martes, 25 de enero de 2011

El viejo y el árbol


Desde la ventana, Ernesto tiene un campo visual muy limitado pero no le importa demasiado. Le alcanza con observar a los caminantes que se suceden en la calle o contemplar la figura solitaria del árbol en la vereda de enfrente. En esta época tiene la copa marrón, medio destruida, por la llegada innegable de otro cansino otoño.
Ernesto lo prefiere en esas tardes de primavera, cuando lo saluda cubierto por fuertes tonos de verde; con brío, energía y el colorido típico de la estación del amor. Todo renace en cada septiembre. Todo, menos los humanos, reflexiona Ernesto resignado. Un estado de ánimo que conoció muy bien cuando le diagnosticaron su enfermedad hace dos años, tres meses, cinco días y doce horas. Aquel martes sintió que el peso del mundo entero caía sobre sus hombros y lo aplastaba sin contemplaciones.
Es cierto, ya no lo invade esa sensación, aunque tampoco le quedan esperanzas que, ahora, hasta le parecen ridículas. Ese pensamiento le resultaba patético, más típico de una persona sustentada sólo en la fe que de un individuo como él, que construyó y pasó su vida basándose en la racionalidad y el esfuerzo personal.
Pero a los 62 años siquiera le preocupa sostener esa coherencia. La razón, una herramienta que tanto le sirvió, parece haberlo abandonado también, al igual que lo había hecho su excelente salud, física o mental. Tanto así que, en ocasiones, creyó que el árbol de enfrente lo saludaba con sus ramas o le daba las buenas tardes como un caminante más. Cuando se lo contó a su nieto mayor, mientras lo decía nomás, se dio cuenta que ya no era él quien hablaba. Las lagrimas de Mariano, disimuladas pero fatales al fin, se lo confirmaron. 
Hasta ese momento, Ernesto no había querido ver la realidad, lo que todos a su alrededor le transmitían con gestos, miradas o silencios. Pero la tristeza inmóvil de su nieto lo sacudió. Le tiró en la cara la cruel verdad de su estado. Y ahí cambió.
Es cierto, siempre había sido un luchador de esos que no se dan por vencidos ni cuando les dicen que perdieron. Gracias a esa fortaleza interior había triunfado en su carrera como futbolista profesional; porque el talento, lo que se dice “el talento”, no era lo suyo.
Y con la misma garra con la que ganó algún que otro campeonato por el mundo, así se le plantó a la enfermedad. Le jugó de igual a igual, con las mismas armas con las que había vivido. Pero no le alcanzó. ¡La puta que lo parió!
Era raro que puteara. Ni siquiera había soltado un insulto en aquella final del torneo italiano que perdió sobre la hora. Prefería apretar los puños y los dientes para seguir peleando. “Pero esta enfermedad de mierda se merece todas las malas palabras e insultos que me guardé en mis años de jugador”, se justificaba.
Cuando comprendió que en “este partido” no estaba en igualdad de condiciones, que lo habían diagnosticado tarde y poco quedaba por hacer; comenzó a dejarse arrastrar. Desde entonces se fue alejando de la vida. Como si fuera caminando rumbo a los vestuarios, con la toalla en los hombros y la sombra del túnel que lo cubría de las miradas, luego de una derrota que no estaría en los suplementos deportivos.
Eso lo atormentaba también. A lo sumo, sabía, tendría suerte si algún veterano de las redacciones lo recordaría con pena, para regalarle un recuadro de despedida en las últimas páginas.
Y así nomás se fue dando el juego. Primero abandonó algunos lugares que frecuentaba en su silla de ruedas, como el club de sus amores. Después, fue aislándose de su gente, familiares o amigos y, finalmente, dejó la realidad.
