lunes, 6 de diciembre de 2010

Aquella mañana de verano

 “Odio escribir cuando estoy melancólico, es cuando más realidad se filtra en un relato”.

Después de dos días, su perfume todavía seguía impregnado en la almohada. Su ausente presencia flotaba también en el ambiente. El destino parecía encaprichado en regodearse con el abandono. Aquella mañana, ella se fue sin despedirse. No hubo un “adiós” y por eso, quizás, quedaron tantas dudas tras sus pasos.
Las cuestiones sentimentales seguían siendo un misterio, difícil e incomprensible para él. Ni siquiera su experiencia de años le sirvió para anticipar el desenlace o, al menos, descifrar ese enigma. Esa incógnita disfrazada de morocha con piel morena y curvas deliciosas, que lo cautivó a primera vista. Incomprensible y todo, como era.
Los días posteriores no serían lo mismo. Mucho menos como él los había imaginado: con ella a su alrededor.
Al menos, pensó después estúpidamente, "le preparé esa cena romántica que le había prometido". Aunque ambos sabían que, más allá del romanticismo, esa velada buscaba otra cosa. Un nuevo comienzo, tal vez. Querían creer que siempre es posible volver a empezar. Sólo se necesita una oportunidad.
Pero ahora, a la distancia, lo veía más claro. En ese momento en que el sufrimiento por la ausencia le da paso a la indiferencia del olvido, lo comprendió todo. Él solamente quería mostrarle que la vida lastima, es cierto, pero es uno quien elige cuándo abandonar ese camino de angustia. Aunque después, claro, tratemos de culpar al destino.
Pero no lo logró. Ella pensaba distinto.
Y lo terrible, entonces, volvió a ser aquella desdichada mañana en que ella se fue para siempre. Aunque también fue definitiva esa noche en que él se quedó sin decir y ella… Ella prefirió no escuchar.
Qué ridículo parece a veces ese pensamiento egoísta que intenta convencernos de que es mejor estar solos. Como si la vida en sí misma no estuviera repleta de momentos de soledad. Ni que decir de la desolación que vendrá después.
Sin embargo, en su memoria retumbaba aún el ruido de la puerta. Cuánto dijo sin decir, aunque ella todavía piense que él no la comprendió.
Para él, en cambio, fue más doloroso el vacío de los días siguientes que la temprana separación. Era como si ella saltara de un barco que aún no dejaba el muelle. Sin la chance, siquiera, de mostrarle el itinerario del viaje. O al menos, la posibilidad de disfrutar juntos el tiempo que dure la travesía hasta el próximo puerto. Pero no. Nada de eso ocurrió. No se lo permitió.
Lo peor, él lo sabía bien, no era perderla, sino la incertidumbre que genera no comprender. La imposibilidad de cambiar las cosas por el simple desconocimiento de lo que sucede.
Seguramente, ella creyó que era mejor solucionar todo por su cuenta para retomar feliz su andar por la vida. Pero bajo ningún punto de vista querrá volver atrás. Al lugar donde estaba él. A esa mañana de sábanas de verano. A ese solitario despertar juntos.
Justo en ese instante de reflexión, a él le dolerá el alma. Ahí, recién comprenderá que para terminar una relación no siempre se necesitan dos.
Fue poco el tiempo para soñar con lo bello que hubiera sido. Pero demasiado para olvidar lo hermoso que fue conocerla. Muchos años de vida seguirán para repasar esas semanas anteriores al fatídico amanecer. Demasiados años le llevará borrar esa madrugada en que se quedó despierto, viéndola dormir a su lado. Observándola en silencio. Deseando que despierte para amarla.
Y cuando por fin ella abrió los ojos, él nunca imaginó que sería el imprevisto final.