lunes, 27 de julio de 2009

Mi Espacio Psicológico

Como cada jueves, esa tarde salí de la sesión de terapia rumbo a la redacción caminando por Avenida Corrientes hacia el Bajo. Me gusta ese recorrido para detenerme en algunas librerías de saldo y, de paso, pensar en lo que hablé antes con la psicóloga. Es casi como una extensión reflexiva de la hora de análisis. Y ahora que me doy cuenta ¡ya voy para 3 años con el loquero! Todo porque el Tucho Flores, uno de los editores de la revista “Golazo” que, al verme tan desbordado un día, me aleccionó: 
- Yo sé lo que estas sintiendo, pibe. A mí me pasó lo mismo cuando entré acá. Pero gracias al “loquero” voy a cumplir 25 años de periodismo y miráme… ¡Una pinturita estoy!
Tengo que reconocerle que el consejo me vino bárbaro porque, de otra manera, no hubiera durado ni 2 horas en ese trabajo.
Ocurre que el Director de la revista, Don Pericles Orellana, es de esos periodistas de otros tiempos, de la vieja escuela, digamos. Un apasionado, un obsesivo, un soberbio “dictador” que suelta un improperio tras otro durante el cierre de cada edición. En pocas palabras, un jefe jodido.
Pero a la vez, pertenece a esta casta única, dueño de un talento innato sólo a la altura de un Osvaldo Ardizzone, un Panzeri o un Enzo Ardigó. Don Pericles está en ese "Olimpo imaginario" de pioneros inalcanzables que ya no habitan las salas de redacción.
Todavía me acuerdo el día que me contaron esa maravillosa anécdota sobre una charla de Orellana con Panzeri, acerca de Pelé. Dice la leyenda que incluso mucho antes que jugara en los Cebollitas, el "Oráculo" -así se lo conoció desde entonces a don Pericles- lanzó la profecía que anunciaba la aparición de un pibe en las inferiores de Argentinos Juniors que le quitaría el trono a O Rei. Se me pone la piel de gallina cada vez que me acuerdo de semejante historia.
Tiene esas cosas, Don Pericles. Y es una lástima, porque mejorando el trato con la gente, le llegaría ese reconocimiento esquivo como maestro de periodistas que sólo algunos adivinamos en su persona, pero que él mismo se encarga de sabotear día a día.
Debo aclarar que estoy entre los que más sufren ese maltrato, por un lado por ser el más joven en la redacción y, por otro, porque mi función depende directamente de él, con lo que el trato permanente y cercano es inevitable.
Pero aquella tarde, como decía, iba silbando bajito con las manos en los bolsillos, esquivando gente por la vereda de Corrientes. Era la hora en que todos salen de la oficina para irse a casa y los periodistas empezamos a correr para terminar las ediciones del día siguiente.
Durante 5 cuadras la frase de la licenciada Tirielle, la psicóloga, rebotaba de un lado a otro en mi cabeza: “El problema es que ese señor invade tu espacio psicológico y vos se lo permitís”. Dicho así sonaba más a una sentencia que a un aspecto para mejorar en terapia. Pero sí al Tucho le funcionó, por qué a mí no, me consolaba.
En eso andaba meditando, tranquilo, hasta que me detuvo el semáforo para cruzar Montevideo. Estaba esperando que cambie la luz verde cuando, de repente, lo vi sentado en el Café de la Paix.
Solo junto a la ventana, con la mirada pérdida en ninguna parte y los codos apoyados en la mesa. Un pocillo chiquito de color blanco era su única compañía. No parecía el Pericles Orellana que yo conocía… Y sufría, se le notaba. Me acerqué y golpeé el vidrio pero siguió absorto en sus pensamientos. Parecía muy vulnerable.
Entré al bar directamente a su mesa. Estuve unos segundos delante de él hasta que me reconoció y me invitó a sentar. Por la cara que tenía, “malas noticias” pensé enseguida. ¿Una nota que se cayó o un entrevistado que falló a último momento?
- ¿Se siente bien, Don Pericles? -pregunté sin recibir respuesta. Ni una de sus habituales muecas de fastidio por mi consulta. Insistí- ¿Qué le pasa?
Silencio ceremonial. Corrió la tacita con una mano y con la otra sacó una hoja del bolsillo para mostrármela.
- Si al Diego le cortaron las piernas, a mí me sacaron las manos, pibe-. Odiaba que después de tanto tiempo siguiera diciéndome “pibe”, aunque en ese momento lo hizo con un tono más paternal.
El hombre estaba abatido. Leí la carta y me quedé callado. No supe qué decir y él se dio cuenta.
- ¿Qué voy a hacer ahora, me querés decir?
- Lo, lo… Lo de siempre -tartamudeé tratando de sacar dramatismo a la cosa, pero no sirvió-.
Me estremecí al pensar en la situación, más aún con lo que ocurrió luego. No podía creer lo que estaba viendo. El mismísimo Pericles Orellana, el "Oráculo del Fútbol", estaba lagrimeando adelante mío. Dos solitarias y cansadas gotitas caían por su también cansado y arrugado rostro.
- No me pueden hacer esto. No a mí, no ahora. No pueden…
Yo lo dejaba decir. Según mi psicóloga en algún momento todos necesitamos exteriorizar el dolor.
A él no le importó que lo viera llorar, eso fue lo terrible de la escena. Aunque por única vez me sentí cerca del Maestro. Fui su confidente, su compañero… casi un amigo, imaginé mucho después.
Siguió un rato repitiendo entre dientes, con bronca, que no era posible, que no le podían pagar de esa manera tantos años de dedicación. Segundos más tarde, de la misma manera disimulada en que se echó a llorar, se detuvo.
Llamó al mozo y pidió dos grapas dobles que llegaron enseguida.
- Esto no va a quedar así, no señor -Ahora tenía en su voz la seguridad de siempre- ¡Nadie va a retirar a Pericles Orellana! ¡Yo me jubilo cuando quiero, no cuando lo diga una puta Ley de mierda!
En ese juramento al aire lo entendí. Don Pericles se enfrentaba con el inexorable paso del tiempo. En la carta le ofrecían sumarse como adscripto al comité editorial de la revista y él lo tomaba como una antesala de su adiós a la actividad. A su vida.
Así que levanté el vaso y brindamos antes de vaciarlo de un trago. Después salimos y nos fuimos caminando, despacito, para la redacción.
La gente seguía amontonada en la Avenida, pero el hombre que iba a mi lado nunca más sería aquél duro invasor de mi espacio psicológico.