martes, 8 de marzo de 2011

OPERACIÓN “GAROTO NOVO”: Otra misión del Agente Beltrán (2)

(Dos)
El Agente Mario Beltrán dejó la casa de gobierno por una puerta lateral que sólo unos pocos conocen. Afuera, la humedad del verano lo sofocó al instante. Mientras se aflojaba el nudo de la corbata, con paso acelerado rumbo a la reja, saludó a uno de los guardias de la seguridad presidencial que, obviamente, ni lo miró ni le devolvió el saludo.
“Paradojas del mundo del espionaje: Uno puede ser el salvador del país al evitar un atentado, pero el pueblo ni conoce a sus verdaderos héroes anónimos”. Algunas veces, Beltrán meditaba sobre estas cuestiones en la aburrida soledad de cualquier vigilancia, aunque llegado a este punto del razonamiento, algo profundo y complicado, optaba por dejarlo y seguir con lo que estaba haciendo. “Para qué responder a enigmas filosófico trascendentales”, se sorprendió una vez diciéndole a la psicóloga de la Agencia, durante una evaluación de rutina. En esa sesión, la doctora escribió varias hojas de su libreta y despertó no sólo el asombro del agente, sino su maligna curiosidad: “El sábado a la noche le hago reventar la oficina a ésta, a ver qué carajo escribe de mí”, registró en su memoria.
En esos recuerdos andaba Marito Beltrán cuando, sin darse cuenta, llegó al insípido edificio de la S.I.A. Internamente, a la organización se la llamaba de diferentes formas. Los nombres más comunes eran “la fábrica” o “la agencia”. Sin embargo, no faltaban los “sediciosos” que se referían al misterioso edificio como “la guarida”, “el prostíbulo”, “el aguantadero”, “el cuchitril” o, descaradamente, “el antro”. Pero desde que Beltrán había subido en la escala de poder, tanto como para imponer algunos de sus gustos, instituyó un nuevo apodo a la Central de la S.I.A. Con un corte más popular, le gustaba referirse al edificio como “la panadería”: Si te traían hasta ahí, estabas al horno; y, desde adentro, se cocinaba todo. Esa era la simple y extraña explicación que daba al principio. Después ya nadie se interesaba por el significado y como muchas cosas en estas tierras, por insistencia o interés de superiores, se terminó imponiendo sin más.
En el cuarto piso de “la panadería” estaba su bunker y allí, precisamente, lo esperaba su equipo para conocer los detalles del encuentro con el Presidente. Las oficinas de la cuarta planta, a su vez, podían ser descriptas sucintamente como… "Exactas": No le sobraba ni le faltaba nada, a excepción quizás de... ¡Buen gusto! En sus paredes alternaban desde pizarras con detalles de las misiones, hasta horarios del comedor y algún poster central de revista de hombres.
Unos escritorios antiguos, con sus respectivas sillas de caña, se desparramaban por aquí y por allá sin el más mínimo sentido. En los rincones abundaban archiveros de chapa, remanentes de las primeras décadas del siglo XX y, en el centro de la escena, predominaba una larga mesa de fórmica que servía para organizar operaciones o para comer.
Solamente había 2 o 3 computadoras, con monitores enormes de color beige y CPU´s pegadas con cinta adhesiva. Para rematar el paisaje, los tubos de luz celeste que apenas colgaban del techo le daban al lugar el toque justo de cualquier dependencia del Estado. Eso sí, en cada escritorio, en la mesa central y hasta sobre algunos archiveros, unos objetos se repetían obligatoria e incondicionalmente. No eran armas ni micrófonos. Se trataba de los símbolos patrios por excelencia: Termo y mate.
Distribuidos en semejante escenografía, los hombres más cercanos a Beltrán -su “guardia blanca”, sus “ángeles de la guarda”- pasaban los minutos a la espera del jefe. Y lo hacían de la mejor manera que sabían: ¡Boludeando!
Pero quién iba a decirles algo. Ellos eran los fieles escuderos del Director de Espionaje Internacional. Uno, su mano derecha y el otro, la izquierda. Y nunca mejor usada la simbología, porque los dos se la pasaban discutiendo, enfrentados y culpándose mutuamente por los errores. Propiamente, como la izquierda y la derecha política. Uno, “el Chúcaro”, justo terminaba de sufrir una nueva derrota al solitario. El otro, "Cristobalito”, exprimía las últimas gotas del termo para cebarse un amargo más.
A esta altura no habría que aclararlo siquiera, pero como nunca faltan distraídos, tal vez valga la pena recordar que en el ambiente de los agentes secretos nadie usa su verdadero nombre. Incluso, se rumorea que Mario Beltrán no se llama así realmente, pero ya nadie se anima ahora a llamarlo por el apodo que lo catapultó a la cima: "Archivaldo". Así lo bautizó su primer jefe luego de tenerlo 2 meses organizando memorándums, facturas y recibos en el archivo. De ahí, seguro, que el agente prefiera que lo llamen Beltrán.
Por supuesto, también sus ayudantes llevan seudónimos. Al Chúcaro, el apodo le cayó porque siempre le tocaba “bailar” y, casi siempre, con la más fea. Era el encargado de conseguir todo lo necesario para los operativos y, aunque zapateara de lo lindo entre quejas y protestas, nunca le llevaban el apunte. En uno de esos ataques de pataleo, alguien muy “folklórico” lo sentenció: “Calmate, Chúcaro, y conseguí todo o te rompo el alma a patadas en el culo”. Categórico y definitivo. De una amenaza para la posteridad. A Cristóbal, en cambio, nadie le conocía el origen del sobrenombre. Tampoco se preocupaban por averiguarlo: No sea cosa que el grandote se incomode, decían. Porque “Cristobalito”, como le decía Beltrán con cariño, era un oso de 1.95 y 120 kilos que tenía como arma favorita la fuerza de sus brazos.
Unos segundos después de entrar al edificio, el Agente Mario Beltrán -Director de Espionaje Internacional de la S.I.A.- se encontraba frente a uno de los ascensores. En su rostro se adivinaba una gran preocupación: “Cómo hago para que estos inútiles me dejen bien parado delante del Presi”, analizaba.