miércoles, 1 de junio de 2011

Al borde del acantilado

Para vos que, aunque siendo soledad, fuiste una hermosa compañía.
Gracias, además, por la inspiración de tu sonrisa en esos días…

El viento frío de otro muy duro invierno sacudía las ramas desnudas de los árboles en las desoladas calles del poblado a orilla del mar. Las olas, desaforadas, golpeaban una y otra vez la pared del acantilado, como si quisieran abrir un hueco en ella.
Era una tarde gris y lluviosa. Únicamente las piedras permanecían inmóviles. Hasta las pocas casas de madera parecían sacudirse con la gélida y potente corriente de aire. Con ventanas y puertas bien cerradas, sólo el incansable humo de las chimeneas delataba la presencia de seres humanos en su interior.
En medio de ese descolorido paisaje, la inocente Sra. McCarthy caminaba lentamente por la calle, luego de realizar unas impostergables compras. La pobre anciana, más preocupada por los dolores de su cuerpo que por los rigores del clima, desconocía aún los fatales episodios que la esperaban detrás de la puerta de su cálido hogar.
Nomás girar el picaporte fue asaltada por sorpresa. Un ejercitado brazo masculino la sujetó por la garganta y otro le trabó ambas manos en su espalda. En un suspiro, la bolsa con alimentos se desparramó por todo el suelo. 
La anciana sintió tanto pánico que solamente cerró los ojos y se encomendó a su ángel guardián. En momentos así, sabía, nadie mejor que el Señor para definir nuestro destino inmediato. Entonces, para qué desesperar o luchar.
Pocos segundos después, cuando por fin pudo liberar la boca para llenar de oxígeno sus pulmones, también entreabrió los ojos. Sin dudas, era el techo de la sala de su casa. Por un instante había tenido la ridícula idea de que, tal vez, se hubiera equivocado de vivienda. Aunque el peligro no habría variado en lo más mínimo ya que ahí estaba, atrapada por un desconocido.
En fracción de segundos también, esos fuertes brazos la llevaron, casi dando saltitos, desde la sala a la cocina. Sin escalas. Sin palabras. Sin poder comprender aún lo que ocurría.
Pero ya en la otra habitación, una conocida e inesperada visita la observaba con un brillo de maldad en los ojos.
- Buenas tardes, Elizabeth. Qué gusto volver a verte. ¿No creíste que eso fuera posible, verdad? - dijo una voz suave, pero cargada de odio y venganza.
Frente a la Sra. McCarthy, una silueta femenina se recortaba en la ventana, con las últimas luces de la tarde. Era una joven de estatura normal, poco más de 30 años, con una frondosa cabella de rulos oscuros y una sonrisa que transitaba incomprensiblemente entre lo diabólico y la dulzura.
Sobre la mesada se alcanzaba a ver unas cuantas naranjas cortadas al medio, un vaso y un exprimidor. La chica sostenía un enorme cuchillo en su mano derecha.
- Te estaba esperando. En realidad, te esperé muchos años -agregó la muchacha, poniéndose de espaldas y blandiendo por el aire la filosa hoja plateada-.
Parecía muy tranquila, cortando la fruta para prepararse un jugo natural. Sin embargo, imprevistamente, soltó una carcajada endiablada que espantó a la indefensa anciana.
En milésimas de segundo, giró sobre sí misma y, cuchillo en mano, se abalanzó contra el cuerpo de la señora que seguía maniatada por el anónimo cómplice de la chica enrulada...
Dos días más tarde, cuando el Sargento Murdoch repasaba la escena del crimen, no podía entender el ensañamiento del asesino con la pobre mujer. Incontables manchas de sangre cubrían casi todo el piso de la cocina y enormes gotas rojas llegaban incluso hasta la pared de enfrente donde se encontró el cuerpo de la víctima.
Ningún familiar se había presentado y, de hecho, los oficiales no pudieron hallar registros de pariente alguno. Según los datos, la encantadora Señora McCarthy vivió sola durante los últimos 19 años. Nada de visitas, ni amigos. Solamente se la veía salir para hacer compras en el mercado de la Calle del Sur o realizar algún trámite en el Ayuntamiento.
Sin embargo, el viejo Murdoch recordó un episodio policial en el cual participó muchos años atrás, extrañamente, en la misma casa.
La dueña había llamado a la comisaría para denunciar un crímen: Su marido había sido asesinado a puñaladas por la hijastra de ambos. Cuando los oficiales llegaron, la pequeña, de tan sólo 16 años, todavía permanecía en estado de shock junto a la puerta de la cocina, con un enorme cuchillo ensangrentado en la mano.
Aunque los recuerdos llegaban borrosos, el Sargento Murdoch tenía la sensación que en aquella ocasión, la delgada y pequeña joven, no había podido ser capaz de ejecutar semejante brutalidad. Pero eso formaba parte del pasado. Un pasado olvidado y cuyas intrigas o verdades se esfumaban ahora con la muerte de Eloise McCarthy.
Los policías cerraron la puerta de la casa y se apuraron a cubrirse del frío hasta llegar a la patrulla. El viento invernal suele ser muy cruel al borde del acantilado, justo donde el desolado Municipio de Bullman demuestra su existencia tan sólo gracias al pálido humo de unas pocas y maltrechas chimeneas.