martes, 11 de enero de 2011

La leyenda de la viuda cantora


A Martincito, que ya tenía 12, le daba mucho miedo escuchar las anécdotas del tío Néstor. Mucho más que a Cristinita, incluso, que acababa de cumplir los 10. Pero vaya uno a saber por qué, siempre era él quien insistía hasta que el hombre soltaba alguna historia. Por supuesto, relacionada con su trabajo.
Más tarde, cuando ya estaban acostados, los chicos se tapaban por encima de la cabeza y hablaban de cualquier cosa sin parar, hasta quedarse dormidos tratando de no recordar el escalofriante relato del tío. Una técnica precaria, es verdad, pero que de momento les daba buenos resultados.
Néstor Vanegas era el hermano menor de la mamá de Martincito y Cristinita y, como tal, su hermana aún lo veía como el nene que cuidaba en su niñez, aunque tuviera 43 y “pelos en las piernas”, como decía la abuela Antonia.
Los chicos lo adoraban y él les retribuía ese cariño pasando mucho tiempo con ellos. Además, les contaba cuentos asombrosos antes de ir a la cama. Esto último, seguro, no le hacía mucha gracia a mamá Julia que, por las madrugadas, debía levantarse a causa de las pesadillas de sus hijos.
No era para menos. El trabajo de Néstor era como sereno en el cementerio de la Santa Rita, detrás de la Basílica. Si bien había tenido otros empleos antes, ninguno tan llamativo.
Llevaba menos de un año en ese puesto, pero el ritual nocturno con sus sobrinos se impuso prácticamente desde el día que comenzó. Néstor dejaba su pieza de la pensión alrededor de las ocho. Tomaba el colectivo hasta lo de Julia y llegaba puntualmente para cenar con ella y los nenes. Después, cafecito de por medio y mientras Julia terminaba de lavar los platos, el tío arrancaba con alguna de tumbas y calaveras.
Es cierto que algunas veces el improvisado narrador inventaba, acortaba, mezclaba y hasta repetía sus historias, pero eso no le importaba a su reducido auditorio.
Al final, Julia sonreía satisfecha por el cariño que su hermano sentía por los chicos y agradecía el tiempo que pasaba con ellos. “A falta de una figura paterna, bienvenido Néstor”, pensaba. El marido de Tita era marinero y se sabe lo que pasa con los hombres de mar y sus viajes.
Martincito, por su parte, era el favorito de Néstor y se ganaba ese privilegio en cada reunión familiar, cuando empezaba a gritar desaforado para que el tío cuente alguna historia.
Gracias a la insistencia del nene, Néstor se volvía el centro de la velada por unos cuantos minutos, ya que hasta los adultos lo terminaban escuchando con atención.
Es cierto que no significaba gran cosa, pero al hombre lo hacía sentir importante ante los demás que lo veían como un inmaduro incorregible. Sobre todo los primos de la Capital, que abrían la boca sólo para hablar de propiedades y libros contables. Anti héroes de los chicos, bromeaba el tío que disfrutaba como nadie siendo el narrador oficial de los eventos familiares.
Aquella noche transcurrió como cualquier otra. Martincito y Cristinita, incluso, podían quedarse un rato más tarde ya que, como era viernes, al otro día no tenían que madrugar para el cole. Así que el tío aprovechó la ocasión y fue agregando algunos firuletes a la historia que, para alegría de todos no era repetida.
- “… Cuando Don Justiniano juntó coraje y, linterna en mano, llegó hasta la cripta de la familia Bartolucci, confirmó su sospecha. La leyenda de la viuda cantora era cierta, nomás. Cada madrugada del 30 de agosto, aniversario de su muerte, la hija mayor de la familia abandonaba el ataúd y, cantando una vieja canzonetta napolitana, seducía al sereno del cementerio y se lo llevaba con ella al más allá. Tan cierto como que corre sangre por mis venas”, susurró Néstor.
Inclinado hacía sus sobrinos, con los ojos bien abiertos, intentó darle un toque más tenebroso al hecho. Le puso tanto condimento y pasión que hasta Julia se sentó a escucharlo: “Me dejas helada, Néstor. Una vez escuché algo en el almacén. Es creer o reventar…”
La mujer dejó el final de la frase en el aire y, antes de volver a la cocina, dio por terminada la velada.
- Ustedes dos le dan un beso grande al tío y a la cama. ¡Vamos que ya es tarde!
Martincito y Cristinita se miraron un instante analizando lo que les esperaba cuando entraran en su habitación. La más cruel e inmerecida oscuridad. Pero Néstor sonrió, los levantó de la mano y salvó la situación: “Vamos que los acompaño”, murmuró para ellos. Y los chicos recuperaron el “color de sus cachetes”, como también decía la abuela Antonia.
Al rato, el tío regresó a la sala, tomó el abrigo y fue hasta la cocina para saludar a su hermana. Lo esperaba el monótono camino hasta el cementerio. Julia, con las manos en la cara y apenas un hilo de voz, alcanzó a decir:
- Hermanito… Hoy es viernes 29 de agosto.