El timbre del teléfono sonó 16 veces antes de que, sin respuesta del otro lado, una operadora automática diera por finalizada la comunicación. Era demasiado tarde quizás. Envuelto en ira y dominado por la frustración del silencio, estrelló el auricular contra el aparato. Un trozo de pared, viejo y descascarado, cayó sobre sus pies.
Sin pensarlo, dio la vuelta directo hacia la calle pero al pasar frente a la barra dejó un billete de 50 junto al vaso de whisky, aún por la mitad: “Por los daños al aparato”, dijo. No deseaba que el barman sacara un garrote de abajo de la barra y se lo partiera en la cabeza por hacerse el desquiciado en su bar y contra su teléfono público. No era la idea.
Una espesa neblina dominaba la noche. A esa hora, en las calles no quedaba mucha gente y las pocas pálidas luces de la ciudad no alcanzaban para disimular otra madrugada triste, solitaria y ¿final?
También iba a resultar difícil encontrar un taxi, así que levantó el cuello de la campera y echó a andar hacia el hotel.
El revólver seguía en su cintura algo nervioso, pero cuando llevó la mano al bolsillo del pantalón, sus peores pensamientos se volvieron realidad: “Malditos cigarros, buen momento para acabarse”, pensó.