lunes, 2 de agosto de 2010

Un grito de gol desordenado

Nunca festejé tanto un gol como ese. Los demás clientes de aquel bar madrileño me miraron sorprendidos, no estaban acostumbrados, y yo les solté un “gol” desde bien adentro que rompió el silencio y cruzó el humo espeso del lugar hasta explotar en las pausadas calles de la ciudad. Fue un rugido con bronca, pasión y… desorden.
Digo esto porque todo grito de gol tiene un orden. Uno está sentado, comiéndose las uñas, fumando un cigarrillo o haciendo cualquier otro gesto nervioso que permita descomprimir la tensión. Después, el cuerpo se pone rígido y las extremidades se inmovilizan en actitud expectante. Nos inclinamos hacia adelante con el gol en la garganta, la boca entreabierta, las cejas levantadas y con cara de pavo. El desenfreno sube por el cuerpo, se siente desde las entrañas y hace una última parada al borde de los labios.
Casi llegamos al climax pero, todavía, no se definió la jugada. Entonces nos levantamos de la silla de un salto y caemos frente al televisor, como si pudiéramos ayudar al jugador en su carrera hacia el arco. Tal vez, sólo tal vez, nos agachamos si hace un enganche de más o retraemos la pierna cuando se prepara para sacar el derechazo. Algunos, incluso, pegamos una patada como si fuéramos a definir la jugada.
Por último, cuando el cuerpo no puede contener más la excitación, la pelota se envuelve de red y soltamos toda la dicha contenida hasta ese instante. Ahí sí, como dicen los manuales del hincha: Grito de gol largo, profundo, lleno de emoción y con la “o” interminable que dibuja un círculo perfecto en la boca. Abrazos con desconocidos, frases célebres como “¡qué golazo hizo ese tipo, por Dios!”, que muchas veces se encadenan automáticamente con un apoteótico insulto contra el eterno rival que “lo mira por tevé”.
Y después de la tormenta, viene la calma, la relajación. Volvemos a nuestro lugar original respetando la cábala. Sin despegar los ojos de la pantalla, tanteamos en la mesa el paquete de puchos y comenzamos una vez más los rituales desde el principio.
Por eso decía que en aquel bar de Madrid festejé desordenado el gol, porque cuando lo vi arrancar desde el mediocampo con la pelota dominada, la mirada fija en la redonda, la lengua entre los dientes y enroscando las piernas de sus marcadores con una pisada de lujo, empecé a saltar y a llenar de elogios a ese dios pagano que con su gambeta endemoniada dejaba en el camino innumerables “muñequitos” blancos.
Primero lo sentí en el pecho, cerca del corazón. Luego fue subiendo desde las entrañas, pasó a la boca y no lo pude contener más. El grito nacía del alma, era incontenible y aunque él -rulos al viento- todavía no había entrado al área, su imagen de potrero me hablaba sólo a mí para decirme confiado: “Gritalo tranquilo que no te voy a fallar”.
Entonces fue demasiado tarde para acomodarme al ritual. Para cuando el dios puso la zurda en el área y miró al arco, yo estaba gritando descontrolado, arrodillado al pie del televisor. No hacía falta seguir mirando, pero no pude dejar de hacerlo. Obra maestra, golazo, fantasía, el mejor de todos los tiempos y a mí, entre lágrimas y delirio, se me rompía la garganta.
Había captado la atención de todos. El dueño del lugar se me venía al humo con cara de pocos amigos. El tío me tomó del brazo para levantarme y, de un salto, lo abracé. Pero él no entendía nada. El más grande de la historia había hecho el mejor gol de todos los tiempos. Parecía una fábula, estaba naciendo una leyenda y nadie más se daba cuenta.
En otro rincón del bar se escuchaban unos cuantos que puteaban hasta en arameo contra el número 10 de camiseta azul. Escupían espuma de cerveza inglesa para todos lados.
Me estallaron lágrimas en los ojos y el dueño aprovechó mi vulnerabilidad para echarme a la calle a los empujones. “Hombre de poca fe que no reconoce un milagro”, le grité desde el empedrado.
Otra vez estaba rompiendo el orden establecido al no regresar a mi lugar para respetar la cábala. “Envidioso de mierda”, dije en voz baja.
De todas formas, no importaba. El destino, en ese verde y cálido terreno mexicano, lo trazaba un petizo de mirada desafiante. Me levanté el cuello de la campera, apagué el pucho y salí corriendo por la calle al grito de “dale campeón, dale campeón”. Solo, como loco malo.
A los pocos metros me paré en seco. Crisis, caos, otra vez el desorden: “Acá no hay Obelisco para ir a festejar, carajo”.