lunes, 26 de abril de 2010

El asesino interior

Siempre me gustaron los crímenes. Miraba muchas películas de suspenso y acción, leí en los diarios sobre asesinatos y las novelas policiales eran una pasión incontrolable. Balas, cadáveres, criminales, detectives. Culpables e inocentes. Todo se mezclaba en mi cabeza.
Con el tiempo, y sin darme cuenta, el interés se incrementó y empecé a leer ensayos, informes y cualquier otro tipo de material analítico sobre crímenes, asesinos y muertes. Asistía a conferencias y visitaba bibliotecas especializadas. Era como cualquier otra pasión, irresistible, un poco más obsesiva quizás, pero inofensiva. Al menos hasta ese momento.
Siempre fue así hasta un día en particular. Una jornada rutinaria, pero definitiva. Aquella vez estaba, como tantas otras veces, sentado frente a incontables papeles, estudios y pericias. En un preciso instante, después de mucho investigar -y tal vez sospechar-, descubrí que mis conductas, mi forma de vida, mis gustos e incluso mi perfil psicológico, eran similares a los de un asesino serial.
No cualquier persona con posibilidad de cometer un crimen, sino una de comportamientos identificables y puntuales; con inclinación a la reiteración para calmar algún tipo de patología.
Aquel día cambió mi vida. Al principio me aterroricé, luego me desesperé y finalmente, no sé cómo, mi mente se aclaró. Pedí ayuda, visité diversos profesionales y, finalmente, logré tener una conversación muy fructífera con un amigo de mi familia que trabajaba para la policía.
Después de darle muchas vueltas al asunto y con la convicción de que tan sólo yo sería el responsable de tomar esa decisión que defina mis actos, la dualidad se hizo presente ante mí: Podía dejarme llevar por esa predisposición y que fluya mi instinto más sangriento o bien, con un poco de esfuerzo y voluntad, podría utilizar mis “aptitudes” naturales para colocarme precisamente en la orilla contraria. Opté por la segunda opción.
Unas palabras de aquel amigo fueron determinantes: “No importa qué tipo de capacidades tengas, sino cómo las utilices”.
Algunas semanas después abandoné la carrera de abogacía para estudiar psicología y, luego de especializarme en conductas delictivas, comencé a colaborar como asesor para la INTERPOL. Nuevamente, ese amigo familiar tuvo algo que ver con el puesto de trabajo.
Al principio no sabía muy bien de qué manera podía utilizar mi “talento” pero cuando las consultas y los casos fueron apareciendo, era como si el camino se abriera delante de mis ojos.
En el primer crimen para el cual fui requerido, supe al instante que jamás hubiera podido ser un asesino exitoso, siquiera hubiera sido capaz de lastimar a alguien. La mirada de la víctima, con ese último destello de vida grabado, me marcó para siempre y me enseñó mi falencia, eso que me faltaba y que un asesino posee al momento de enfrentarse a otro ser humano con la decisión de quitarle la vida.
Más de 10 años después, todavía recuerdo el nombre de esa primera persona que no pudo evitar lo inevitable. El cuerpo, con 3 balazos en el pecho, apareció al costado de unas vías del tren. Ella se llamaba Teresa Mendoza y tenía apenas 22 años. Poco menos que yo cuando decidí que mi “asesino interior” no sobreviviría.