miércoles, 21 de septiembre de 2011

Milonga

A Roberto, viejo querido.

Noche fría de viernes en el barrio de Mataderos. Él entra bien tarde al Club Social, no por impuntual, sino porque “la sabe lunga”. Los años le enseñaron que los buenos, los que desparraman firuletes, llegan siempre después que el resto. 
Va solo, sonriendo y levantando la ceja izquierda como único saludo. Camina pausado pero con ritmo, con aires de mucha confianza en sí mismo y sin sacar las manos de los bolsillos del pantalón.
Está más cerca de los 80 que de los 40, pero parece lo contrario. Trae el cabello gris bien engominado, como corresponde en estas ocasiones. Zapatos negros impecables, saco oscuro y una bufanda roja que le cruza el pecho.
Los más jóvenes ya están "calentando" y algunas parejitas van dibujando tímidas figuras en una pista cada vez más poblada. Pero él todavía no decidió con quién bailará. Porque él elige, como los malevos de antes en los conventillos del Bajo. Y ellas mueren por ser su partenaire.
Así está escrito en las memorias del tango y él lleva esos códigos con orgullo, grabados en el alma.
Ojea, como desinteresado, hasta que descubre a la indicada y se lo hace saber. Con un leve movimiento de cabeza, alcanza.
Ella sonríe y se acerca complacida para dejarse llevar. Él la toma suave -pero firmemente- por la espalda y le clava la mirada en los ojos.
Se quedan inmóviles, respetuosos del ritual. De fondo se escuchan los bandoneones de la orquesta de Julio De Caro, pero nadie se mueve hasta que él da el primer paso: Elegante y soberbio. Se mueve con agilidad por el borde, rodeando al resto. Porque es sabido: Los tangueros de ley nunca bailan en el centro.
Recién entonces, arranca la milonga.