jueves, 29 de diciembre de 2011

Todo tiene un límite


Pasó nomás. Julio pensó que iba a zafar, que tal vez milagrosamente no lo escucharía más. Prefirió creer que era algo finiquitado. Pero no. Ese fue su gran error.
Quizás por eso no le prestó atención a su irrenunciable psicóloga cuando le advirtió unos días antes, con toda la comprensión del mundo: “Trata de tomarlo de otra manera. Con calma. En definitiva, es algo bueno… ¿O vos no lo ves de esa manera, Julio? No, no me contestes ahora. Llévatelo así, trabajalo en tu casa y lo seguimos la próxima sesión”.
Pero la cita para la semana siguiente iba a ser demasiado tarde. Julio no pudo trabajarlo, ni siquiera soportarlo. Firmemente se propuso superarlo… Pero no. No fue posible. Y no lo logró porque, en definitiva, todo tiene un límite, ¿o no? Y el de Julio había sido arrasado bastante tiempo atrás.
Es cierto que voluntarioso como es, fue aguantando día tras día cada acometida durante las últimas 2 o 3 semanas. Extrajo paciencia de donde ya no quedaba y, airoso, repitió su gentil sonrisa de compromiso.
Porque cuidado, él se daba cuenta que se trataba de algo bueno, correcto, hasta cariñoso, como se lo quiso presentar su psicóloga. Por eso le puso tanto empeño y voluntad a la cosa. Intentó soportarlo estoicamente. Pero todo tiene un límite.
Lo que realmente lo sacaba de las casillas no era el hecho en sí -generoso y civilizado como sabía-, sino la incansable y monótona repetición carente de interés. Porque en definitiva, creía, ya no era más que algo falto de contenido sincero, era apenas un latiguillo impulsado por un automático acto reflejo de la voz.
Ante ese descubrimiento fue que decidió hablarlo por primera vez con la psicóloga aunque, a la segunda sesión en que tocaron el tema, ambos comprendieron lo que podía ocurrir. Y como dice el saber popular, “si algo puede pasar, pasará”. En este caso, por supuesto, pasó. 
Porque, como pensaba Julio, todo tiene un límite. ¿Cuántas veces se puede escuchar el redoblar de las campanas o el sonoro alerta de un teléfono? ¿Cuántas veces se soporta la misma película en la televisión o hasta cuándo un ser humano aguanta el golpe de un martillo en la pared? Todas preguntas que Julio se hizo para aprobarse a sí mismo luego de cometido su acto de intolerancia.
Una pena realmente, porque él estaba convencido de que lo había superado. De que ya no podría ocurrir, de que nadie iba a repetirlo. Pero, volvió a pasar. Contra todos los pronósticos -o no tanto- sucedió y, lamentablemente, se desencadenó la ira. Ese particular destello de furia acumulada que desbordó a Julio.
Porque tampoco hay que exagerar, no fue “un día” como en la película esa de Hollywood. Fue sólo un instante, un minuto en el cual lo superó la cruda sinceridad de su inconsciente. Harto, seguramente, de tanto escucharlo durante los últimos días.
La cuestión es que aquella tarde del 31 de diciembre, Julio iba a ir a lo de sus padres en auto. Pero como hacía calor y tenía tiempo todavía, se decidió por una pacífica caminata. Mala, pésima decisión, ya que surgía la posibilidad de cruzarse con alguien durante el trayecto. Alguien no deseado, alguien que dijera... "Eso". Alguien que usara palabras vacías de sentimiento y deseos sinceros.
A unas pocas cuadras de comenzar su travesía, Julio se cruzó con un ex compañero del colegio que no veía desde la fiesta de egresados, 30 años atrás. Una tras otra se fueron sucediendo las frases hechas provenientes de la incansable boca del ex compañero y, cuando el repertorio llegaba a su fin y Julio respiraba pausado para superar un último escollo, se produjo la catástrofe.
No va que el tipo -muy suelto de cuerpo- le pone una mano en el hombro, le agrega dos palmaditas y, con su sonrisa más hipócrita le suelta la fatídica frase.
El pobre muchacho lo debe haber dicho como al pasar, más por costumbre que por otra cosa. Pero eso, precisamente, fue lo que alteró a Julio. Y ese vacío de emoción, esa falta de veracidad en el significado, se convirtió en el detonante. Una mecha que se consume junto a un polvorín.
¡La cara que puso el hombre! Se habrá pensado que Julio estaba loco de remate y, muy probablemente, en ese instante cualquier evaluación psiquiátrica lo hubiera confirmado. Un demente. Un enajenado. Un irascible que se dejó llevar por sus impulsos más básicos y violentos. Un hombre convertido en catarata de improperios e insultos.
¡Pobre ex compañero de colegio! ¿Qué se iba a pensar que le contestarían así? Por lo menos, se dijo Julio más tarde, se llevó una buena anécdota para la sobremesa.
Pero el tipo estaba más preocupado por alejarse de ahí que en llevarse alguna historia divertida. De hecho, salió corriendo para la vereda de enfrente, sin mirar al cruzar la calle, ni nada. ¡Qué julepe!
Minutos antes, el casual ex compañero había comenzado a despedirse de Julio para seguir tranquilo su marcha: “Un gusto verte”, dijo. Después, pensando ya en cualquier otra cosa, agregó: “Felicidades y a ver si nos juntamos antes de que termine el año”.
¡Pum! Como si se tratara de una Molotov con piernas, Julio se encendió en milésimas de segundos y a los gritos, haciendo montoncito con una mano, le respondió: “Por qué no te juntas con la re calcada concha de tu hermana, boludo. ¡No nos vimos en 30 años y ahora querés que nos juntemos antes de las 12 de la noche! ¡Te voy a cagar a trompadas, boludo! ¿O me estás cargando? ¿Para qué mierda me decís eso? ¿Querés quedar bien? ¡Anda a quedar bien con la concha de la lora! Forro de mierda…”
La poca gente que pasaba cerca se quedó petrificada, a la espera de presenciar algún tipo de pelea callejera. Pero no tuvieron suerte, todo quedó ahí ya que el hombre salió disparado como una flecha.
Julio quedó agotado y aliviado a la vez. Le ladró lo que hasta entonces venía germinando en su interior desde principios de diciembre, cuando todo el mundo te dice la misma frase carente de verdadero significado. Porque los que realmente se van a juntar o desean hacerlo con alguien, creía Julio, no esperan a que termine el año, ni tiran un azaroso “a ver si…”.
¡No señor! No es necesario. ¡Se dice para quedar bien! Si se ven o no, a nadie le importa. Total, hay por delante 11 meses para que se olviden, hasta el próximo diciembre en que nuevamente dirán la tediosa frase para volver a quedar bien con alguien que, sin dudas, no les interesa en lo más mínimo.
Lo cierto es que una vez consumado el bochornoso y arrebatador acto, Julio dio media vuelta y siguió su camino silbando, con ambas manos en los bolsillos y sonriendo satisfecho. 
No veía la hora de contárselo con lujo de detalles a la psicóloga. Aunque ya sabía lo que ella le iba a decir.