lunes, 22 de agosto de 2011

La Frase Perfecta


En la avenida Corrientes, casi esquina con Montevideo, existe una vieja librería de saldos. No es pintoresca. Se trata de un enorme local de dos plantas, poco agradable a la vista, demasiado oscuro y con un persistente olor a humedad. Eso sí, es la única librería en todo Buenos Aires que nunca cierra sus puertas. Ni en Navidad, ni en feriados, ni siquiera por las madrugadas. 
Pero eso no es lo más llamativo del lugar. Cuentan los clientes asiduos que ahí ocurren cosas extrañas. No misteriosas, sino raras. Sin embargo, los incrédulos de siempre descartan esas teorías fantásticas y justifican los hechos argumentando que los empleados del turno noche son unos flojitos y, sostienen, el sueño les juega malas pasadas. Sobre todo en las frías trasnoches de invierno.
Pero más allá de ambas posturas, las historias que se cuenta hablan de sucesos extraordinarios que ocurren entre las 4 y las 6 de la madrugada. En ese único momento en que el tránsito de la avenida parece aflojar un poco, hasta un mínimo posible. Porque eso de que es “la calle que nunca duerme” resulta completamente cierto.
La cuestión es que al sacudirse la modorra, y ya con el amanecer detrás del Obelisco, los empleados de la noche ven cosas fuera de lo común. Por ejemplo Atilio, el repositor, dice que unos libros aparecen fuera de su lugar y otros quedan abiertos encima de las mesas de exposición, como si alguien hubiera abandonado su lectura de imprevisto.
Fidel, el más antiguo de los vendedores, siempre recuerda una vieja leyenda de los tiempos en que la librería abrió sus puertas, allá por comienzos del siglo XX. En esa época de galeras y bastones abundaban las tertulias literarias y, con la concurrida avenida como epicentro, las plumas más selectas de la época frecuentaban el local desde su inauguración.
Por aquel entonces, la librería cerraba de noche y el dueño, Don Evaristo Arriaga, atendía a la clientela con la única colaboración de su hijo Fermín, de 20 años. Parece que cierta noche el propietario se quedó haciendo inventario hasta bien tarde y, tal vez influenciado por el cansancio, creyó divisar una silueta entre los estantes. Los nervios y el sueño también se combinaron para que el hombre entrara en pánico y, tomando su revólver Lefaucheux francés de abajo del mostrador, disparó en la penumbra del local.
El destino quiso que el disparo diera de lleno en el pecho de su hijo que había vuelto para ayudarlo con el cierre y, de paso, comentar con él algunos aspectos de la novela que estaba escribiendo. Cuenta esta leyenda que, al acercarse al cuerpo de su hijo, el viejo lo escuchó susurrar con el último aliento: “La encontré, papá. Encontré la frase perfecta para el inicio del libro”. Después sonrió y se fue para siempre.
Al señor Arriaga lo internaron de inmediato por un brote psicótico y depresivo generado por la culpa y aquellos pocos que siguieron la historia aseguran que durante los años que permaneció en el pabellón psiquiátrico, el fundador de la librería solamente balbuceaba palabras sueltas o sin sentido, pero una oración se entendía perfectamente: “La frase perfecta quedó allí, entre los libros”.
Los más exagerados narradores de esta versión dicen que antes de enfrentarse a su propia muerte, Don Evaristo escribió esas palabras en la blanca pared de la habitación donde estaba encerrado, con su propia sangre.
Desde ese siniestro y lamentable episodio, la librería pasó por distintos dueños hasta ser comprada por los hermanos Ramón y Enrique Miranda, célebres editores porteños que le dieron a la tienda la reputación y la modalidad de atención nocturna que la llevaría a su esplendor, entre los años ´40 y ´60.
Uno de los secretos del suceso, por supuesto, tuvo que ver con las leyendas y cuentos que se armaron en torno al crimen del incipiente joven escritor. Porque eso despertó el interés no sólo de prolíferos aspirantes a escritores, sino de autores ya consagrados que volvieron a frecuentar la librería.
Otros se animan a reconocer que las visitas no eran por las ofertas y obras inéditas que se ofrecían, sino motivadas por la búsqueda de aquella misteriosa oración fundamental que el muchacho aseguró descubrir, antes de su trágico final.
Sin embargo, el paso del tiempo hizo que la librería -y la literatura en general- perdieran interés, dando lugar a los chismes que perduran hasta hoy.
Pero en esa incomprobable anécdota familiar es donde encuentran su razón de ser los que vieron “hechos sin explicación” durante las húmedas madrugadas ciudadanas. Fidel, Atilio y también Adalberto, el cajero, juran a sus allegados que vieron “figuras casi transparentes” debatiendo acaloradas en los pasillos, hojeando libros de las mesas y alborotando los estantes.
Pero lo curioso, realmente, es la descripción que dieron de esos visitantes. Atilio, por ejemplo, asegura que vio a un señor de bastón, con el cabello blanco peinado hacia atrás, parecido a Borges. Fidel, en tanto, cree que entre los estantes aparece un hombre gordo y de barba, seguido de cerca por un gato negro. Y el mismo Adalberto, desde el mostrador del fondo, está convencido de haber visto al mismísimo Julio Cortázar dejando escapar una bocanada larga de humo de un cigarrillo que nunca se consume.
A veces, incluso, todos se cruzan inquietos, motivados por la intriga de esa frase tan anhelada, capaz de convertir una simple historia en la más grande de todos los tiempos. Por eso, por la curiosidad que impulsa a todo narrador, regresan cada noche a revolver los estantes de la librería de Corrientes, casi esquina Montevideo.
Lo más entendidos llegaron a especular que se trata de una frase breve, clara, descriptiva y casi poética. Esa que todo autor desea desesperadamente para captar la atención de sus lectores al inicio del relato y mantenerlos cautivos para siempre.