miércoles, 13 de abril de 2011

Entre recuerdos grises y el amor más grande del mundo

El único recuerdo vivo que mantengo de mi infancia en Italia, a principios de los años ´40, es la casa de mis abuelos en aquel pueblito ondulado, al pie de los Alpes. Yo tendría unos 6 o 7 años la última vez que visité aquella casita de piedra y madera que, para mí, era el mejor lugar en el mundo.
Por supuesto, no era gran cosa en realidad. Nada lo era en aquellos tiempos, salvo los palacios o edificios del gobierno. Pero el aroma permanente a la comida que preparaba la abuela y los juguetes tallados en madera que me regalaba el abuelo, eran todo lo que necesitaba para ser feliz. Eran como la vida misma, simples y hechos con esfuerzo y amor. Estar con ellos, era como un oasis en aquella infancia que recuerdo, en general, llena de momentos grises, fríos y sacudidos por la pobreza y la guerra.
Fueron tiempos difíciles de vivir y también de olvidar. Pero, por suerte, la imagen de esos instantes en casa de los abuelos me ayudó a borrar tanta desesperación, crudeza y abandono.
En mi memoria sólo perduran unos pocos episodios dramáticos aislados, de los más significantes. Como la primera bomba que cayó sobre nuestro pueblo.
Mi padre gritaba desquiciado lanzando insultos al aire, mientras nos levantaba a mi hermana y a mí para reunirnos con mamá en un rincón del salón. Sus palabras sonaban vacías, como cuando uno putea descreído de todo, sacudiendo la cabeza lentamente. Lo recuerdo mirándome fijamente a los ojos mientras abrazada fuerte a Francesca y a mamá, como si intentara que no escuchen las explosiones.
En medio de los gritos que llegaban desde la calle y los estruendos que caían desde el cielo, se esforzó por sonreírme para que yo no tenga miedo. Pero, duro y tosco como era, no pudo contener unas pocas lágrimas que se le escaparon por el vértice de sus ojos. Esa fue la única vez que vi llorar a mi padre. Y también, el último momento que pasamos en casa.
Cuando se detuvieron los ataques, mamá y papá juntaron algunas cosas y nos fuimos a lo de los abuelos, en una zona más alejada del caserío. Tal vez, en su inocente ignorancia, mi padre creyó que así nos escapábamos de la guerra. Y algo parecido habrá pensado unos años más tarde cuando, con la guerra aún sacudiéndonos las tripas, nos subió a un barco con destino a una tierra del sur, muy alejada de la casa de mis queridos abuelos. Mi madre lloró todas las noches del trayecto por mar y lo hizo también a escondidas, en el baño de la pensión que ocupamos en La Boca. Francesca y yo supimos que algo había cambiado para siempre y no quisimos molestar a mamá preguntándole por papá y los abuelos.
Todavía hoy, setenta años después, al caminar sin apuro por los tranquilos senderos de las sierras cordobesas, espero toparme con una casita de piedra y madera desde donde llegue ese aroma a comida casera que mi abuela preparaba con el amor más grande del mundo.