martes, 28 de junio de 2011

PECAS

"...Porque a veces ciertos amores, aunque breves, pueden quedarse en tu corazón"

Tenía muchas, pero muchas pecas. Todo ese delgado cuerpo y su rostro estaban cubiertos por diminutos puntos de color marrón que, en conjunto, resultaban tan simpáticos como ella misma.
Despertaba una dulzura empalagosa con su fresca mirada de veintipocos y, además, me paralizaba con su esplendorosa sonrisa de relucientes y ordenados dientes blancos.
Era tímida de a ratos, quizás aún por esas indecisiones de juventud y, en ocasiones incluso, rezongaba de sus pecas. ¡Tan lindas que le quedaban! Por supuesto, ni siquiera intentaba comprender mi fascinación por ellas. Así como yo tampoco pretendía entender su relación conmigo.
Por eso, seguramente, prefiero recordar aquellos insuficientes pero desesperadamente maravillosos momentos a su lado. Como por ejemplo, cuando terminábamos de hacer el amor y me pedía entre ronroneos que acaricie su espalda. Yo lo hacía encantado, mientras jugaba a cubrirla toda a lo ancho con una sola mano y me zambullía luego en el absurdo y placentero desafío de contar una a una sus pequitas. Desde esos diminutos hombros desnudos salpicados por un lacio cabello rojizo, hasta la curva sexy de su cintura que anticipaba la presencia de una cola todavía más sensual. Sin dudas, si el mundo debía acabarse, yo hubiera elegido ese íntimo, tierno y cómplice momento para pasar a la inmortalidad de los tiempos.
Ella apareció de la nada, una tarde de primavera que hacía mucho calor. Nos juntó el azar en una fiesta de amigos. Llevaba un suéter a rayas ceñido al cuerpo y jeans oscuros. Aunque ahora me cuesta recordar esos detalles porque lo único que viene a mi mente es una dulce, luminosa y seductora sonrisa que opacaba al resto.
Tratando de disimular un indisimulable interés, me acerqué para invitarla a bailar. Una antigüedad, lo sé, pero al llegar a su lado quedé tan embelesado -y paralizado- por su belleza que esa propuesta fue lo único que me salió de la boca. Al menos no tartamudeé. Ella aceptó y, a partir de ahí, no dejamos de hablar y reírnos hasta bien entrada la noche.
Un par de días después, se puso de pie en el bar donde habíamos quedado para tomar un café e inclinándose por sobre la mesa me estampó un besó. 
No hace falta aclarar que fue la única vez que me ocurrió algo así y les aseguro que es de esas cosas que se guardan para toda la vida entre los momentos más lindos y asombrosos.
Después volvió a sentarse en la silla como si nada hubiera sucedido, soltó esa inimputable sonrisa y me fascinó para siempre. Obvio, demoré en reaccionar por lo imprevisto de su faena, pero luego descubrí que ella es así: Impulsiva y desenfrenada, fresca, descarada y decidida. Irresistible.
Muchos años más tarde, también comprobé que todas esas cualidades habían terminado de formar una mujer extraordinaria. Y no me sorprendió.
Sin embargo, unas semanas después de aquel primer encuentro, nos besamos en la parada de un colectivo y nunca volvimos a vernos. Ella había llegado a mi casa con el cariño y la felicidad de siempre. Yo, en cambio, la esperaba para contarle mis intenciones, tan inesperadas para su alegría, que le hicieron soltar unas lágrimas que jamás me perdonaré.
Así de intempestiva, apasionada y breve fue esa relación. Incomprendida por ella, desalentada por mí. Tan jovencita ella, tan estúpidamente inquieto yo.
Hace unos días, por esos caprichos hirientes y perturbadores del destino, la volví a cruzar en la calle. A su paso desparramaba belleza y sus ojos contagiaban pasión y dicha. Estoy seguro que por unas milésimas de segundo nuestras miradas se cruzaron y, prefiero creer, que no me reconoció. O, simplemente, prefirió seguir adelante por la senda de su vida, con ese andar tan despreocupado. Yo, en cambio, decidí voluntariamente no detenerla. Para qué molestarla con recuerdos en blanco y negro.
O quizás, más consciente, sentí demasiada envidia y arrepentimiento al verla tan mujer de la mano de otro hombre.