martes, 7 de junio de 2011

El Zurdito Macías


Hoy estaba viendo por televisión la final de la Champions League, desparramado en el sillón de casa. Todas las cámaras y micrófonos lo buscaban a él, al mejor del partido, a la figura del equipo campeón. Al Zurdito Macías.
Cuando lo conocí no debíamos tener más de 15 años, pero había que ver la elegancia y potencia que mostraba en la cancha. Apenas con esa edad y su metro sesenta y dos... ¡Qué  potencia en la zurda, por Dios! 
Una fuerza impresionante, sin dudas, lograda de tanto cargar ladrillos mientras ayudaba a su papá albañil.
Recuerdo una mañana en que mi vieja me mandó a comprar pan a lo de Don Pedro. Pasé por una obra en construcción una o dos cuadras antes de la panadería y, distraído y todo como corresponde a esa edad, lo vi por primera vez. Llevaba 5 ladrillos con un solo brazo y, con la otra mano, cargaba un balde repleto de mezcla. Así recorrió casi 20 metros hasta el andamio donde estaba el papá. ¡Madre mía! ¡Menos mal que jugaría para nosotros!
Nuestro equipo se llamaba "El Zonda" y estábamos más cerca de ser una comparsa que once jugadores de fútbol. Pero, por esas cosas del destino, el Zurdito fue a caer en nuestro barrio. En realidad, gracias a los constantes cambios de domicilio del señor Macías, su padre. Un morocho pícaro, timbero y mujeriego que se mudaba cada 2 por 3 por culpa de algún quilombo de mujeres o de dados, llevándose a la rastra a su único hijo, Enrique. Afortunadamente para nosotros, el buen hombre encontró la horma de su zapato en el barrio y se casó con Nélida, la peluquera, muy amiga de mi mamá.
El pibe se llamaba Enrique Lautaro Macías y los demás chicos ya lo habían visto jugar un domingo con los grandes, en el baldío de la estación. Todo un dato ese: Cuando sos pendejo, jugar con los mayores está reservado sólo a unos pocos dotados de mucha habilidad en los pies. Claro, ninguno de nosotros había alcanzado semejante privilegio.
Me contaron que una tarde el Cholo Mendizábal, un matungo cuarentón que jugaba parado en el medio para pegarle a todo cristiano que se le acercara, fue a trabar una pelota con el chico  y quedó desparramado a un metro de la jugada. Además de habilidoso, el pibe sabía hacerse respetar. En ese momento, alguien que miraba desde la calle exclamó entre risas: ¡Es fuerte el zurdito! ¿No, Cholo? 
Ahí nació el apodo y también la famosa anécdota del Cholo que todavía se cuenta en los bares de la zona. Pero el papá del Zurdito se enteró y le prohibió volver a jugar con los grandes, sobre todo por miedo a que lo caguen a trompadas. Otra vez, la diosa fortuna se puso de nuestro lado.
- Andá a jugar con los chicos de tu edad -le ordenó.
Y una semana después, obediente, el Zurdito era el 8 titular de nuestro equipo, capitán natural sobre el escaso verde césped y líder indiscutido afuera de la cancha. Así de simple, como suceden las cosas trascendentales de la vida. 
Aunque para llegar a eso, primero nos dio un buen susto. El día que apareció en el potrero donde jugábamos nos quedamos paralizados. Pensamos que venía a pegarnos o algo así, hasta que después de mirarnos un rato largo a cada uno sin soltar una palabra, sentenció: “Voy a jugar con ustedes”.
Listo. No hubo protestas o entredichos, ni siquiera una respuesta en voz alta. Segundos después, la pelota llegó hasta sus pies y seguimos el partido como si lo conociéramos de toda la vida. Eso sí, maravillados con su habilidad y potencia.
Aquella tarde supimos enseguida que era el jugador que nos faltaba paa convertirnos en un buen equipo. Y para mí, además, se transformó en el mejor amigo que me regaló la juventud. 
Porque encima, era un buen pibe el Zurdito. Laburante, solidario y dispuesto a jugarse por sus amigos. Lo pudo demostrar a las pocas semanas, nomás, en el debut en la Liga. Ese día fajó a un defensor de 17 años que lo tenía loco al pobre Guillermito, uno de nuestros delanteros. 
Cuando el referí terminó el primer tiempo, el Zurdito lo fue a buscar al 2 de ellos, se le arrimó despacito y con mucha tranquilidad le increpó: “Por qué no te la agarrás conmigo, salame”. Cuando el otro, sobrando la situación, intentó levantar la mano para sacárselo de encima, confiado quizás en la escasa estatura del desafiante, el Zurdito lo madrugó y le embocó dos bifes en la carretilla que lo dejaron tirado cerca del área grande. Ese día perdimos 4 a 1. Al Zurdito lo expulsaron, claro. Sin embargo, supimos que habíamos ganado mucho más. 
Al partido siguiente todavía fuimos pocos los testigos del espectáculo, pero después ya empezó a venir gente de todos lados para ver al 8 del "Zonda". A los 6 meses, también llegó un tipo de traje a la humilde casita del señor Macías y se llevó a nuestro capitán para jugar en las inferiores de Boca. 
Desde entonces lo vimos cada vez menos, pero cuando podía, él se daba una vuelta por el potrero para jugar un picadito con nosotros. Después ya no pudo. Todo fue muy rápido: Debut en primera, selección juvenil, la mayor y venta al extranjero. 
Difícil explicar el orgullo que sentíamos cada vez que lo veíamos en la tele o en la tapa de algún diario. Guillermito y yo seguíamos su carrera por donde fuera y, aunque nunca más había vuelto por el barrio, siempre se las arreglaba para llamarnos, mandar una carta o camisetas de nuestros ídolos, que él enfrentaba en Europa. 
Hace un ratito terminó la final de la Champions y no puedo parar de llorar. Me emocioné como nunca viendo al Zurdito en la televisión. Se lo veía recibir la Copa como capitán del Barcelona, envuelto en una bandera argentina. 
Después de ofrecer el trofeo al público del estadio, con todos sus compañeros festejando alrededor, lo dejó en el piso y se levantó la camiseta azulgrana para que lo tome la cámara. Debajo llevaba una remera blanca, escrita a mano, que decía: “Para los chicos del Zonda”.