martes, 1 de noviembre de 2011

San Juan y Boedo


Al final, me quedé viendo el partido afuera del bar, cerca de la esquina de San Juan y Boedo. Miraba la televisión por una de las ventanas, de cábala nomás, porque justo hicimos el gol cuando había salido a fumar. Así que no tuve más remedio que seguir ahí afuera. Para qué andar desafiando a la desgracia, pensé.
En más de 100 años de historia, con muchos triunfos y más derrotas, San Lorenzo de Almagro nunca ganó la Copa Libertadores. Después de todo ese tiempo, finalmente, esa noche estaba jugando la ansiada final. Enfrente tenía, nada más y nada menos, que al temible San Pablo brasileño y, como siempre, era un partido bravo contra los "brasucas". Obviamente ellos eran favoritos, pero como esto era fútbol y se jugaba en cancha neutral, podía pasar cualquier cosa.
Y parecía que esa trillada frase iba a ser verdad nomás, porque cuando promediaba el segundo tiempo, el 9 nuestro intentó la heroica y encaró a los defensores afuera del área grande. Uno, dos, tres… Hasta que justo cuando se perfilaba para sacar el remate de zurda frente al arco, el 2 de ellos se le tiró a los pies y mandó la pelota al córner.
“¡Penal!” Gritaron los más optimistas. “...Si no entró ésa”, lamentaron otros que también observaban desde afuera del bar. La cuestión que el referí señaló tiro de esquina y santo remedio.
Entonces, centro al primer palo, la peina apenas el Petizo Ortiz y, por detrás  del malón aparece solito nuestro capitán, el Toti Zamudio, que con los ojos bien abiertos le mete el frentazo para clavarla de pique al suelo contra el palo derecho.
¡Golazo! ¡Vamos todavía! ¡Gol carajo!
- Ahora -gritaron unos más conservadores- todos a defender para aguantar el resultado.
El milagro parecía posible. ¡Qué nervios, la puta que lo parió! Desde que salí a fumar ya llevaba como 8 cigarros más. El tiempo parecía ir marcha atrás y encima, el árbitro colombiano no pitaba ni una a favor nuestro, como para enfriar un poco la cosa con un tiro libre.
¡Vamos, vamos que ya termina! ¡Reventala a la tribuna, hermano! ¡Cobrá una para nosotros, hijo de puta! Intercaladas, arengas y puteadas se sucedían unas a otras, como un rosario inacabable.
Reconozco que de a poco me fui alejando del vidrio, como si mi distancia fuera a impedir el empate. Pero bueno, en esos momentos uno recurre a cualquier cosa para alcanzar una victoria que estaba ahí, a minutos… ¡Si no fuese porque los brasileños se venían con todo! ¡Me cago en la gran siete, carajo! Nos tenían en un arco y del lado de adentro, casi.
De tanto recular, calculo que ya andaría por el cordón de la calle cuando un tipo se me acercó, haciéndome una seña, para ver si le convidaba un cigarrillo. Era gordo, de mi altura, llevaba una mano en el bolsillo de un jean gastado, como si buscara el encendedor. Lo extraño fue que no estaba angustiado como el resto.
- ¡Gracias, pibe! -dijo cuando le estiré un Marlboro- Usted no tiene idea cómo se extraña el vicio-. La verdad en ese momento no tenía idea de muchas cosas, así que le respondí con una media sonrisa de compromiso.
- ¿Cómo van? -agregó, señalando con el mentón para donde estaba la tele.
- Gana San Lorenzo 1 a 0 y deben faltar 5 minutos a lo sumo -le contesté sin prestarle demasiada atención.
Andaría por los 55 o 60 años y era pelado, aunque conservaba un poco de cabello gris sobre las orejas, que se unía con una abundante barba del mismo color. Por un instante, me pareció reconocerlo de algún lado, como si me recordaba a alguien, pero en esa noche no estaba para pensar y seguí pendiente del partido.
- Quédese tranquilo que por fin vamos a ganar la Copa.- Me aseguró con una templanza conmovedora. Tanto, que le creí y todo.
- ¡Dios lo escuche! -imploré en un deseo más profano que religioso, sin sacar la vista de la televisión, donde justo indicaban 4 minutos más de descuento.
A pesar de los nervios, alcancé a escuchar la extraña respuesta del tipo mientras se apartaba de mi lado: “Ya me escuchó, pibe. Fue lo primero que le pedí ni bien me lo crucé allá arriba”.
En ese momento, los de la transmisión dirigieron las cámaras hacia la tribuna donde estaba el actor Viggo Mortensen, llegado exclusivamente desde Hollywood para presenciar el histórico partido. Un fanático como pocos el gringo ese, aunque medio hincha pelotas también.
Poco después se desató la locura. El referí, muy a su pesar, señaló el centro del campo. No lo podíamos creer: ¡San Lorenzo campeón!
Recuerdo que empecé a saltar y a gritar desaforado. Me abracé con cuanta persona tenía cerca, todavía afuera del bar. Con la miraba busqué al Gordo que se me había acercado antes pero no lo encontré. Y entonces, como si se tratara de una epifanía, de una revelación divina, me acordé: El tipo era igualito a Osvaldo Soriano, el escritor ese que era hincha del Cuervo. Pero resultaba imposible porque yo sabía que él estaría celebrando en el otro barrio, rodeado de ángeles con túnicas azulgranas.
En esas cosas pensaba cuando, finalmente, la confusión dejó paso a la emoción y me largué a llorar como un chico, agarrándome la cabeza.
Después, vi como llegaba gente de todas partes. Se juntaban en la esquina y se abrazaban unos a otros. Señoras, señoritas, viejos, jóvenes, chicos… Estaba todo el barrio y había de todo. Banderas, bombos, papelitos, cornetas y gritos, muchos gritos y canciones. Cientos, miles de gargantas explotaban desafiando a la noche. Y a la historia.
Pensé de nuevo en el Gordo Soriano y me quedé con la vista clavada en el cielo. Me lo imaginé abrazado a mi viejo, felices, celebrando.
Después, me dejé llevar por ese delirio tan deseado, incomprensible y soñado...