miércoles, 7 de diciembre de 2011

APENAS UN BESO

2º puesto, Concurso “50 años del Instituto San Luis Gonzaga”
Gral. Las Heras (Bs. As.). Diciembre 2011. 
Seudónimo: Osvaldo Raymonda.

Esa mañana, tempranito, te vi pasar desde la ventana. El pasto aún estaba blanco por la escarcha de otro invierno y vos ibas tan apurada como siempre. Llevabas la carpeta entre los brazos, el cabello largo atado en una trenza, el guardapolvo encima de las rodillas y las medias azules caídas. Poco te preocupaba que al entrar al colegio, Miguel u otro preceptor te llame la atención. 
Me puse muy nervioso cuando te vi. Como en cada encuentro, en realidad. Casi tanto, como la primera vez, ¿te acordás? 
Vos eras nueva en el cole y justo, pero justo, caíste en mi curso. Recuerdo que estábamos en clase de matemática, con el cabezón Bianchini, cuando te presentó la Vicedirectora. Después de verte, te juro, no logré resolver más cuentas ni ecuaciones. 
Como todo lo nuevo en un pueblo desacostumbrado a las novedades, te convertiste en la sensación ni bien sonó la campana del primer recreo. Mientras bajábamos las escaleras para llegar al patio, no parabas de responder preguntas de mis compañeros: De dónde venías; por qué te cambiaron de escuela y no sé cuantas otras más. Así descubrí que vivías a dos cuadras de mi casa y, aún no entiendo cómo ni por qué, desde ese día volvimos juntos del colegio.
Es cierto, el trayecto por la avenida lo hacíamos con los demás chicos pero cuando doblábamos en Lozano, sólo éramos vos y yo. No me importaba nada más. Ni la mirada cómplice de Doña Elvira, cuando nos cruzaba con su changuito de camino al supermercado. O el asombro en los ojos de Don Santiago que, desde la puerta de la tienda, me  seguía con la vista durante toda la cuadra, para contarle  luego a mis padres. 
Pero para mí, nada ni nadie existía alrededor. Durante esas cuatro cuadras eras mía, sólo mía, y entre nervios e inocencia solamente me salían comentarios del colegio: “Que la Chuchú es bravísima, que la nueva de geografía parece piola y que el viejo Roy nos quiere enseñar inglés a golpes de escritorio”. ¡Un idiota insuperable, lo sé!
Pero en realidad deseaba decirte lo hermosa que te veías, que me habías vuelto loco de amor con tu sonrisa desde que atravesaste la puerta del aula, atrás de la Vice, aquella primera mañana en que te vi. ¡Pero no me salían! 
¿Por qué no enseñan también esas cosas en el secundario? Si a esa edad hasta parecen más urgentes y útiles que saber el relieve de la región Mesopotámica o la conformación de un ecosistema. 
En cualquier caso, cada día que recorríamos esas cuadras sentía que estaba soñando. Hasta empecé a despertarme más temprano para hacer también el recorrido de ida con vos. Pobre mi vieja, el susto que se pegó. Con lo que le costaba despertarme antes, pensó que tenía sonambulismo. 
Así pasé las semanas siguientes, disfrutando de tu compañía. ¡Nunca le recé y agradecí tanto a San Luis Gonzaga! Todo me parecía una fantasía. 
Quizás por eso me asombré tanto cuando, finalmente, me animé a decirte que me gustabas y vos, tan segura de todo como eras, me estampaste un beso en la boca. 
Estábamos atrás de los grifos, pegaditos a la sala de mecanografía y no te importó en absoluto que nos vieran. Sólo sonreíste, satisfecha con tu osadía. En cambio yo me quedé paralizado, sin decir palabra por veinte minutos más o menos. Es que fue mi primer beso, ¿entendés? Nunca quise preguntarte si también lo fue para vos.
Después, por supuesto, todo siguió el camino lógico de aquellos tiempos de amores incipientes y breves. Días inolvidables de uniformes celestes y grises, de noches de Manicomio, de horas tiradas con los amigos en la esquina del Club Social, filosofando pavadas y viendo pasar las tardes desde la contemplación más desinteresada. 
Esa edad extraordinaria en que un desamor no hería de muerte porque vivíamos despreocupados de todo. Éramos, apenas, estudiantes de Secundario.
Por eso hoy, cuando te vi pasar nuevamente, me apuré para salir a la calle y alcanzarte como hacía cada mañana de camino a la escuela. 
Aunque ahora ya no llevas carpetas entre tus brazos. La mujer que pasa por delante de mi ventana terminó el colegio hace treinta años... Pero aún no consigo olvidarla.