“Se entregó”, solía escuchar que le decía Mirta al doctor en cada visita. “Es entendible”, le respondía con frialdad el médico. “¿Entendible? Como se ve que éste nunca me vio jugar”, lamentaba Ernesto desde su lugar frente a la ventana y se le dibujaba una mueca en los labios que se parecía a una sonrisa socarrona. De las últimas que se le vieron, seguramente.
Los únicos compañeros fieles en estos últimos meses habían sido la ventana del living que da a la calle y ese árbol desolado. Hosco y vacío, como él. Ya ni la visita de Marianito le traía esperanza, aunque el chico se pasaba muchas tardes a su lado, contándole cosas del colegio o del club donde él lo había llevado con sólo 4 años para arrancar la escuelita de fútbol.
Le hubiera gustado verlo crecer un poco más. Quería acompañarlo a los partidos, alentarlo desde una tribuna y apoyarlo desde el comienzo en su incipiente carrera. Sabía que algún día, Mariano sería un mediocampista habilidoso en un gran equipo del mundo, mucho más de lo que había sido él. Desde chiquitito nomás se le notaba la pasta de campeón y, pese a que su hijo le suplicó que no lo obligara a nada, él lo “encaminó” un poquito. Le regaló la primera número cinco y comenzó a tirarle paredes en el jardín de la casa de Liniers.
Por suerte, llegó a decírselo el año pasado. “Vos vas a ser una gran jugador, Mariano, y el abuelo siempre estará para darte fuerza cuando creas que no podes salir adelante, ¿sabes?”.
El chico lo abrazó y no dijo nada. No pudo. Se le llenaron los ojitos de lágrimas, aunque esta vez no eran de tristeza por la enfermedad de su idolatrado abuelo, sino de orgullo. Él, en tanto, le estaba anunciando que iba a pelear hasta ahí; que a partir de ese momento tenía que seguir solo, porque el abue renunciaba a vivir en esas condiciones.
Por esos caprichos del destino, en ese preciso instante Mariano supo lo que quería ser el resto de su vida: Futbolista profesional, como el abuelo Ernesto. Y no pudo detener unas imágenes del futuro que llegaron a su mente: Levantaba un trofeo o recibía un premio y, sin contener el llanto ante el público eufórico, le dedicaba la victoria a su abuelo, que lo guiaba y alentaba desde alguna tribuna, en el cielo de los centrocampistas de todos los tiempos.
Algunas tardes, Ernesto también abrigó imágenes parecidas mientras contemplaba por la ventana el paso de un mundo que no guardaba más celebraciones para él.
Habían pasado varios días desde aquel encuentro. Ni siquiera la ilusión de volver a ver a su nieto lo pudo retener. No era el mismo de antes. Siquiera lograba mirar las fotos colgadas en la pared, donde se lo veía triunfante y sonriente sosteniendo una copa; o joven y enérgico, corriendo por el césped del Bernabéu. Algunas veces el árbol de enfrente le recordaba a sus rivales que, también inmutables, lo observaban gambetear en la cancha.
Pero ya no. Ni recordaba, ni pensaba. Solamente observaba. Se dejaba arrimar hasta la ventana desde donde iniciaba sus silenciosos diálogos con “el amigo” de enfrente y el árbol, también desamparado, le devolvía con su silueta crónicas marchitas de sus días de gloria. No quería dejar de darle las gracias por eso, ni por su incondicional y muda compañía.
De repente, como suceden las tragedias, en aquel otoño húmedo y amarillento, decidió que era tiempo ya de prescindir de su amigo y de la ventana.
Cuando lo fueron a ver esa noche tenía en su falda la pelota que Mariano le trajo luego de marcar sus dos primeros goles en un partido oficial.
Otro camino empezaba para el chico aquel día. Uno repleto de éxitos y alegrías. Ernesto sonrió al pensarlo y esa vez sí, fue la última. Casi a oscuras, al final de la tarde, miró por la ventana el árbol sin hojas. Puteó y resopló. Después, abandonó el partido rumbo al vestuario.