lunes, 5 de septiembre de 2011

La “Tango” del Polaquito


El suceso tuvo lugar una calurosa tarde de verano, en un mes de febrero, de hace unos 20 años. Era la hora de la siesta en el pueblo y las calles estaban tan desiertas como en una película de cowboys, donde solamente se ven pasar los rollos de pasto seco empujados por el viento.
En este caso no había ni una mínima brisa y la humedad condenaba cualquier movimiento brusco. A nosotros nomás se nos ocurría jugar a la pelota en esas condiciones en el baldío de la Estación. Inconsciencia de chicos.
Este inesperado episodio arrancó como si fuera una travesura más, un amague apenas de las terribles jodas a las que nos teníamos acostumbrados. Por eso nadie imaginó la fatídica consecuencia que deberíamos enfrentar después. Y hablo de jodas habitual porque era normal hacerle alguna al “Polaquito” Zanavisky; el estirado, mal criado e insoportable hijo del doctor del pueblo.
Por desgracia para nosotros, el pibe también era el envidiado propietario de la única digna pelota de cuero blanco y negro, cocida a mano, que rodaba por los potreros. Todos los días el Polaquito le pasaba grasa de animal y, nobleza obliga, la "Tango Europa de Adidas" estaba reluciente. Más digna de admiración que de las salvajes patadas que le dábamos.
Era igual a la que usaban en los partidos de Primera. Incluso algunos decían que era el mismísimo balón con que jugaron en la vuelta de la final de la Supercopa de América que Boca ganó por penales. La ventaja de tener un padre "tordo" con buenos contactos en la Capital, pensábamos. 
La cuestión es que, por más bronca y rabia que le teníamos, había que aguantarse los caprichos del Polaquito. Porque el pibe era un prepotente de mierda, es cierto, pero nosotros hacíamos cualquier cosa con tal de jugar con esa redonda sagrada.
¡Lo peor de todo era que al muy turro ni siquiera le gustaba el fútbol! Solamente la traía para fanfarronear adelante de nosotros porque conocía nuestra debilidad y estaba dispuesto a aprovecharse de ella. Y a decir verdad, nos jodía demasiado el asunto, así que como decía mi abuelo: “De tripas corazón” y a disfrutar mientras dure.
Todo esto le importaba un carajo al “Chueco” Luna. Si fuera por él, jugaba al futbol con una sandía. Aunque con el paso del tiempo y la repetición de boludeces, le fue tomando bronca al Polaquito. Y eso, a la larga, no podía terminar bien. Ahora que lo pienso mejor, lo que aconteció aquella tarde no debió sorprendernos tanto.
La mayoría estábamos alrededor de la canilla de la Estación para calmar la sed y aguantar el sofocante calor mojándonos la cabeza. El Chueco, más duro y aguantador que el roble, se quedó solo en la canchita haciendo jueguitos con la pelota. Mientras, como tomando distancia del "populacho", el Polaquito se cuidaba del sol abajo de unos pinos hasta que se cansó de mirar como su inmaculada Tango no caía del habilidoso pie del Chueco. Entonces, con mucha sorna le gritó: “Pasame mi pelota querés, que vos sos capaz de romperla”.
No hacía falta el comentario, es cierto. Aunque también es verdad que se trataba de una de esas tantas pavadas que le aguantábamos al hijo del doctor. Pero esa tarde se ve que el Chuequito no estaba para que le rompan las pelotas.
Algunos ya habíamos vuelto a la canchita y nos quedamos mirando la escena con especial atención, sorprendidos o alarmados por un silencio profético muy parecido a la calma que anticipa a la tormenta.
El Chueco dejó caer la pelota y la aprisionó bajo la suela derecha de sus Flecha azules. Se hizo visera con una mano para divisar al Polaquito entre los árboles, después se sacó la transpiración de la frente y se la secó en la gastada camiseta de Atlanta que llevaba ese día.
Todos creímos que lo iba a correr para cagarlo a trompadas o que le apuntaría un puntinazo a la panza. Pero él, relajado como nunca, giró la cabeza hacia la Estación donde el tren de las cuatro estaba próximo a salir con destino a Lobos.
Los que presenciamos aquel histórico momento nos asombramos con las tranquilas palabras del Chueco: “¿Así que querés tu pelota, eh?”. Recién en ese instante, como en un profético flash, intuimos el funesto desenlace.
Se venía la catástrofe. Era inevitable. De una u otra manera esta situación no terminaría bien para nosotros y, por eso, me quedé mirando con nostalgia a la Tango.
El Chueco giró sobre su propio cuerpo y con la pierna derecha, la que mejor dominaba, le dio a la pelota que dormía bajo su suela un suave empujoncito hacía adelante. La dejó correr mansita menos de un metro y, antes de arrancar la carrera, se dio vuelta con una sonrisa pícara para mirar al hijo del doctor.
Fueron sólo unos segundos, casi imperceptibles, en los que se precipitó todo como en cámara lenta.
Mientras el solitario ejecutor se disponía a completar los pasos que lo separaban de la invaluable Tango, el Polaquito se puso de pie de un salto y estirando los brazos intentó un desesperado e inútil: “¿Qué vas a hacer, boludo? ¡Pará!”.
Pero ya era tarde. Algunos nos agarramos la cabeza con ambas manos, inmóviles ante la inminencia de lo irremediable. Existían pocas, nulas chances de que el Chuequito fallara, famoso por su pegada milimétrica en los tiros libres. Y la profecía se volvió sentencia cuando escuchamos sus siguientes palabras: “Andá a buscarla entonces”, le dijo al incrédulo Polaquito con esa maldad dibujada en la cara y que anticipaba una joda de las bravas. De esas que se recuerdan por más que pasen veinte años.
Desde la canchita hasta la vía habría unos 60 o 70 metros. El silbato del tren sonó un par de veces mientras la locomotora se alejaba de la estación y tomaba algo de velocidad.
El hijo del doctor empezó a saltar en el lugar, nervioso, levantando las manos al cielo y gritando como poseído por el mismo diablo. Se estaba poniendo pálido, también. En ese momento, tanto él como nosotros comprendimos la magnitud del fatídico hecho: Nos íbamos a quedar sin la deslumbrante Tango Europa de Adidas.
Enseguida nos sobresaltó un nuevo silbato del tren y una larga bocanada de humo negro se mezcló con las nubes. La máquina dejaba atrás el andén y la flamante número 5, cocida a mano, salió disparada con fuerza del pie derecho del Chueco, cruzó el aire por adelante nuestro y superó por lejos la ligustrina de la Estación. Todos giramos la cabeza siguiendo la trayectoria para constatar la hazaña, perjudicial y triste más tarde, pero repleta de heroísmo en ese instante.
El Polaquito transformó sus gritos en llanto desesperado antes de caer de rodillas al suelo. En cambio el Chueco, satisfecho, se acercó hasta nosotros. 
Nos estaba privando de una pelota inigualable pero, a pesar de eso, lo abrazamos y vitoreamos sin entender del todo la demorada, insensata y reparadora justicia de su acto. Después, como hermanados por la magnitud de la vengativa cruzada, nos quedamos mirando el tren que se alejaba a toda marcha.
En esos días de agobiante calor, todos los vagones llevaban abiertas las ventanillas.