martes, 19 de julio de 2011

Emociones cambiantes


Lo que más recuerdo de Londres es la niebla del invierno en la temprana noche y el pesado ambiente de las fiestas de subsuelo, entre música dance y vodkas-cranberrys. Pero sobre todo, tengo grabado en la memoria el pintoresco taxi amarillo, con la ventanilla trasera empañada, que se la llevó de la puerta del bar donde nos despedimos, en Covent Garden.
Ella tenía unos ojos celestes inolvidables, rulos castaños y alegres, la cara regordeta, pálida, con esa expresión entre alegría y sorpresa que tienen algunas mujeres inglesas.
No sé bien por qué, o quizás justamente por esos vodkas con cranberrys, corrí junto al taxi unos metros hasta que, para mi suerte, se detuvo en el semáforo de la esquina. Como hacen los niños, ella garabateó con el dedo su email en la ventanilla empañada. Después, me regaló su dulce sonrisa a través del cristal difuso y desapareció en el tránsito de Southhampton Street.
Me volví con paso lento y cabizbajo por West Piazza y me quedé un rato frente a St. Paul´s Church, como si reencontrar el amor fuese una cuestión de fe.
De más está decir que nunca la volví a ver. Aunque también es justo contar que por algún extraño designio, mi cerebro guardó su dirección electrónica como un tesoro. Incluso a los pocos días, ya le había enviado tres correos que nunca tuvieron respuesta.
Años más tarde, el tema cayó en el olvido hasta que una mañana cualquiera de un raro verano argentino, se produjo el milagro: Abrí mi casilla de emails y encontré su nombre. Una ola de aire frío me golpeó en la cara, me temblaron las manos y dejé caer todo mi peso contra el respaldo de la silla.
No podía creerlo. Infinidad de hipótesis pasaron por mi cabeza. Desde que le habían hackeado su cuenta, hasta que le robaron su computadora y por eso no me había respondido. Patético lo mío, lo sé. Pero es llamativo lo comprensivo que somos cuando el amor parece jugar a nuestro favor. Me ilusioné, no lo voy a negar.
Y así, envalentonado como estaba, me dejé llevar. Me veía nuevamente a su lado, paseando de la mano por la orilla del Támesis o de compras en el Soho. También soñé cientos de otras posibilidades. Desde dónde viviríamos, hasta cómo haría para mejorar mi inglés.
Impacientemente hice click en el mensaje y, aunque no pasaron más de dos segundos, insulté varias veces por la lentitud del servicio de Internet. La emoción, el nerviosismo, la ansiedad por leer sus palabras eran incontrolables ¿Qué me diría?
Antes de comenzar a leer, incluso, ya tenía pensadas las primeras líneas de mi respuesta. Imperdonable. Había decidido responderle en tono de broma, como con desinterés, pero dejándole en claro mis intenciones de vernos de inmediato. Algo informal, tranquilo, pero impostergable.
Con la mirada más atenta que recuerdo en mi vida, fui bajando uno a uno los renglones de su mensaje. En ese instante agradecí estar solo en casa porque, supongo, los rasgos de mi cara se fueron transformando con la misma velocidad con que antes se abrió el correo electrónico.
De la euforia y la sonrisa radiante pasé al témpano cruel y desfigurado de sus palabras. Sin escalas, me invadió una anodina reacción ante su pedido y una mueca de tristeza se perpetuó en mi boca: Ella se acordó de mí ¡Pero fue para contactarme con su marido, que llegaba por trabajo a la Argentina!
Increíble. Ambas cosas: Que me suceda algo así y que un inglés quiera venir a trabajar a la Argentina…
Pero así era y, más o menos, pasó una hora hasta que pude procesar toda la situación. ¡Con que naturalidad se pueden derrumbar las ilusiones!
Hacía un rato nomás, imaginaba que ella sentiría al recibir mi respuesta el mismo cosquilleo que yo al leer su inesperado correo. Pero en cambio, ahora, meditaba acerca de lo que habrá experimentado ese afortunado muchacho cuando ella le dijo “sí quiero” frente al altar.