martes, 2 de agosto de 2011

Venganzas postergadas



Lucas daba vueltas por el patio. Iba y venía desde hacía un buen rato. El sol de la siesta le daba de frente en la cara y le dificultaba la visión, aunque pusiera la mano como visera. No podía esperar mucho más, tenía que encontrarla.
Después de caminar alrededor de la mesa de hierro oxidado del jardín, se detuvo abajo del ciruelo que lo abrazó con su piadosa sombra. Quería pensar tranquilo. Era verano y la temperatura andaría ya por los 30 y pico grados.
Cualquiera que lo viera en ese instante podía deducir, por la postura nomás, que Lucas estaba preocupado. Con los brazos en jarra, movía la cabeza de un lado a otro, negando casi con desesperación.
De repente, un recuerdo nítido lo invadió y lo emocionó. Se concentró para repasar en detalle aquel día en que la tomó en sus brazos por primera vez. Pálida, salpicada por esos lunares negros, casi perfectos y de formas exactas.
Lucas no lo podía creer. Después de tanto tiempo, por fin era suya. Como lo había soñado en esas noches de pueblo, con el ruido de los grillos filtrándose por la ventana y los bichitos de luz desparramados en el azul oscuro del cielo nocturno. La luna, única testigo de sus deseos, lo acompañaba en silencio, como esos amigos que en los momentos más difíciles no necesitan decir ni una palabra para brindar su apoyo.
Había sido exactamente un año atrás, la madrugada de un 6 de enero, cuando ella llegó a su vida, dándole una de sus mayores alegrías. Ella y él. Un amor a primera vista. Él, enamorado para siempre. Ella rendida a sus pies.
Cuántas veces caminaron por ese mismo patio, disimulando fervores hasta que se volvieron incontrolables. Pasearon, viajaron y hasta durmieron juntos durante ese año.
Pero ahora, en esa tarde calurosa y soleada, ella no estaba. Y Lucas se ponía más y más nervioso. No podía… No quería ni siquiera pensar en que ella no volvería. Sospechar, nomás, que alguien más pudiera rozarla o tocarla lo llenaba de ira, rabia y egoísmo. Imposible. Después de todo ese tiempo, ella no sería capaz de entregarse a otro. Para qué. Por qué. Qué extraño capricho la habría llevado a desaparecer así.
¿Y Lucas? ¿Qué sintió cuando la buscó y ya no estaba? Acaso no era algo que se venía venir desde aquel día en que él la dejó para irse con los chicos del barrio. Ella supo que en esa salida Lucas iba a traicionarla. Pasaría unas horas con otra que, seguramente, le iban a presentar sus amigos. Hasta pudo imaginarlo, ansioso, en el baldío de atrás de la estación de trenes. Y todos gritándole: ¡Grande Lucas! ¡Maestro!
Ella lo supo de inmediato. Todo, absolutamente todo, se sabe en los pueblos. Los romances y las traiciones. Especialmente, los engaños. Pero ella lo bancó. Esperó que regresara y se hizo la indiferente un ratito hasta que, mansita, cedió y se entregó de nuevo a su "dueño". Al único que había conocido. A Lucas.
Pero ahora la situación era al revés y él no se sentía tan comprensivo. La quería, es cierto. Pero la precisaba más que nunca esa tarde y ella no aparecía. ¿Acaso esperó pacientemente hasta hoy para vengarse de aquella tarde en la estación?
Envuelto en esos pensamientos, atormentado, pasó otros 20 minutos. O más. El sol iniciaba su cuesta descendente para esconderse a eso de las siete y media, sin más remedio, detrás del paredón que daba al fondo de los Urrutia.
Lucas estaba sentado contra el tronco del ciruelo. Derrotado. Por eso tardó unos minutos en reaccionar al grito que llegaba desde la ventana de la cocina.
- ¡¡¡Lucas!!! Vení adentro que ya está la leche.
- ¡Sí, má! ¡Ya voy!
Mientras terminaba la cansina marcha tomó coraje y, sin pensar demasiado en lo vergonzoso de la situación, con la voz más inocente que pudo encontrar en su garganta, preguntó mientras entraba a la casa:
- Mami, vos no sabes dónde dejé la pelota ¿No?