lunes, 23 de enero de 2012

Azucena y Gladys


María Concepción Álvarez, tal su verdadero nombre, se hacía llamar Gladys en honor a su abuela materna quien, de pequeña, había tenido la misma “afición” que ella. Esa vocación, compartida por abuela y nieta, se remontaba hasta la época de la Magdalena.
Gladys, María Concepción, se había hecho amiga de Azucena seis o siete años atrás, cuando Rubén la llevó a vivir a la barriada. Un caserío nuevo que se formó al costado de las vías, cerca de la Estación de Retiro.
Primero se cruzaban en la callecitas de la villa o se veían en el almacén y se saludaban por compromiso. Pero poco a poco empezaron a charlar y se hicieron buenas amigas. Muy cercanas, las mejores amigas.
Tan unidas eran que Mario, el marido de Azucena, se había enojado mucho por esa nueva amistad y, cada vez más seguido, se lo reprochaba sin pelos en la lengua a su esposa: "No puedo soportar que la mujer con la que me casé se la pase todo el tiempo con una atorranta”.
Así la nombraba todo el tiempo. “La atorranta esa”. “La atorranta de acá, la atorranta de allá”. 
Cada vez las discusiones por este tema se acercaban más a la violencia física.
Lo cierto es que Mario, por lo menos, no mentía. Toda la villa sabía lo que Gladys hacía por las noches. Pero a Azucena, la profesión de su amiga nunca le importó y, seguramente por eso, jamás soportó el modo con que Mario calificaba a su amiga.
Mejor dicho, cuando él arrancaba con el cuentito ese sobre Gladys, ella lo paraba en seco. Sabía muy bien cómo frenar a su marido. Le daba donde más le dolía: En el orgullo masculino.
- Será puta y lo que vos quieras, pero por lo menos gana plata para mantenerse. No como vos, que ni un trabajo te dura. O te olvidas que ni de chorizo pudiste conseguir guita.
Así era la Azu, puro carácter. Una bomba de tiempo a punto de explotar en cada pelea. Y si Mario se reviraba, la mujer cazaba lo que tuviera a mano y se acababa la discusión ahí nomás. No era tonta. Siempre discutía cerca de la cocina para tener a mano un cuchillo, si era preciso. Pero si no, con unos cuantos gritos terminaba la cuestión. Entonces, Mario salía furioso de la casa rumbo al bar para pasar el tiempo con sus amigos y, de paso, bajar la bronca con unos vinos. “Un día de estos la fajo o me mando a mudar y se acabó el problema”, se consolaba de camino al boliche.
Pero antes que eso ocurra, primero se cansó la mujer.
Una tarde, después de un trifulca fuerte entre el matrimonio, Azucena salió disparada para la casa de su íntima amiga. Estaba descontrolada, deshecha y bañada en llanto.
Gladys, en cambio, le abrió la puerta con tranquilidad. Estaba fumando. Ninguna de las dos tuvo que decir una palabra. Solamente se cruzaron miradas de comprensión hasta que estuvieron sentadas en el sofá. Una seguía llorando y la otra dejaba escapar el humo, con cara de preocupación, pero con un gesto ausente en la mirada.
Un rato más tarde, cuando Azucena terminó de relatar lo sucedido y se calmó a medias, dejó que su amiga la envuelva en un abrazo y se quedó así durante un buen rato, en silencio.
Después se secó las lágrimas y se dejó llevar por una rebelde curiosidad. Le arrebató el cigarrito a Gladys de los labios y le pegó unas cuantas pitadas. “Cuidado que este no es como los de siempre”, alcanzó a decir la otra.
Al ratito nomás, la habitación le pareció más grande, como en una perspectiva inclinada a la derecha. Sintió que se caía del sillón y veía la risa de su amiga como en cámara lenta. Gladys le hablaba, si, pero el sonido de la voz sonaba lejano, como un eco que golpeaba desde el exterior de la casa y rebotaba hasta la cabeza de Azucena.
Inspiró largo de nuevo y dejó escapar otro delgado hilo de humo. Sintió como si de su boca salieran los últimos restos de una mujer infeliz, casada con un vago ingrato que no la merecía.
Al caer la noche, Azucena volvió a su casa. Antes de cerrar la puerta con llave, miró desconfiada en la cocina y el comedor. Todo estaba oscuro y en tranquilo. Como cada sábado, los chicos habían ido a la casa de los abuelos, en San Justo. Mientras que Mario, pensó, estaría borracho con los atorrantes de sus amigos.
El olor a encierro la invadió y la sacudió para arrebatarle de un tirón los últimos restos del placentero aroma a marihuana. Lentamente cruzó el ambiente y al pasar junto al sillón, se asustó. No lo había visto desde la puerta, pero allí estaba su marido recostado, con la camisa desprendida, dormido con la radio portátil apoyada en la barriga, un brazo caído en el piso y el otro sosteniendo una lata vacía de cerveza.
Azucena se paralizó. Lo miró unos segundos y sintió ganas de pegarle, gritarle, decirle muchas barbaridades. Hasta tuvo ganas de matarlo. Pero se contuvo. “Para qué meterme en quilombos por este hijo de puta”, se preguntó.
De pronto, su marido abrió los ojos.
- ¿Qué haces ahí? ¿No hiciste la comida todavía? –protestó el hombre.
Azucena tenía la mirada perdida en algún lugar de la habitación y parecía tambalearse suavemente hacia los costados, rebotando contra la nada.
- ¿Che? ¿No hablas ahora? –insistió él, completamente borracho.
A ella las palabras le sonaban tan lejanas como antes habían sido las de Gladys. Aunque en esta oportunidad, el sonido de la voz de Mario le molestaba horriblemente.
- Dale inútil, andá y hace algo rápido de morfar, querés. No molestes acá -el enorme cuerpo giró sobre sí mismo y se acomodó otra vez en el sofá.
Azucena no lo pensó más. Salió corriendo para la pieza, sacó algo de ropa del armario y cinco minutos después estaba de camino, otra vez, hacia la casa de Gladys.
- ¿Qué hacés con eso? -se sorprendió la dueña de casa cuando vio a su amiga con el bolso.
- Me dijo que me no lo moleste y me vine para acá. ¡Tuve miedo Gladys! Creí que agarraba un cuchillo y lo mataba ahí mismo.
- ¡Ay, nena! No seas exagerada, queres. Me parece que el fasito te pegó mal a vos.
- No me siento bien, es cierto... -dijo Azucena antes de caer en los brazos de Gladys, que la sostuvo como pudo y la llevó a su habitación.
Un rato después le trajo un vaso con agua. Azucena no estaba desquiciada, aunque era obvio que necesitaba descansar. Por eso Gladys le alcanzó un frasco con pastillas y se apuró a decir:
- Podes tomártelas todas y ya sabes lo que pasa. O podes ponerte una minifalda, pintarte un poco y venirte esta noche a la calle conmigo.