lunes, 25 de enero de 2010

La escuela de la vida

Esto sucedió una tarde cualquiera, en una de esas discusiones que surgen de la nada, siguen por envión y terminan con escaso sentido. Mi padrino, un tipo cercano a los 40 y sin más remedio que aceptarme por las obligaciones familiares, me llevó con él al bar donde se juntaba religiosamente cada tarde con sus amigos. 
Ahí, señoras y señores, asistí a una de esas enseñanzas que te da la “escuela de la vida”, de las que no encontras en un libro o academia. Una "charla de café” reservada para mayores y en la cual, obviamente, no podía participar con mis inmaduros 14 años.
Acaloradamente, padrino y sus 5 amigos discutían una de esas cuestiones que, prácticamente, definen toda tu masculinidad: ¿Quién fue el mejor James Bond de la historia, Sean Connery o Roger Moore?
Sin mayores precauciones, desde mi irrespetuosa y moderna adolescencia, irrumpí entusiasmado entre esas voces para proponer en el debate a un Pierce Brosnan o Daniel Craig.
¡Para qué! En instantes nomás alcancé a comprender la imperdonable falta de respeto que había cometido.
Al silencio inmediato e incómodo que surgió por mi  desacertada interrupción, continuó una fulminante concentración de miradas sobre mi diminuta humanidad. “Quién dijo a usted que podía opinar”, parecían recriminarme esos ojos.
- ¿Qué decis, pibe? -saltó padrino, haciéndose cargo de su responsabilidad al llevarme al santuario de sus tertulias. Reconocí tanta indignación en sus palabras que por un momento temí que me diera vuelta la cara de un sopapo.
Y en la desesperación por evitar ese inminente golpe, intenté explicar verborragicamente que los nuevos actores que interpretaron a 007 tuvieron buena aceptación, tanto de  los críticos como del público. 
Pero a esa altura a nadie le importaban mis palabras y los seis pares de ojos seguían atónitos, recriminatorios, arrojándome silenciosos insultos.
- ¿Nuevos actores…? -chapuceó lentamente otro de los tertulianos, asombrado por lo que escuchaba.
Luego siguió un silencio incomodo durante 10 o 15 segundos hasta que la conversación volvió a su cauce, llevada por la vergüenza ajena que sintió mi padrino ante el sacrilegio que había presenciado en su ámbito más sagrado.
- Lo que me molesta del escocés es la barba -prosiguió como intentando que todos se olvidaran de mi insolencia y volviera a reinar de fondo, únicamente, el monótono sonido ambiente del bar.
Por suerte, lo logró. Y así, con la misma inmediatez con que causé la interrupción en la mesa, el grupo me volvió a ignorar. 
Reconozco que solté un largo suspiro contenido e, internamente, supe que aveces es recomendable pasar desapercibido o, incluso, ser ignorado. Sin dudas, éste era uno de esos casos.
Así que, ya nuevamente en la muda intimidad de mis pensamientos, opté por un Sean Connery y sólo volví a emitir palabra cuando padrino me preguntó si quería otra cosa: “Un submarino con vainillas”, respondí con el tono de voz más humilde, por la lección aprendida.


lunes, 11 de enero de 2010

Deseo de una tarde de verano


Aquel verano hizo mucho calor. Eran tiempos en que la familia aún veraneaba toda junta en alguna playa desierta del sur de la provincia. Por eso los dos hermanos, todavía niños, pasaban solos la mayor parte del tiempo a la orilla del mar. Hablando, nomás. Peleando, de a ratos. Soñando, casi siempre.
- ¿En serio me decís? ¿No me estás cargando? ¡Mirá que le digo a mamá! -desconfiaba el más pequeño.
- ¡En serio, nene! ¿Para qué te voy a mentir? -garantizaba el otro, con esa dudosa sabiduría de hermano mayor.
- Entonces... ¿Qué tengo que hacer? -se arriesgaba el chiquito.
- ¡Facilísimo! Tenés que cerrar los ojos y pensar en tu deseo justo cuando la ola te moje los pies… ¡Y listo! -aseguraba el más grande.
- ¿Nada más?
- ¿Viste? ¡Nada más! El mar se lleva tu deseo hasta que vos crezcas. Después, cuando seas grande y vuelvas a pararte acá, la ola regresa, te moja los pies y… ¡Zas! ¡Se cumple tu deseo!