martes, 17 de mayo de 2011

El bar de los que esperan por alguien

Siempre está sentada en el mismo lugar. Pegadita al ventanal, junto a la puerta de entrada al bar. Lleva suelto su oscuro cabello lacio que le llega hasta debajo de los hombros. Es delgada, alta y viste sobriamente. La veo erguida, con la pierna derecha cruzada delicadamente sobre la izquierda y ambos brazos apoyados en la mesa. Con sus pálidas manos, se la pasa enroscando el sobrecito de azúcar ya vacío. Cada tanto, sin embargo, levanta la vista hacia la puerta.
Hace por lo menos dos meses que la observo, desde que empecé a frecuentar ese antiguo café de Avenida Independencia. Me gusta ir allí por las mesas de madera gastada, el olor a café molido de una maquina expresso y la tenue luz del sol que entra por las ventanas al atardecer.
No sé muy bien por qué, pero recién la semana pasada me animé a preguntarle al mozo si la conocía. “Claro”, me dijo y la miró de costado, dejando aparecer una mueca de triunfo en su cara. Por un momento creí que el tipo estaba esperando otra pregunta, pero enseguida agregó:
- Si, si… Se llama Natalia y viene desde hace tres años, justo después de la crisis del 2001.
- ¿Y… viene sola? -intenté disimular el interés sin lograrlo- Digo, porque da la impresión de que estuviera esperando a alguien, ¿no?
- ¡Se nota que la estuviste junando pibe! ¿Eh? Y tenés razón. Siempre solita, la flaca. Pero también espera. Uno de los mozos dice que hace mucho la vio con un chico. Estaban sentados en esa misma mesa, tomados de las manos. Él la estaba consolando porque ella no dejaba de llorar. Después, empezó a venir ella sola. A la misma hora y a la misma mesa.
- Ah… -no pude agregar nada más y me quedé mirándola, aunque ella permanecía ajena a toda la conversación-.
El mozo se dio cuenta que ya no le prestaba atención y, sin más, desapareció entre las mesas. Entonces, en una mínima fracción de milésimas de segundos, ella levantó la vista para observar la puerta y, antes de devolverla al sobrecito de azúcar, me miró. Fue un instante nomás, pero suficiente para quedar cautivo eterno de sus ojos.
Sin embargo, de tímido nomás, bajé la vista para disimular. A la vez, de los nervios, hice un movimiento torpe con la mano y derramé el pocillo de café sobre la mesa.
Imagino que además del papelón y el ruido, me debo haber puesto rojo de vergüenza porque, cuando subí la vista otra vez hacia el ventanal, ella se llevó la mano a la boca para tapar una encantadora sonrisa cómplice.
Sentí miedo de que tomara a mal mi manera de observarla pero, por suerte, su gesto me tranquilizó. De todas formas, unos minutos después, pagó y salió apurada hacia la calle, para el lado del Bajo.
Pasaron tres meses desde aquel cruce de miradas. Después de aquella tarde misteriosa, nunca más la volví a ver por el bar.
Yo, en cambio, sigo yendo a la misma mesa, en los mismos horarios. Cada tanto, levanto la vista hacia la puerta por si ella aparece y ocupa su sitio junto al ventanal. Necesito romper el hechizo de su sonrisa.
Extrañamente, hace unos minutos me pareció escuchar al mozo hablar con dos chicas sentadas en otra mesa, a unos pocos metros de la mía.
- No, no… -explicaba ceremonioso el buen hombre- Ese chico viene siempre solo desde hace unos meses. Aunque, haciendo memoria, creo que una vez me preguntó por una chica…
- Ah… -dijeron las dos a la vez- Porque parece que estuviera esperando por alguien, ¿no?