jueves, 15 de diciembre de 2011

Un padre hecho y derecho


Betito pasaba las tardes de verano frente a la televisión, esperando el permiso de mamá Betty para salir a jugar en el fondo. Sabía que antes tenía que bajar el calor, justo cuando el sol empezaba a meterse detrás de los sauces, en esas siestas interminables en Bragado.
Así pasaban los días en la descascarada casa, cerca del puente de la vía. Ahí fue creciendo Betito bajo la estricta mirada sobreprotectora de Betty. Aunque, cada vez más, el pequeño también disfrutaba del cariño cómplice de su hermana, Matilde, nueva esclava de los caprichos del menor de la familia.
Sin embargo, nada de esto pasaba con su padre, Ramón Alberto Astudillo. Don Beto, para todo el mundo. Con él, el chico mantenía una relación distante, de respeto inquebrantable y admiración incondicional.
A pesar que Don Beto sólo manejaba el tractor de la Municipalidad para alisar caminos de tierra en el campo, su hijo lo veía como un héroe que luchaba contra el malvado barro, líder de unas imaginarias fuerzas oscuras que deseaban dominar las calles del pueblo. Esa historia le había quedado por un cuento que le inventó Betty, cuando era un crío y no se quería dormir temprano.
Pero por sobre todas las cosas, de aquellos tiempos de niñez, lo que más guardaba el chico era la admiración hacia la figura paterna. Por lo general, una figura ausente, es cierto; pero bien notoria cuando volvía a la casa, a la hora de cenar. ¡Qué respeto que imponía ese hombre! Nunca hizo falta levantara una mano tan siquiera, a pesar de las interminables cagadas que se mandaba Betito. Si estaba el padre presente, alcanzaba con una mirada de lejos nomás. O, si no, la simple amenaza de Betty: “Ya vas a ver cuando llegue tu papá”. Santo remedio.
Así fue la cosa hasta que Betito cumplió los 15. Entonces, por fin, su padre le habló directamente después de cenar: “Desde el lunes, usted se viene a trabajar conmigo al corralón”.
De nada le sirvió esa mirada en busca de rescate maternal. Ella giró y siguió lavando los platos. Su hermana tampoco pudo ayudarlo ante semejante situación.
Betito agachó la cabeza en señal de resignación y, sin comer el postre, se fue directo a su cama para digerir el destino impuesto. No terminar el colegio parecía ahora un daño irreparable y eso que nunca fue bueno para el estudio. Ni le gustaba, claro. Pero la sola posibilidad de eternizarse en el corralón municipal, lo abrumó. Por lo menos al principio. Porque después, quizás por ese respeto a la investidura paterna, el chico dejó de darle vueltas al asunto y comprendió en que ese sería el camino a seguir. El único a la vista.
Poco a poco, Don Beto le enseñó a arreglar los motores de los tractores y Betito, como ya lo llamaban todos, sobrellevó sus primeros meses como empleado municipal ocupando también el puesto de cebador oficial de mates para toda la peonada del corralón. Hasta Don Braulio, el capataz, le había tomado cariño y lo mantenía ocupado con algunas changas en el pueblo.
Betito se había tomado muy en serio su nuevo rol y disfrutaba mucho más aún al ver lo contento que estaba su padre, que no paraba de contarle a todos cómo el hijo aprendía a ganarse la vida.
Cada vez que llegaba alguien, el pibe salía corriendo a buscar agua para la pava y, minutos después, ya estaba arrimando el primer amargo a los presentes.
Se lo veía pícaro, además. Y no era para menos. Estar todo el día alrededor de los hombres hizo que escuchara historias, conociera hazañas y aprendiera cuentos que "para su edad eran subidos de tono", como le confesaba Betty a su comadre, Vilma. Hasta que una noche, muy preocupada, le solté a su esposo:
- Beto, el chico anda repitiendo cosas feas, que todavía no tiene que saber, viste. ¡Tené cuidado, por favor, con lo que aprende en ese lugar! ¡El otro día lo pesqué contándole un chiste verde a la hermana! ¡No te rías, que es chiquito todavía!
Betito se ponía colorado como un tomate al escuchar a su madre. Don Beto, en cambio, se hinchaba de satisfacción: “¡Qué chiquito ni chiquito! Este ya es todo un hombre. En cualquier momento, mirá…”. Y prefería dejar la frase sin terminar por la cara de pánico y temor que ponía su esposa.
Pero el hombre, en secreto, ya estaba decidido. Y cuando su hijo cumplió los 16 se encargó de convertirlo en un hombre de verdad. Una tarde de verano, a la hora de la siesta, Don Beto mandó al pibe para que ayude a la señora que atendía el comedor del corralón.
Si se enteraba Betty lo mataba, seguro. Hasta era capaz de venir a sacarlo a escobazos, con los pantalones por los tobillos y todo. Pero, por suerte, nada de eso sucedió porque el debut sexual del pibe quedó como un secreto juramentado entre padre e hijo. Al menos durante cierto tiempo.
Betito se moría de ganas de contárselo a su hermana, por ejemplo. Aunque creyó que no lo entendería, tan soñadora ella: ¡Si todavía hablaba de príncipes azules y esas otras boludeces que piensan las chicas! ¡Qué le iba a andar contando que la Turca lo había hecho entrar a la pieza del fondo!
- Pasá, pasá. ¡No seas tímido! Tu papá ya me contó que me estuviste espiando en el vestuario la otra vez -dijo la voz dulzona de La Turca. Era cierto, sí. Pero dicho de esa manera parecía algo muy sucio, por lo que el chico no pudo contener la vergüenza. Y esa inocencia adolescente hizo asomar la sonrisa tierna de la mujer.
- Vení -le repitió-. Vení que ahora me vas a ayudar a cambiarme de ropa.
Sin darse cuenta, Betito estaba con las manos sobre los enormes pechos de la Turca; sintiendo, además, cómo ella deslizaba una de las suyas al interior holgado del pantalón. Después todo transcurrió de la mejor manera posible, gracias a la sabia experiencia de la mujer.
Le costó dejar la cama aquella tarde. No podía creer lo que había ocurrido. Acaso existía algo más lindo, se preguntaba mientras terminaba de vestirse. Y cuando por fin dejó la pieza y caminaba solitario hacía su casa, se sintió uno más del corralón. Un hombre hecho y derecho, igual que su padre.
Por supuesto, no contó nada de lo que había ocurrido y Don Beto, compinche,  tampoco preguntó. Le alcanzó nomás con ver la mirada pícara y cómplice de su hijo al llegar al hogar, justo un rato antes de que Betty los llamara a todos para cenar.
Algún tiempo después, sin embargo, Betito confesó todo a su madre y a su hermana mayor, que ya andaba por el segundo año del Magisterio y había aprendido que los príncipes venían más desteñidos que azules. No lo hizo para vanagloriarse de su hombría, ni nada de eso. No. Fue más bien por indignación. O desilusión.
Sucedió que una tarde, lejana de aquella otra inolvidable, decidió pasar por lo de la Turca como solía hacer de vez en cuando. “Venís a perfeccionar la técnica”, le decía ella sonriente al invitarlo a entrar.
Pero ese día nadie abrió la pesada puerta de madera y vidrio. Él solito empujó el picaporte y se quedó perplejo, mudo. Casi hasta se olvida de respirar cuando encontró a la Turca desnuda en la cama y a su lado, más derecho que hecho, Don Beto.