lunes, 30 de enero de 2012

Luces de Neón


Mientras pasaba disimuladamente la mano derecha por su costado, experimentó por primera vez la sensación de vacío que provoca no llevar un arma. Nunca antes se sintió tan desprotegido. Siquiera portaba su pequeña Bersa calibre 22 en el tobillo.
Esa noche, la ciudad y sus calles se presentaban desbordadas de rostros confundidos. Él miró al cielo, donde buscó esa extraña oscuridad sin estrellas para convertirla en su cómplice entre las sombras.
Había algunas construcciones grises alrededor en los cuales rebotaban los faros de los autos que circulaban a esa hora. Era tarde y no podía dejar de sentirse algo abandonado. Unos deseos poco frecuentes de salir corriendo y dejarlo todo aumentaban a cada paso hasta que, finalmente, se detuvo frente al 547 de la Avenida.
Descubrió un edificio bajo y sombrío, decorado con algo de bronce, que le daba la bienvenida. Una voz gruesa respondió en el portero eléctrico.
- ¿Quién es?
- Estoy buscando a Roldán. Vengo por el asunto de Mario -respondió con su voz más segura-.
Del otro lado, absoluto silencio. Pasaron unos minutos hasta que se abrió la puerta. Ya no había vuelta atrás.
El hall estaba poco iluminado y solamente uno de los dos ascensores funcionaba. Sin embargo, optó por la escalera para llegar hasta el 4º piso. 
Se asomó con desconfianza espiando a los costados. Una esquelética lamparita en el pasillo lo hizo dudar aún más. Todo estaba demasiado tranquilo y tanta penumbra no era  buena señal. Volvió a pasar la mano por su costado, otra vez sintió el aterrador vacío. Necesitaba su revólver, pero  sabía   que lo iban a registrar.
La puerta se abrió antes que llegara hasta ella. Un rostro duro, sin forma y con alguna cicatriz, le hizo un gesto para que entre. Antes, giró su cabeza a ambos lados buscando algún testigo inoportuno.
Roldán estaba sentado frente a un viejo escritorio de madera, delante de una biblioteca escasa de libros. Vestía traje gris con delgadas rayas negras, una corbata al tono y dos gemelos que brillaban sobres sus gruesas manos entrecruzadas. A juzgar por la fachada del edificio, la habitación aparecía más grande y lujosa de lo que se podía suponer.
El Gorila cerró la puerta y se ubicó rápidamente detrás de su jefe. Desde ahí, con una penetrante mirada, escudriñó al visitante hasta obtener un veredicto: No había nada que temer.
El recién llegado, en cambio, caminó temeroso hasta ubicarse frente al escritorio. La débil luz del cuarto, que funcionaba como oficina, alcanzaba apenas para observar algún movimiento no deseado, de una parte o de la otra.
Por fin, la voz ronca de Roldán irrumpió en la tensa atmósfera.
- ¿Cumpliste tu parte? -preguntó.
Había dos ventanas que daban a la calle. Una tenía la cortina cerrada, pero la otra dejaba entrar las coloridas luces de los carteles de neón que adornaban la avenida. Un reflejo rojo, intermitente, daba justo sobre la cara de Roldán.
- Mario no lo molestará más -respondió, a la vez que  apartaba una silla para sentarse.
- ¿Cómo puedo estar seguro de eso?
No encontró una respuesta inmediata, así que intentó demorar sus palabras. Sin embargo, un imperceptible movimiento de cabeza del patrón hizo que el Gorila mostrara su revólver.
Entonces se dejó caer sobre el respaldo de la silla y metió lentamente la mano en el interior del saco para buscar un paquete de cigarros, con el sólo propósito de alterar la fingida tranquilidad del matón. Pudo percibir que él no era el único nervioso en la habitación.
Tranquilo -ordenó Roldán sin mirar a su guardaespaldas-. No puede ser tan estúpido como para sacar un arma aquí.
Y tenía razón. Además, para qué lo haría.
- Solamente quiero un cigarrillo. No se pongan tensos, muchachos, ni siquiera voy armado -agregó con sarcasmo y dejó que una media sonrisa se dibujara en su cara.
Pero Roldán pronto se cansó de los juegos. Hizo otro movimiento de cabeza y su ayudante se paró junto a la silla del visitante, apoyándole una de sus pesadas manos en el hombro.
- Bien -retomó el jefe-. Asumo que cumplió con su trabajo y que no hay rencores, ¿verdad?
Tenía que pensar rápido aunque no veía forma de demorar la situación. Necesitaba tiempo así que permaneció en silencio, dando una interminable pitada al cigarrillo.
En esos segundos, Roldán se levantó y caminó hasta pararse delante del escritorio, en la esquina opuesta a su Gorila. Inclinó el cuerpo hacia delante acomodando su horrible rostro frente al visitante:
- ¿Sin rencores? -insistió tajante-.
Detrás de Roldán seguían mezclándose las luces de colores que llegaban desde la calle. Ahora eran otros carteles los que salpicaban su figura, con tonos verdes y azules.
De repente, un ruido a cristales rotos estalló en la habitación, seguido por un apagado gemido. El cuerpo del Gorila se desplomó en el piso. Roldán no alcanzó siquiera a reaccionar. Atónito, sintió miedo por primera vez en mucho tiempo. Su mirada lo delataba.
El otro se inclinó y tomó el revólver del Gorila.
- Quédese quieto, Roldán -dijo apuntándole a la cabeza.
La escena había cambiado por completo. Ahora, el prolijo mafioso no hallaba palabras para demorar lo inevitable.
- Le dije que Mario no lo molestaría más y voy a cumplir mi promesa. Pero él no es quien va a desaparecer.
Siguieron unos pocos segundos de confusión. Roldán mantenía sus brazos en alto, pero su adversario dejó caer el arma y miró directamente a la ventana. El anfitrión, desorientado, también giró la cabeza hacia allí y la devolvió hacia el cuarto con el rostro desencajado. En su boca apareció una mueca resignada de comprensión.
En el silencio más intenso de la noche, otro estallido de vidrios cubrió el sonido de una incipiente frase que no alcanzó a salir de la boca. Un segundo cuerpo se derrumbó. La costosa camisa celeste se empapó de sangre y un rojo persistente cubrió el pecho de Roldán.
El visitante recogió la pistola del suelo para limpiar sus  huellas con un pañuelo. Luego se dirigió a la ventana e hizo un gesto de aprobación. Desde el edifico de enfrente, una linterna parpadeó dos veces. Recién entonces cerró la cortina y dejó la habitación.
El pasillo seguía en penumbras.
Cuando salió a la calle, el aire caliente y húmedo de la madrugada le dio de lleno en la cara. Nuevamente pasó la mano por el lado izquierdo, aunque no le había hecho falta todavía extrañaba su arma.
Un automóvil se detuvo en la calle. Mario se encontraba al volante y, sonriendo, le estiró por la ventanilla el añorado revólver a su hermano.