muy fructífera con un amigo de mi familia que trabajaba para la policía.
Después de darle muchas vueltas al asunto y con la convicción de que tan sólo yo sería el responsable de tomar esa decisión que defina mis actos, la dualidad se hizo presente ante mí: Podía dejarme llevar por esa predisposición y que fluya mi instinto más sangriento o bien, con un poco de esfuerzo y voluntad, podría utilizar mis “aptitudes” naturales para colocarme precisamente en la orilla contraria. Opté por la segunda opción.
Unas palabras de aquel amigo fueron determinantes: “No importa qué tipo de capacidades tengas, sino cómo las utilices”.
Algunas semanas después abandoné la carrera de abogacía para estudiar psicología y, luego de especializarme en conductas delictivas, comencé a colaborar como asesor para la INTERPOL. Nuevamente, ese amigo familiar tuvo algo que ver con el puesto de trabajo.
Al principio no sabía muy bien de qué manera podía utilizar mi “talento” pero cuando las consultas y los casos fueron apareciendo, era como si el camino se abriera delante de mis ojos.
En el primer crimen para el cual fui requerido, supe al instante que jamás hubiera podido ser un asesino exitoso, siquiera hubiera sido capaz de lastimar a alguien. La mirada de la víctima, con ese último destello de vida grabado, me marcó para siempre y me enseñó mi falencia, eso que me faltaba y que un asesino posee al momento de enfrentarse a otro ser humano con la decisión de quitarle la vida.
Más de 10 años después, todavía recuerdo el nombre de esa primera persona que no pudo evitar lo inevitable. El cuerpo, con 3 balazos en el pecho, apareció al costado de unas vías del tren. Ella se llamaba Teresa Mendoza y tenía apenas 22 años. Poco menos que yo cuando decidí que mi “asesino interior” no sobreviviría.

lunes, 12 de abril de 2010

De objetos y nombres raros

Hoy estaba charlando con mi amigo Diego, que vive en Illescas cerca de Madrid. No recuerdo bien por qué nuestra conversación derivó por el lado de lo difícil que era ser inmigrante. Por supuesto, no nos detuvimos en cuestiones profundas como el desarraigo, sino que nos dejamos llevar por temas más mundanos como el nombre de los objetos.
Por ejemplo, lo complicado que resulta para un argentino escuchar cuando un español dice que va a “coger” un autobús. Y no hicimos hincapié en el sinónimo de colectivo o bus, precisamente. En efecto cuesta integrarse así.
O, también, nos reímos mucho sobre aquella vez que intenté decirle a una amiga de su esposa, lo bien que le quedaba esa “pollera”. Claro, la pobre mujer me miró desorientadísima y se defendió: “Oye cabrón, que no soy ningún travestido para llevar algo para sostener la polla”.
Si era ahora a la distancia, parece lógica pura, nomás. Pollera, elemento para llevar o sostener la polla. ¡Cómo carajo la señorita lo iba a relacionar con su bonita “falda” de seda!
Después, está también la cuestión de los nombres. En mis épocas de bartender, me acuerdo, mientras compartía la barra con mi amigo y mentor Miguel -conocido como la “Fletch”- viví un episodio que ni en los sainetes más graciosos.
Tres niñas, muy divertidas ellas, llevaban horas bebiendo y en un momento preguntaron mi nombre. Luego de responderles con una simpática sonrisa ellas decidieron también presentarse.
- Hola, guapo. Soy Alma -deslizó amablemente la primera.
Queriendo resultar agradable, me mandé sin pensarlo demasiado.
- Alma… Qué lindo nombre ¿Es sevillano? -error, un grandísimo error de mi parte.
- En realidad -agregó ella sonrojándose- me llamo Almudena y me llamó así por la Virgen patrona de Madrid.
Juro que esa d final pronunciada como z nunca me sonó más interminable que esa noche.
- Mucho gusto, yo soy la Cari – dijo al instante la otra.
- ¡Ah! Carina. Podrías ser argentina tranquilamente -arriesgué confiando en que mi metida de pata no podía continuar. Pero la muchacha puso cara de pocos amigos y me corrigió a los gritos dejándome en claro que no se llamaba Carina sino… Caridad.
Impresionante. Que puntería tuve. Miguel no dejaba de reírse con mis desaciertos y me pareció que era un buen momento para terminar mi mala racha.
- Ok. Tú no me digas como te conocen tus amigos, sino cuál es tu verdadero nombre -dije con seguridad, mientras observaba a la tercera.
- Pues vale, yo me llamo Concepción y me dicen Conchita.
No era mi noche, definitivamente. Pero mejor, culpar a la dificultosa integración en otras culturas, ¿no?

