miércoles, 4 de enero de 2012

Don Froilán y las bolitas


Para Miguel F., que también añora las "canicas" de su infancia.

Cuando me enteré de la muerte de Don Froilán me puse muy triste. No es que tuviera una relación estrecha ni nada, pero su recuerdo despertó en mí algunos lindos momentos de la infancia.
Hacía más de 20 o 30 años que no lo veía. De hecho, cuando mi madre me contó, tardé en saber de quién me hablaba. Además, me lo tiró casi como al pasar, en medio de un extenso -y aburrido- parte de novedades sobre el pueblo.
Pero después de unos segundos la imagen del viejo surgió en mi cabeza, así que interrumpí el chisme de mi vieja que no despertaba el menor interés.
- Pará, Má. ¿Don Froilán, dijiste? ¿El del kiosco?
- ¿Eh? Sí, sí, ese. ¿Te acordás? Pobre hombre, tan bueno que era. Pero, como te decía, Tita me llamó porque el hijo de la Dora ya no quiere estudiar y parece que se emborracha todos los días… -Ella siguió el monólogo sobre sus amigas, pero yo había dejado de escucharla-.
Don Froilán era el dueño del kiosco frente al terreno donde teníamos la canchita de fútbol. Yo tendría 9 o 10 años y por esa época pasaba más tiempo alcanzando la pelota a los más grandes o yendo a comprar la Coca, que metiendo un gol. Pero era el “derecho de piso” que toda canchita digna y respetable exigía a los más chicos.
Entre esperas y mandados, me entretenía con otros “deportes” como las figuritas y las bolitas. Así pasaba largas tardes sin tocar una pelota de fútbol, pero inmerso en peleadísimas batallas con bolitas y bolones.
Yo era bastante bueno, aunque solamente porque a esa edad ya tenía manos grandes y dedos largos. En la casa de mi abuela tenía 3 frascos de aceitunas repletos de bolitas, algunas astilladas y otras relucientes. Había transparentes, chinas, lecheras, bolones japoneses, balines de acero sacados de algún rulemán y algunos piojitos difíciles de acertar.
Don Froilán, claro, era el proveedor oficial por cercanía al estadio. Siempre que iba a comprar una gaseosa, me intentaba vender una bolsita recién llegada de China, pero enseguida se frenaba con un chasquido de labios: "Cierto que vos no compras, se las ganas a los demás perejiles", me decía sonriendo.
¡Un fenómeno el viejo! Y eso que con nosotros debe haber perdido mucha plata,  entre lo que le sacábamos cuando se distraía y los vidrios del auto que le rompimos a pelotazos. El muy cabeza dura siempre dejaba la coupé Taunus en la calle, detrás de uno de los arcos.
Pero una vez, a mí me salvó de lo lindo. Una tarde de lluvia andaba por la canchita un primo porteño de no sé quién y, extrañamente, la tenía muy clara con las bolitas. Me pregunto dónde harían el hoyo los chicos de la Capital, con sus veredas cubiertas de cemento.
Lo cierto es que aquél sábado se jugó hasta con luz artificial de la calle. El pituco ese de la ciudad era bueno realmente. Para las 5 de la tarde ya nos había limpiado varias veces a todos. Yo hice 2 o 3 viajes a lo de la abuela para reponer mi inventario y los frascos de aceitunas amagaban con quedar tan vacíos como cuando habían llegado desde el almacén.
A eso de las siete nadie jugaba al fútbol sino que miraban asombrados la prodigiosa habilidad del visitante para hacer “opi”, como se le decía al hoyo. Estaba arruinándole la reputación de todos, entre ellos, yo. Los chicos me insistían pero ya no me quedaba ni una pioja en los bolsillos; mientras que el conquistador se había hecho con 1 bolsa de supermercado con nuestro tesoro.
Miré alrededor y a ninguno de mis amigos le quedaba ni una para prestarme. Entonces, entre todos los chicos, me llamó la atención la presencia de Don Froilán. El viejo contemplaba a unos metros, con las manos agarradas a la espalda, muy tranquilo pero conocedor de la difícil situación.
Me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara y, mientras lo hacía, se llevó una mano al bolsillo. Después me extendió una bolsa de bolitas nuevas, brillantes y perfectas.
- Andá y ganale al agrandado ése. -Me dijo.
En su voz había una mezcla de tranquilidad y rabia, pero sobre todo mucha confianza y sabiduría. Yo agarré la bolsa y regresé con los demás.
Seguimos jugando hasta después de las 10 de la noche, cuando un auto grande vino a llevarse al porteñito en medio de la oscuridad. No se llevó ninguna bolsa, por suerte.
Don Froilán ya había cerrado el kiosco y no me acuerdo si alguna vez le agradecí la ayuda o si le devolví el préstamo. Pero siempre nos saludó con una sonrisa cómplice. Siento que de alguna manera él también jugaba con nosotros cada tarde en el terrenito o, al menos, le traíamos lindos recuerdos de su infancia. Hoy, lejos en el tiempo, creo que vernos jugar tan felices fue el mejor agradecimiento que pudimos darle.
Cuando la interrumpí nuevamente, mi mamá todavía estaba hablando, ahora sobre un robo en la tienda de la avenida. A ella le sorprendió la pregunta mucho más que a mí:
- ¿Te acordás qué pasó con los frascos de bolitas que estaban en lo de la abuela?