lunes, 7 de noviembre de 2011

El loco Zavarrita


Gustavo Zavarra deambula todo el día por la calle. Va de un lado a otro, sin rumbo fijo ni sentido alguno. Unos lo llaman cariñosamente “Zavarrita” y otros, menos piadosos, lo conocen como “el loco Zavarra”. Casi todos se burlan de él y muchos incluso se aprovechan de su delirante inocencia. Pero a él no le importa, porque Gustavo Zavarra encuentra un claro sentido a su incansable vagabundear: Contar la historia de un crimen.
No se le conoce una casa o domicilio desde hace años. Duerme en un banco de la plaza o, cuando llega el frío, se refugia en una de las salas de la estación de trenes. Lleva la ropa sucia y rota. El cabello largo le llega hasta los hombros y su abundante barba termina casi en el centro del pecho. De vez en cuando, algún que otro vecino sensible le acerca un plato de comida o le estira unos pesos para comprarse algo. Sin embargo, eso último no es la mejor opción ya que él se lo gastará en un tetra que le sirva para calentar el pico. Porque tiene mucho que decir.
Hace 15 años que le cuenta su historia a quien se lo cruza. O la grita a un auditorio imaginario, trepado al monumento de un prócer, frente a la municipalidad. O en cualquier esquina. Sinceramente, el lugar es lo de menos.
Cada día, aunque llueva o el sol derrita el asfalto, Zavarrita camina sin parar. Hasta se adentra en los senderos rurales, en esos caminos intransitables por el barro donde no llegan ni los punteros políticos más populares.
Otras veces se queda en la puerta del Banco, a la salida de misa o en la entrada del Supermercado. Aunque su lugar favorito es frente de la Comisaría. Todas las tardes se lo puede ver por ahí, respetuoso y altivo, vociferando su historia.
Al principio, quizás para ganarse la simpatía del Comisario, un Cabo recién llegado le pegó unos gritos y, dicen, hasta un culatazo con el revólver. Pero los vecinos lo vieron y fue tal el revuelo que se armó en el pueblo que tuvo que salir el oficial por la radio local pidiendo disculpas. Desde ese momento no se animan ni a labrarle un acta por disturbios en la vía pública.
Sucede que cada uno de los vecinos conoce su relato, vivió de cerca la historia verdadera de lo que sucedió y, de alguna manera, se sienten cómplices de la injusticia al sostener el silencio. Por eso lo defienden. Por culpa y cargo de conciencia. Pero a su vez le prestan poca atención por la calle porque prefieren hacerse los boludos para olvidar. Para tapar sus miedos, para no recordar aquello que permitieron y dejaron sin condena. Era más sencillo, más seguro, mirar para otro lado y seguir con la tranquila vida pueblerina. Pero él no olvida, no. Ni se lo permitirá a ellos.
Después de tanto tiempo, en un pueblo de provincia desolado por el irremediable abandono del estancamiento, las palabras de “Zavarrita” suenan casi a fábula. Parecen una de esas leyendas que los abuelos relatan a sus nietos antes de dormirse. Pero su historia es verdadera y nadie como él lo sabe.
Él vivió y sufrió esa historia. En cambio, los demás la sienten aún ajena, como una herida abierta cobarde y traicionera. Porque su relato habla de un crimen que ocurrió realmente y que todos callaron por temor a los culpables. Y los gritos iracundos de Gustavo, a toda hora y en cualquier lugar, existen para recordarle a la gente el triste asesinato de su hermano, Andrés. Una muerte que, 15 años después, desconoce todavía a los culpables. Pero sabe mucho de impunidad.  
En su desequilibrada batalla callejera, Zavarrita pregona sobre abusos de poder político y económico, de corrupción de las autoridades o de negocios turbios con personajes intocables de la alicaída alcurnia local. Pero las figuras influyentes, salvo en Fuenteovejuna, siempre encuentran los caminos para salir indemnes. Siempre… A pesar de Gustavo Zavarra y su quijotesca lucha, que aún sigue.