martes, 3 de febrero de 2009

Cambia, todo cambia...


"Cambia, todo cambia…" Cantaba Mercedes Sosa. Y parece que tenía razón, la Negra. El fin de semana fui "pa´l pago" a visitar a mi familia. Hacía varios meses que no iba. Y como sobra el tiempo en los pueblos, por lo general me aburro y hago cosas que en la ciudad no. Por falta de tiempo u horarios acotados, no sé. Lo cierto es que el sábado por la tarde, verde ya de tomar mate abajo de la parra y pisar hormigas, agarré la bicicleta y decidí ir a cortarme el pelo.
Salí rumbo a lo del “Gallo Claudio”, la peluquería donde me corté el pelo durante los años que viví en el pueblo. Era como un santuario. Lugar de reunión de cada vago que andaba dando vueltas por las dormidas calles del pueblo. Ahí nos juntábamos cuando nos rateábamos al colegio, cuando esperábamos el micro los domingos para ir a jugar por la Liga regional, para tomar una Coca después de un picado… Hasta el viaje de egresados a Bariloche, en vez de salir de la plaza, salió de la puerta del “Gallo Claudio”.
Y Claudio, su dueño, era un tipo bárbaro. De esos “tipos pulentas” que hay en todos los pueblos: Picaflor, atorrante, eterno habitante de la noche. Era nuestro ídolo. Pero también era compinche, siempre dispuesto a brindarte su sabio consejo, a escucharte mientras te "tijereteaba" las mechas. También era el entrenador del equipo de fútbol del pueblo, el que hacía los asados, el que ponía la camioneta para salir a tirar “bombitas” en los carnavales. En fin: ¡Un capo, ídolo de multitudes!
Así que después de pedalear unas cuadras, llegué a la tradicional esquina de 25 de Mayo y Belgrano. Pero me invadió una extraña sensación. En la puerta, ya no había pibes tomando una Coca Cola de litro, ni bicicletas sin guardabarros y despintadas. Por el contrario, había cuidados rodados de color blanco o rosa, prolijamente erguidas en su pata trasera, o con la rueda delantera trabada en un ingenioso aparato de hierro.
Frené en el cordón de la vereda. El templo del “Gallo Claudio”, según dice en la vidriera con letras románicas, es ahora: “Claude Coiffeur”.
Me quedé pasmado. ¡Hijo de puta! Ni debe saber cómo se pronuncia, pensé imaginando a su dueño. Que indignación me agarró. Y te juro que me iba acercando a la puerta y no lo podía creer. Adentro, vi por la vidriera, había como una docena de minas. La más joven, 45 años, le calculé a la pasada.
Para cuando me di cuenta de lo vergonzoso de la situación ya tenía la mano en el picaporte y la puerta entornada. Todas las cabecitas con ruleros y tinturas me clavaron los ojos. Ellas por suerte, estaban tan desorientadas como yo.
¡Hijo de puta! Me salió de nuevo, y me quedé petrificado del papelón.
- ¡Ay! ¡Pero que sorpresa, vos por acá! -demoré en reconocer la voz del otrora masculino Claudio. Me desorientó su tono aflautado y las estiradas sílabas finales de las palabras.
- ¡Pasá darling! No seas tímido -insistió la musical vocecita.
Si, ya sé. Tendría que haberme dado la vuelta y salir corriendo. Pero, no. Me quedé mudo, inmóvil. Hasta que alcance a balbucear:
- ¿Claudio? ¿Sos vos?
- Sí, claro, darling. Pero llamame “Claude”.
- ¿Cómo?
- “Clod” -repitió estirando el sonido de la o.
- Pero… vos… ¿Qué pasó, Claudio?
- ¡Ay este chico! Te dije que me digas “Clod”. Y pasó que… Todo cambia, darling, todo cambia.