miércoles, 24 de marzo de 2010

Tu ausencia en aquellos días



Estos días no pude escribir mucho. Nada, en realidad. Las únicas imágenes que vienen a mi mente, son tuyas. Una detrás de otra, repetidas. Vos sonriendo, vos caminando a mi lado, vos acomodándote esos rulos rebeldes, vos jugando con los anillos de tu mano, vos… Siempre y sólo vos. Tu sonrisa, que para mí, es toda vos.
Debí haberle hecho caso a esa gitana de la feria cuando me dijo que sufriría mucho al caer rendido ante el "encantador hechizo de una sonrisa".
¡Qué boludo! ¡¿Cómo no me di cuenta?! Cómo no supe enseguida que eras vos mi cruel sentencia de amor. Si bastaba con ver esa sonrisa que tenés. Pero claro, iluminabas tanto con ella que me encandilaste por completo esa noche y ya no pude salvarme.
Hoy tampoco te vi. No viniste, no fui. No hablamos por teléfono. Igual que ayer y que unos días atrás. De todas maneras, en lo más profundo de mi alma intuyo que deberé acostumbrarme a eso. Porque nada será como antes, ¿verdad?
Esta tarde, en la redacción, me senté frente a la pavorosa página en blanco y después de muchos años, me ganó. Quedó completamente vestida con su pálido, desnudo e inmaculado color.
Los muchachos pasan por atrás de la silla y, los más amigos, se animan a una palmadita en el hombro. Claro, ellos no saben, pero lo intuyen. Igual que yo, que no necesité escuchar tu voz o leer tus cartas para darme cuenta de lo que iba a suceder. Porque en tu silencio está todo implícito.
Ya se que no tenés la culpa. Aunque creo que, de alguna manera, siempre supimos que terminaría así. No sé, intuición, si querés.
Ahora me acuerdo que la primera vez que te leí sentí una energía impresionante. Creí que el corazón me iba a explotar en el pecho de la emoción. Y desde ese momento, todo se precipitó y no supimos como frenarlo. Aunque sea, para no salir heridos. Porque siempre a uno le duele más que a otro. Pero las cosas se dieron así. Breve pero intenso, solías escribir.
Y de esa misma manera, también, se ocurrieron las cosas entre nosotros. Días de un vertiginoso ir y venir. Llamados interminables, conversaciones maravillosas y aquél encuentro que nunca podré olvidar. Y que me sirvió para guardarme todas estas imágenes que ahora me bombardean una detrás de la otra. Estabas animada, despierta, viva... Sonriente y Hermosa.   
Después, todo cambió. Los días siguientes ya no fuiste la misma hasta que, final e inevitablemente, desapareciste. Ahora me queda el consuelo amargo de saber que al menos supiste comprender lo que sentí y que eso, de alguna extraña manera, vivirá en vos para siempre. Ojalá.
Por eso, tal vez, también seguiré buscando entre millones de rostros anónimos esa "sonrisa con hechizo", que vaticinó la gitana. Y quizás por ese encantamiento recién ahora puedo escribirte estas líneas que espero puedas leer en el diario, dónde sea que estés. Para que sepas que seguís viva en mí, a pesar de ellos.
 La Plata, 26 de septiembre de 1976.