lunes, 26 de septiembre de 2011

La tortuga de Esquilo



Como cada mañana, a las 6 en punto se encendió el radio-reloj-despertador. Esta vez sonaba de fondo la canción “nunca más”, de Disidentes. Qué irónico, pensó. Él deseaba con todo su corazón un “nunca más” para esa pesadilla que lo invadía cada noche, de manera persistente y endiablada, durante las últimas semanas.
Las imágenes eran perfectas, nítidas y escalofriantes, como sacadas de una película de Hitchcock. Un pasillo oscuro y gris que desembocaba en una sala pequeña y cuadrada. Un desvencijado ventilador de techo de madera giraba cansino. Tres o cuatro sillas desparramadas en los rincones. Flores, olor a humedad y un ataúd negro ocupando el centro de la escena. En su interior, él. Pálido, con aire de paz eterna en el rostro y una media sonrisa forzada seguramente por el tipo de la funeraria.
Luego, la más absoluta oscuridad que sólo se rompía por su agitada respiración al despertar, sobresaltado, en mitad de la noche.
Maldita la hora en que accedió a ese ridículo pedido de Paula. Para qué carajo quería él consultar a una vidente. “Dale, no seas aburrido. Vienen Martín y Lola, también. ¿O les digo que te da miedo?”, lo chicaneó ella. ¿Miedo, yo? ¡Por favor! Respondió él, sin pensarlo mucho.
Ahora era demasiado tarde. Todavía no entendía para qué mierda fue. Por boludo, nomás. Por hacerse el machito, el que no cree en esas cosas del destino.
Y así terminó aceptando la propuesta de Paula. Definitivamente un idiota con mayúsculas. ¡Qué necesidad tenía! Si incluso habría podido quedarse en la puerta, fumando. O esperándolos en el coche. Pero no, el muy valiente entró. ¡Y primero que todos!
Desde entonces, y como cada mañana desde ese putísimo día, se despertaba serio y pensando en la horrible pesadilla. Nada quedaba de aquella sonrisa ganadora con la que miró a Paula antes de entrar al departamento de Madame Labouche.
Las palabras de la vieja le rebotaban en la cabeza: “Veo todo oscuro en tu línea del futuro. Veo… tu final”, había sentenciado la muy hija de puta, mirándolo a los ojos. Sin compasión, ni anestesia ni nada. Y eso fue todo lo que habló con él.
- Si lo veía ¿para qué carajo me lo dijo? ¿Yo se lo pedí? ¡No! Pensé que me iba a decir las pelotudeces que dicen siempre en las películas: Veo dos mujeres en tu vida; vas a tener un cambio grande en el mediano plazo; alguien cercano te dará una buena noticia… ¡Esas son las cosas que tienen que decir los adivinos! -se gritaba frente al espejo, encerrado en el baño.
Como el horóscopo, sostenía él, cuestiones ambiguas que le caben a cualquiera y, fundamentalmente, que generen alegría y esperanza. Pero jamás la mala onda y desesperación que le transmitió esa vieja mal parida, con eso lo del “final oscuro en tu futuro”.
- ¡Me cago en Madame Larousse o como se llame! ¡Como si fuera poco, me cobró 200 pesos! ¡Para cagarme la vida, nomás! -se reprochaba también.
Habían pasado tres semanas de absoluta desazón. Semanas en las cuales iba a la oficina como un sobreviviente, con el alma absolutamente vacía. No prestaba atención. Todo se reducía a un solo y patético pensamiento: ¿Cuándo?
Porque el “cómo”, ya se lo había anunciado la vieja del turbante.
- Tratá de no manejar en la ruta, nene. En el campo, sobre todo, que se cruzan vacas o caballos -le aconsejó Madame Labouche, mientras él salía hecho una furia del cuarto, dando un portazo.
Al principio, aterrado, directamente dejó de usar el auto. Después, hasta le dio miedo caminar por la calle porque creía que algún coche accidentalmente podía subirse a la vereda y atropellarlo.
Luego, poco a poco, las escenas se fueron haciendo más complejas y ridículas a la vez, hasta que mandó todo a la mierda y volvió a usar el auto y dejó de prestar atención al asunto. Se cansó de intentar anticiparse. Solamente le molestaba esa pesadilla de mierda.
Por lo demás, hasta bromeaba con Paula sobre la situación, aunque su mujer lo retaba diciendo que no debía tomárselo en broma. Que a ella, Madame Labouche  le había pronosticado "un regalo para la cocina" justo antes que su mamá le comprara el microondas la semana pasada.
- Pero si te lo prometió para el casamiento hace tres años -le recordó él, más incrédulo todavía.
- ¡No seas así! ¡No te burles! O te pasará como al griego ese de las ovejas, que leí el otro día en una revista -lo increpó ella una mañana.
- ¿Qué decís, ahora? No me jodas más, que todo este quilombo fue por hacerte caso a vos y a las pavadas que se te ocurren por leer la Cosmopolitan!
- Si, vos culpame a mí, pero te digo que por lo menos estás avisado y podes ser precavido. No como al griego que, de la nada, lo atropelló una tortuga. No me sale el nombre pero ya me acordaré...
“Cartón lleno” pensó él y le regaló su mirada más burlona. Después de contenerse unas cuantas barbaridades, reflexionó, unió todas las pistas que le daba ella y le resumió la historia. Le costaba creer lo que había escuchado y, más aún, lo que iba a responder.
- ¿Estás hablando de Esquilo, vos? Seguro lo sacaste de otra revista de esas que tienen en la peluquería o te lo contaron mal. Es verdad que murió por una tortuga pero, como te imaginarás, no lo atropelló sino que lo golpeó en la cabeza. Y antes que preguntes, te aclaro que las tortugas no vuelan. Extrañamente, ocurrió que se le escapó al pájaro que la llevaba entre sus garras y justó cayó en la cabeza del pobre griego, como decís vos.
- ¿En serio? ¡Qué increíble! ¡Qué mala suerte tuvo ese muchacho! ¿Y vos te quejas por lo que te dijo Madame Labouche? ¿Te das cuenta? -repetía Paula, muy indignada ante los caprichos del destino.
Por lo menos, se consoló él, será bastante difícil que caiga una tortuga del cielo mientras manejo.